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LAS BRUJAS EN LA LITERATURA (ARTÍCULO)

Texto de Francisco Javier Fontenla, imagen de Pixabay.

Aunque la bruja es un personaje legendario que todos conocemos desde nuestra primera infancia, su origen está envuelto en el mayor de los misterios. En realidad, ni siquiera podemos afirmar que el aquelarre y el culto al Diablo hayan existido nunca, pues las desdichadas mujeres acusadas de brujería eran capaces de confesar cualquier cosa para librarse de la tortura, aun cuando la confesión podía acarrearles la muerte. Aquí solo vamos a tratar el tema desde un punto de vista estrictamente literario.

Posiblemente en el mito de la brujería confluyen dos factores contrapuestos: por un lado, la presunta sacralización de la mujer-sacerdotisa en los cultos paganos; por otro, su más que presunta demonización por parte de las religiones monoteístas. Como consecuencia inevitable de esa doble influencia, las brujas literarias responden a distintos arquetipos, muy diferentes entre sí e incluso antagónicos.

Tenemos en primer lugar el arquetipo de la bruja buena y sabia, heredera directa de las antiguas sacerdotisas paganas, que aparece en las leyendas europeas y en los cuentos tradicionales bajo la denominación de “maga” o de “hada madrina” (muy diferente de las verdaderas hadas, más interesadas en robar niños que en ayudar a las personas necesitadas). En otras historias más modernas la bruja buena aparece como tal y no disfrazada de “hada” (estoy pensando en las entrañables Flora y Schierke, personajes del conocido manga “Berserk”, obra del recientemente fallecido autor japonés Kentaro Miura).

Luego tenemos a la bruja fea y malvada, que vive con su gato negro en una cabaña del bosque y cuyos hábitos incluyen lindezas como preparar pócimas infernales, devorar niños, volar al aquelarre en una escoba y hechizar a las princesas. Este es el arquetipo más frecuente en los cuentos tradicionales (pensemos en la perversa anfitriona de Hansel y Gretel o en Baba Yaga, la bruja del folclore ruso, que vive en una cabaña con patas de gallo y que para volar utiliza un mortero en lugar de una escoba). Estas hechiceras poco agraciadas ya aparecen en obras clásicas de la literatura latina, como la “Farsalia” de Lucano o “El asno de oro” de Lucio Apuleyo, lo cual demuestra que son personajes anteriores al cristianismo y que ya eran temidas por los antiguos paganos. En algunas leyendas reciben rasgos propios de los vampiros o de los licántropos, pues chupan la sangre de los niños, devoran cadáveres o se convierten en animales untándose el cuerpo con una pócima suministrada por el Diablo. Por ejemplo, en un cuento del escritor español Gustavo Adolfo Bécquer varias brujas se convierten en gatos para entrar en una casa a través de la chimenea. Otros autores importantes que las han hecho aparecer en sus obras son William Shakespeare (en su tragedia “Macbeth”) y Miguel de Cervantes (en su novela corta “El coloquio de los perros”, aunque el escritor español trata a sus brujas con cierto escepticismo y sin atribuirles verdaderos poderes sobrenaturales).

Un término medio entre ambos arquetipos es la hechicera hermosa y malvada, que posee una gran sabiduría y una irresistible capacidad de seducción, pero también un corazón sumamente frío y cruel (sin embargo, en algunos casos su aparente malicia también puede interpretarse como un mecanismo de defensa frente a los abusos de la sociedad patriarcal). Estas hechiceras ya aparecen en la mitología griega (recordemos a Medea y a Circe), reaparecen en la literatura fantástica del siglo XIX (la Ligeia de Poe, sin ser una bruja propiamente dicha, se parece mucho a ellas en su misteriosa sabiduría) y su influjo se deja ver en algunas historias de la literatura “pulp” estadounidense, especialmente dentro del género de “espada y brujería” (Conan el Bárbaro se encuentra con una hermosa hechicera inmortal en “Clavos rojos”, último relato escrito por Robert E. Howard antes de su suicidio). En algunos casos este arquetipo se mezcla con el anterior (por ejemplo, en la historia de Blancanieves o en la película “La bruja”, dirigida por Robert Eggers y protagonizada por Anya Taylor-Joy).



EL LICÁNTROPO EN LA LITERATURA (ENSAYO)

Texto de Francisco Javier Fontenla, imagen de Pixabay.

Pese a ser uno de los monstruos más conocidos y universales, la huella del licántropo en la literatura es más bien discreta, especialmente si la comparamos con la del vampiro. No hay novelas de licántropos que puedan competir en fama con Drácula o Carmilla y, por otra parte, ni Poe ni los demás maestros del género macabro manifestaron especial interés por el tema.

Sin embargo, la transformación del hombre en lobo ya aparece en los textos clásicos. Una vieja leyenda griega, recogida por el poeta romano Ovidio, habla del rey Licaón de Tracia, que fue convertido en lobo por los dioses como castigo por sus pecados (según la Biblia, el rey Nabucodonosor de Babilonia sufrió una suerte semejante). En una de las primeras novelas europeas, el Satiricón del aristócrata romano Petronio, se recoge una breve historia de licantropía, en la cual un soldado se convierte en lobo por la noche y recupera su forma humana al día siguiente. En la Edad Media la escritora María de Francia relató la historia de Bisclavret, seguramente basada en las numerosas leyendas sobre licántropos que circulaban por la Bretaña francesa. Curiosamente, en esta historia el licántropo no es el malo, sino la víctima inocente de la maldad humana. En el Renacimiento nada menos que Miguel de Cervantes trata brevemente el tema en su último libro, el Persiles. Siguiendo las ideas de la época, Cervantes relaciona la licantropía con la brujería. Entonces se creía que las hechiceras podían convertirse en bestias empleando ungüentos mágicos, aunque las personas cultas consideraban que aquella transformación era un mero delirio de la bruja, inducido por el consumo de alguna droga alucinógena.

Después del paréntesis racionalista de la Ilustración, lo fantástico y espectral cobra fuerza con la llegada del movimiento romántico. Aunque el licántropo no fue un personaje frecuente en las novelas góticas de la época, sí aparece en cuentos como “Una historia de los montes Harz”, del británico Frederick Marryat. Una variante del licántropo (el hombre oso de las leyendas nórdicas) protagoniza la novela corta “Lokis”, obra del autor francés Prosper Merimée, que ambienta la historia en Lituania.

Situándonos ya en el siglo XX, la licantropía aparece en algunos relatos publicados por las revistas pulp de los años veinte y treinta, como la mítica Weird Tales. Por poner un ejemplo, podemos mencionar “En el bosque de Villéfere”, de Robert E. Howard.

En cuanto al licántropo cinematográfico, tiene poco que ver con la tradición folclórica y literaria. Se puede decir que el arquetipo manejado por las películas de terror se parece más al Mister Hyde de Stevenson que a los licántropos tradicionales. Vamos a mencionar las principales diferencias:

-El licántropo tradicional se convierte en una bestia muy semejante a un lobo común, aunque puede presentar algunos rasgos particulares, como un mayor tamaño o la ausencia de cola. Por el contrario, el licántropo cinematográfico es un bípedo con el cuerpo cubierto de pelo, muy semejante a una persona aquejada de hipertricosis.

-El licántropo tradicional puede convertirse en bestia de forma permanente (si es víctima de una maldición) o solo cuando emplea una pócima mágica (si la transformación es voluntaria). Por el contrario, el licántropo cinematográfico únicamente cambia de forma cuando hay luna llena. Además, su maldición no suele proceder de un hechizo ni de una pócima, sino que se debe a la mordedura de otro licántropo, tal como sucede en el caso de los vampiros.

-En la mayor parte de las leyendas el licántropo era vulnerable a las armas comunes, mientras que su versión cinematográfica solo puede morir si le disparan una bala de plata.

-En el cine moderno (Crepúsculo, Underworld, Van Helsing) es frecuente que licántropos y vampiros luchen entre sí como dos razas enemigas. Pero en las leyendas tradicionales no existía esa rivalidad, ni siquiera había una diferencia clara entre ambas razas de monstruos. En la Europa oriental se creía que cuando un licántropo moría su espíritu podía convertirse en un vampiro.


VAMPIRAS CÉLEBRES (ENSAYO)

Texto de Francisco JavierFontenla, imagen de Pixabay.

Antes de nada, un pequeño apunte lingüístico. Cuando yo estaba en la escuela (allá por la Prehistoria), se consideraba que el femenino oficial de “vampiro” era “vampiresa”, pero actualmente la RAE acepta y recomienda el uso de “vampira”, quedando el término “vampiresa” para referirse a las típicas y tópicas mujeres fatales del cine.

Seguramente la historia del vampirismo comienza con la leyenda de Lilith, la primera mujer de Adán según ciertas tradiciones hebreas (su nombre también es mencionado en el Libro de Isaías). Por lo visto, Lilith salió algo rebelde y se unió a los demonios (tras su "divorcio" Dios tuvo que crear a Eva, para que Adán no se quedara soltero). Lilith chupaba la sangre de los niños y también la de los hombres que conseguía seducir con su eterna belleza. En ocasiones entraba en los dormitorios de las parejas que hacían el amor durante la noche, para robar el esperma que quedaba entre las ropas de la cama y hacer con él espíritus impuros, semejantes a los íncubos y súcubos de la Europa medieval. Lilith reaparece en varias obras literarias, entre ellas el Fausto de Goethe.

Los antiguos griegos creían en las empusas, monstruos femeninos que adoptaban la apariencia de mujeres hermosas para seducir a los incautos, con el propósito de chuparles la sangre mientras dormían. Era posible reconocer a una empusa porque tenía pies de cabra, pero sus amantes solían fijarse en otras partes de su anatomía, de modo que no descubrían el engaño hasta que era demasiado tarde.

Lamia fue convertida en serpiente por la maldición de Hera, después de haber mantenido relaciones amorosas con Zeus. Pero podía adoptar una apariencia agradable, que aprovechaba para seducir a los hombres y matarlos, igual que hacían las empusas. En cierta ocasión conoció a un filósofo griego llamado Menipo, que se enamoró de ella. Pero Apolonio de Tiana, maestro y amigo de Menipo, desconfiaba de aquella misteriosa mujer. Cuando se celebró el banquete nupcial, Apolonio acudió como invitado y reveló la naturaleza demoníaca de Lamia. Según una tradición recogida por el escritor Filóstrato, le dijo a Menipo las siguientes palabras: “estás abrazando a una serpiente”. Entonces Lamia, sabiendo que no podía engañar a un hombre tan sabio como Apolonio, desapareció para siempre. Su leyenda inspiró a grandes poetas, como Goethe y John Keats.

Los romanos creían que ciertas brujas (las “striges”) podían adoptar la forma de lechuzas o comadrejas para entrar en las casas y chuparles la sangre a los niños. Esa leyenda pervivió hasta tiempos relativamente recientes en las “meigas chuchonas” gallegas y en las guaxas o guajonas del norte de España.

Estas viejas leyendas, unidas a la figura real de la asesina húngara Elizabeth Báthory, dieron lugar a buena parte da literatura vampírica que floreció en Europa durante el siglo XIX, coincidiendo con el movimiento romántico y con el decadentismo. Este subgénero nace con dos obras de poesía narrativa donde aparecen vampiras: La novia de Corinto de Goethe y Christabel de Samuel Taylor Coleridge. Luego vinieron Lamia de Keats, Vampirismus de Hoffmann, La muerta enamorada de Gautier, Carmilla de Le Fanu, Las flores del mal de Baudelaire, Thanatopía de Rubén Darío y Drácula, la célebre novela de Bram Stoker, donde Jonathan Harker se encuentra con tres sensuales vampiras. Todas estas hijas de la noche son hermosas y saben seducir a los hombres antes de dejarlos sin sangre, igual que hacían las lamias y empusas de la mitología clásica. Un caso particular es el de Carmilla, que muestra claras tendencias lésbicas, motivo por el cual ciertas adaptaciones de la novela no pudieron estrenarse en España, tras haber sido vetadas por la censura franquista. Carmilla reaparece en obras de ficción modernas, como Vampire Hunter D: Bloodlust o Castlevania.

Para terminar este artículo, no podemos olvidar El legado, la gran novela de Sara Lena Jiménez Tenorio, que nos cuenta, entre otras muchas cosas, la historia de Elizabeth Báthory, quien quizás todavía nos acecha desde las sombras.

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LOS PRECURSORES DE LOVECRAFT (ENSAYO)

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pexels.

Para identificar a los precursores de Lovecraft no hay nada mejor que seguir las indicaciones dadas por él mismo en su célebre ensayo El horror sobrenatural en la literatura. Para no extendernos excesivamente, aquí solo vamos a mencionar a sus precursores más próximos en el tiempo, dejando aparte a Poe y a otros autores clásicos del género gótico.

Empezaremos hablando del galés Arthur Machen (1863-1947). Casi todos sus relatos fantásticos tratan un mismo tema: la posibilidad de que todavía existan individuos de una raza anterior a la Humanidad (o de una raza humana que retrocedió en el camino de la evolución, a causa del aislamiento y de la endogamia). Esos seres semihumanos y sus misteriosos ritos no habrían pasado desapercibidos para los pueblos antiguos, pues dieron lugar a las viejas leyendas sobre espíritus de los bosques y aquelarres nocturnos. La idea de la raza maldita, que posteriormente sería retomada por Lovecraft en relatos como El horror de Dunwich, aparece en las principales obras de Machen, como El gran dios Pan o Los tres impostores. En esta última novela aparece otro tema igualmente lovecraftiano: la criatura híbrida, nacida de la relación sacrílega entre un ser humano y un dios de las tinieblas.

El inglés Algernon Blackwood (1869-1951) escribió numerosos relatos de fantasmas y espíritus, en los cuales se refleja su interés por el ocultismo (como tantos otros literatos de la época, Blackwood fue miembro de la sociedad esotérica Golden Dawn). Lovecraft llegó a decir que su novela corta Los sauces era la mejor historia sobrenatural de todos los tiempos. Los mejores relatos de Blackwood están ambientados en regiones agrestes y misteriosas, especialmente en los grandes bosques del Canadá (que él conocía bien, pues durante su juventud había vivido en distintos lugares de Norteamérica). Al igual que Lovecraft, Blackwood nos habla de seres extraños que acechan desde las sombras. En uno de sus relatos aparece el Wendigo, un demonio de las leyendas indias, que vive en los bosques y enloquece a quienes tienen la desgracia de encontrarse con él. August Derleth lo convertiría en un dios del panteón lovecraftiano: Ithaqua, “el que camina con el viento”.

El irlandés Lord Edward Dunsany (1878-1951) fue un precursor de la fantasía épica moderna, aunque también practicó el género macabro. Generalmente sus relatos no se ambientan en este mundo, sino en lugares imaginarios basados en la mitología, en las leyendas orientales o en los viejos cuentos de hadas. Su influencia es evidente en las primeras obras de Lovecraft, quien lo consideraba su mayor maestro después de Poe. De hecho, fue Dunsany quien le inspiró el interés por crear una mitología particular.

El inglés Montague Rhodes James (1862-1936) fue un gran autor de cuentos fantásticos. Algunas de sus historias anticipan elementos propios de la narrativa lovecraftiana, como las viejas ruinas que custodian secretos prohibidos o los libros malditos, en cuyas amarillentas páginas acecha una magia diabólica.



EL TOP TEN DEL TERROR (ENSAYO)

Texto de Javier Fontenla.

En esta lista (que, por supuesto, no deja de ser subjetiva y discutible) os presento a algunos grandes artífices del género macabro. El orden es aleatorio.

1-Bram Stoker (Irlanda, 1847-1912) fue el autor de Drácula, lo cual es más que suficiente para adjudicarle un puesto de honor en nuestra lista. Pero tampoco podemos olvidar sus cuentos macabros, como “La mujer india” (en el cual, por cierto, no aparece ninguna “mujer india”, sino un viejo instrumento de tortura y una gata vengativa).

2-Mary Shelley (Inglaterra, 1797-1851) fue la creadora de la “ciencia-ficción macabra” con su indiscutible clásico Frankenstein. Esta inolvidable novela trasciende lo puramente terrorífico para plantear inquietantes cuestiones filosóficas y éticas, que hoy, lejos de haber perdido actualidad, se nos antojan más acuciantes que nunca.

3-John William Polidori (Inglaterra, 1795-1821), a pesar de su breve vida, tuvo tiempo de crear el arquetipo vampírico moderno en su novela corta “El vampiro”, durante algún tiempo atribuida a su jefe-cabrón Lord Byron. Posiblemente nos hubiera deleitado con más obras clásicas de no haberse suicidado a los veintiséis años de edad.

4-Charles Baudelaire (Francia, 1821-1867) no solo fue un gran poeta, sino también el verdadero artífice del éxito internacional de Poe, gracias a los estudios y traducciones que le dedicó al célebre cuentista yanqui. Pero la obra magna de Baudelaire es su inmortal poemario “Las flores del mal”, que hace debido honor a su título.

5-H. P. Lovecraft (Estados Unidos, 1890-1937) supera la temática del cuento gótico tradicional para engendrar nuevos y mayores espantos, a medio camino entre el terror y la ciencia-ficción. Lo recordamos especialmente por la creación de los Mitos de Cthulhu, una auténtica mitología del Mal, constituida por libros malditos, razas híbridas y monstruos de otros mundos, que llevan millones de años amenazando nuestra seguridad y nuestra cordura.

6-Gustavo Adolfo Bécquer (España, 1836-1870) es famoso por su obra poética, pero también escribió cuentos fantásticos basados en las leyendas de distintos lugares de España. Aunque la mayoría de estas historias están más cerca del cuento de hadas que de lo macabro, “El monte de las ánimas” es posiblemente el mejor cuento de terror gótico de toda la literatura española.

7-Horacio Quiroga (Uruguay, 1878-1937) fue, sin duda, uno de los grandes cuentistas latinoamericanos del siglo XX. Aunque sus cuentos son de temática variada, en ellos aparecen con frecuencia la locura, la sangre y la muerte (lo mismo podemos decir de la vida de su autor, siempre marcada por la tragedia y el suicidio). “La insolación”, que al principio puede parecer un sencillo cuento infantil de perros que hablan, es uno de los más siniestros, aunque fue “Juan Darién” el que me provocó un severo trauma infantil.

8-Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893) es un caso semejante al de Quiroga: una vida marcada por el horror y una obra de temática variada, pero generalmente “fuerte”. Quizás la principal diferencia entre ambos es que Maupassant se centra más en el terror psicológico, mientras que Quiroga tiende más hacia la hemoglobina. “El Horla” o “La cabellera” son buenos ejemplos de que, como dice un personaje de este último cuento, “la mente humana es capaz de todo”.

9-Robert Louis Stevenson (Escocia, 1850-1894): Aunque es más conocido por sus novelas de aventuras que por su obra macabra, no podemos olvidar que él creó otro de los grandes arquetipos del género (o, mejor dicho, dos en uno: el doctor Jekyll y Mister Hyde). Pero también le debemos otros cuentos de temática oscura, como “Olalla”, que se ambienta en España y por el cual siento una gran debilidad personal.

10-Y, por supuesto, no podemos olvidar a nuestro admirado Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1809-1849), posiblemente el mejor de estos autores o, en todo caso, el más influyente. Mi relato favorito de Poe es su sangrienta novela de aventuras La narración de Arthur Gordon Pym. Sin embargo, sus obras más conocidas e imperecederas son una colección de cuentos, “Historias extraordinarias”, y un poema narrativo, “El cuervo”.


LA HISTORIA DE LA LITERATURA DE TERROR

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Las historias de miedo son seguramente tan viejas como la misma Humanidad, pero debemos distinguir el cuento folclórico, cuyos orígenes son probablemente prehistóricos, de la literatura de terror escrita, que aparece en Gran Bretaña y Alemania a finales del siglo XVIII, precisamente cuando el movimiento romántico comienza a cobrar fuerza en los países germánicos.

Por supuesto, en la literatura culta anterior ya había precedentes que no podemos olvidar. En los poemas de Homero hay episodios espantosos, como la aventura de Ulises en la cueva de Polifemo (con un momento “gore”, cuando el cíclope borracho vomita la carne de los hombres a los que había devorado) o la visita del héroe al Hades, donde las sombras de los muertos beben vampíricamente la sangre de los animales que se les ofrecen en sacrificio.

Tampoco podemos olvidar los episodios macabros de la Biblia. Los libros sagrados nos cuentan la visita del ángel de la muerte a los primogénitos egipcios, la aparición de la sombra del profeta Samuel, los numerosos encuentros de Jesús con personas poseídas por el Diablo y las escenas atroces del Apocalipsis.

Dentro de la literatura latina encontramos un hombre lobo en el "Satiricón" de Petronio y varias historias de brujas en el "Asno de Oro", la famosa novela fantástica de Lucio Apuleyo.

En la literatura medieval tenemos las torturas infernales descritas por Dante en la “Divina Comedia” y también algún cuento del “Decamerón” de Boccaccio, donde un tal Anastasio de los Honestos se encuentra en el bosque con un cazador espectral, que persigue eternamente al espíritu de la mujer que provocó su muerte (este tema sería retomado por Gustavo Adolfo Bécquer en su conocida leyenda "Él monte de las ánimas").

Durante el período renacentista y barroco los elementos sobrenaturales (y más o menos macabros) aparecen con relativa frecuencia, especialmente dentro del teatro de la Inglaterra isabelina. En la obra de Shakespeare encontramos al fantasma del padre de Hamlet y a las brujas de Macbeth, mientras que Marlowe escribió la primera versión culta de la leyenda de Fausto, el sabio que practica la magia negra y hace un pacto con el Diablo. En la España barroca también hay obras de tema fáustico (entre ellas "El mágico prodigioso", de Calderón de la Barca) y en una obra de Tirso de Molina aparece el fantasma del Comendador, que vuelve del Más Allá para vengarse de su asesino, Don Juan Tenorio. Estos dos mitos, el de Fausto y el de Don Juan Tenorio, serán retomados por muchos autores posteriores, aunque con predominio de los elementos filosóficos sobre los puramente macabros.

Ya en el siglo XVIII aparecen las obras fundacionales del género: la novela breve "El castillo de Otranto", obra del político inglés Horace Walpole, y "Lenore", un poema narrativo del alemán Burger. El relato de Walpole, con su castillo embrujado y sus apariciones espectrales, se considera la primera "novela gótica", mientras que en el poema de Burger un fantasma vuelve del Más Allá para raptar a su amada (esta mezcla de elementos eróticos y macabros será muy repetida por los autores románticos). Durante las primeras décadas del siglo XIX la literatura fantástica se desarrolla en Gran Bretaña (con las grandes novelas góticas), en Alemania (con los cuentos de Hoffmann) y también en Francia (con los relatos de Charles Nodier). Pero el gusto por lo macabro no se detiene en esos países y llega también a Rusia (con los primeros cuentos de Nicolai Gogol), a España (con el poema narrativo de Espronceda "El estudiante de Salamanca") y especialmente a América, donde el género encontrará su cumbre con el maestro Edgar Allan Poe. Pero el terror de Poe ya es algo distinto, pues en sus cuentos las patologías mentales predominan sobre los elementos sobrenaturales, que solo aparecen de una forma bastante ambigua. Este nuevo estilo, menos mágico y más realista, no tardará en llegar a Europa, con autores tan importantes como el francés Guy de Maupassant o el genio ruso Fiodor Dostoievsky. Pero el cuento de miedo sobrenatural, lejos de desaparecer, sigue presente en todas las literaturas y, de hecho, es entonces cuando surgen sus grandes mitos: el Frankenstein de Mary Shelley, el Mister Hyde de Stevenson y el Drácula de Bram Stoker, a los que puede sumarse un enigmático personaje real conocido como Jack el Destripador.

Durante el siglo XX lo macabro empieza a mezclarse con la ciencia-ficción, pero no por ello desaparecerán sus temas tradicionales. Y no tardarán en aparecer nuevos maestros, como H. P. Lovecraft, Horacio Quiroga o Edogawa Rampo, que construirán los cimientos del terror moderno, también presente en el cine y el cómic.

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LOS ORÍGENES DE LA NOVELA GÓTICA

 


LOS ORÍGENES DE LA NOVELA GÓTICA 

(texto de Francisco Javier Fontenla, imagen de Pixabay)

La novela gótica es un subgénero narrativo típicamente romántico, pero su huella todavía puede advertirse en muchas obras de la literatura macabra actual, llegando a ser, en cierto modo, la novela de terror arquetípica. Se caracteriza por combinar elementos misteriosos, terroríficos y fantásticos, pero sobre todo por ambientar la historia en un lugar de aspecto lúgubre, como un castillo en ruinas o la oscura cripta de una vieja abadía (el término “novela gótica” se debe, precisamente, a su ambientación en edificios medievales). Este subgénero nació en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, con “El castillo de Otranto”, una novela breve (y no especialmente afortunada) escrita por el político Horace Walpole. Durante las décadas siguientes estas novelas llegaron a tener bastante aceptación entre el público británico, lo cual motivó que Jane Austen las parodiara en una de sus obras (“La abadía de Northanger”), tal como había hecho Cervantes con las novelas de caballeros andantes. La abundante producción de novelas góticas en la Inglaterra romántica dio lugar a muchos títulos de escasa calidad y actualmente olvidados, pero también a varias obras que aún hoy perduran como clásicos de la literatura fantástica. Aunque en menor medida, la novela gótica también fue cultivada en Norteamérica, Alemania, Francia y otros países europeos. Sus temas principales eran los siguientes:

-Los castillos presuntamente embrujados, donde se manifiestan presencias espectrales que acosan al protagonista (mejor dicho, a la protagonista, porque muchas de estas novelas tenían como personaje principal a una hermosa dama en apuros). Esta es la temática común en las novelas de Ann Radcliffe, que mezclaba en sus historias el gusto prerromántico por lo fantástico con el espíritu racionalista del siglo XVIII. Después de turbar a sus personajes y lectores con fenómenos aparentemente sobrenaturales, en el desenlace de la novela la señora Radcliffe revelaba que, en realidad, todo había sido preparado por el villano de la historia y que no había verdadera magia, sino un hábil ilusionismo. Este esquema sería repetido posteriormente por muchas novelas de misterio, como “El perro de los Baskerville”, de Arthur Conan Doyle, y por ciertas series de animación, como la popular “Scooby Doo” o la japonesa “Gosick” (cuyo título, por cierto, significa “gótico” en pronunciación japonesa).

-El pacto fáustico con las fuerzas del Infierno es un tema recurrente en la literatura romántica, pues simboliza la tendencia del ser humano a trascender los límites impuestos por su condición mortal, aunque dicha tendencia sea el primer paso hacia su propia autodestrucción. Esa temática está presente en las mejores obras de la novela gótica: “El monje” de M. G. Lewis, “Los elixires del Diablo” de Hoffmann y “Melmoth el vagabundo” de Charles Robert Maturin (esta última novela tendría una continuación escrita por Honoré de Balzac). Fuera de la novela gótica, esta temática también puede encontrarse en varios títulos emblemáticos de la literatura romántica europea, como el “Fausto” de Goethe, el “Manfredo” de Byron o “La piel de zapa” de Balzac.

A mediados del siglo XIX los dos grandes temas de la novela gótica (el castillo misterioso y el lado tenebroso del alma humana) aparecieron juntos en una novela corta, que quizás sea la obra maestra del género: “La caída de la Casa Usher”, relato del gran escritor estadounidense Edgar Allan Poe. Con Poe la literatura gótica alcanza su madurez definitiva, adquiere mayor profundidad psicológica y da lugar al cuento fantástico moderno, sin que por ello desaparezca la novela gótica tradicional.

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VAMPIRISMO SIN FANTASÍA

 

(Texto de Francisco Javier Fontenla, imagen de Pexels)


 
El título de este artículo puede parecer una contradicción, puesto que el vampirismo se considera uno de los temas básicos del género fantástico. De hecho, es habitual que las historias de vampiros, siguiendo el modelo establecido por Polidori en “El vampiro” y seguido por Bram Stoker en “Drácula”, incluyan elementos fantásticos de origen sobrenatural, aunque en algunos casos pueden acercarse a la ciencia-ficción (en “Soy leyenda”, de Richard Matheson, los vampiros no son fantasmas ni muertos vivientes, sino las víctimas de una pandemia apocalíptica). Sin embargo, aquí vamos a presentar algunas historias de vampiros en las cuales no intervienen elementos fantásticos ni de ciencia-ficción (advertimos que en algunos casos resulta inevitable contar sus desenlaces).
En “Vampirismus”, de E. T. A. Hoffmann, aparece una mujer vampiro que, en vez de chupar la sangre de los vivos, va por las noches al cementerio, donde profana las tumbas para devorar la carne de los muertos (más que un vampiro propiamente dicho, parece un “gul” o demonio necrófago de las leyendas árabes). Pero, dejando aparte sus hábitos alimenticios y su vida nocturna, no parece tener ninguno de los poderes sobrenaturales normalmente atribuidos a los vampiros, además de que es una mujer viva y no una muerta viviente.
“Berenice”, de Edgar Allan Poe, incluye algunos elementos típicos de la literatura vampírica (la persona aparentemente muerta que revive en la tumba, la necrofilia…), pero en este relato no sucede nada sobrenatural, siendo el terror de carácter puramente psicológico. La “resurrección” de Berenice en su tumba se explica porque, en realidad, ella nunca había estado muerta, simplemente había sufrido un ataque de catalepsia.
El relato “Olalla”, de Robert Louis Stevenson, está ambientado en la España rural durante la época de las guerras napoleónicas. El protagonista-narrador es un oficial británico que se hospeda en la casa de unos hidalgos empobrecidos. Allí se enamora de la hermosa Olalla, pero luego descubre que todos los miembros de su familia están, en mayor o menor medida, sometidos a una extraña enfermedad genética, provocada por largos siglos de aislamiento y endogamia. A causa de esta dolencia, la madre de Olalla pierde la razón cuando ve sangre y se convierte en una especie de vampiro, llegando a atacar al oficial cuando este se hace una pequeña herida en el brazo. Los campesinos supersticiosos consideran que la familia está maldita, pero el relato sugiere que, en realidad, la “maldición” tiene unas causas puramente biológicas, sin ninguna relación con lo sobrenatural.
“El Horla”, de Guy de Maupassant, parece un típico relato de terror fantástico y ciencia-ficción, con un ser invisible, quizás procedente del espacio exterior, que absorbe la energía física y mental de sus víctimas. Pero en el relato existe cierta ambigüedad, que nos permite interpretarlo en un sentido realista: quizás el Horla no es más que una alucinación provocada por la enfermedad mental que sufre el narrador de la historia (curiosamente, parece ser que el propio Maupassant sufrió un trastorno semejante durante sus últimos años de vida).
“El almohadón de pluma”, del uruguayo Horacio Quiroga, se aleja de la típica literatura vampírica, pues el monstruo que absorbe la sangre de su víctima hasta matarla no es ningún fantasma, sino un parásito que se oculta en su cama: sin duda, es algo difícil de creer, pero no sobrenatural. Y tampoco podemos decir que el cuento de Quiroga se aleje mucho de la realidad: en aquellos tiempos era frecuente que las personas enfermaran y murieran por culpa de los ácaros que vivían en sus lechos.
Finalmente, el manga y anime “Hitsuji no Uta”, de Kei Toume, presenta una historia semejante a la de “Olalla”, pero ambientada en el Japón actual y con preponderancia de lo dramático sobre lo terrorífico. Los protagonistas son dos hermanos sometidos a una extraña enfermedad genética, que les provoca una irresistible sed de sangre.

LA LITERATURA FANTÁSTICA

 




En principio, podemos incluir dentro del género fantástico todas aquellas historias donde sucede algo que nos parece incompatible con el mundo real, tal como lo conocemos actualmente. Dicho de otro modo, serían fantásticas las historias en las cuales tiene lugar algún acontecimiento que, teóricamente, no podría suceder en el mundo donde vivimos. Por otra parte, esa afirmación debe ser matizada. Todos conocemos las novelas de Julio Verne, consideradas fantásticas hasta que un buen día sus profecías tecnológicas empezaron a hacerse realidad. Alguien podría decir: “pero es que las novelas de Verne no pertenecen a la fantasía, sino a la ciencia-ficción”. Sin embargo, “ciencia-ficción” es un término relativamente moderno, introducido por el escritor y editor luxemburgués Hugo Gernsback a principios del siglo XX, cuando Verne y otros autores, como Poe y Wells, ya llevaban bastante tiempo escribiendo novelas “fantásticas” por el estilo. ¿Y dónde situamos esas historias ambiguas, en las cuales no nos queda claro si sucede algo imposible? Dentro de la literatura del siglo XIX abundan los relatos donde la presencia de lo sobrenatural queda sometida al criterio del lector. ¿Quién era realmente el siniestro Coppelius de Hoffmann, Satanás en persona o un simple científico malvado? ¿Qué llevó al gato negro de Poe a denunciar el crimen del protagonista? ¿Fue una premeditada venganza de ultratumba o el simple maullido de un animalito atrapado? ¿Qué era el Horla de Maupassant, el primer invasor extraterrestre de la literatura o la creación de una mente enferma? ¿La institutriz de “La vuelta del tornillo” (traducción literal del título de esa novela de Henry James que en español suele publicarse como “Otra vuelta de tuerca”) realmente veía fantasmas o no era más que una pobre loca, a la cual le faltaba precisamente un tornillo en la cabeza? Todorov decía que era precisamente esa vacilación entre lo natural y lo sobrenatural la esencia más característica de la literatura fantástica. Pero, si aplicamos estrictamente ese criterio, la mayoría de los clásicos que solemos situar dentro del género fantástico quedarían fuera del mismo. Por tanto, quizás sería más adecuado considerar “fantástica” cualquier historia donde aparezca lo sobrenatural, aunque solo sea como posibilidad, siempre y cuando el hipotético elemento espectral se mantenga hasta el desenlace. Así pues, solo quedarían fuera del género aquellas historias donde el elemento fantasmagórico recibe finalmente una explicación “natural” o “racional” (como sucede, por ejemplo, en ciertos relatos de Sherlock Holmes).

Texto de Javier Fontenla. Ilustración de Aubrey Bearsley para el cuento de Poe "The black cat".

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