Texto: Francisco Javier Fontenla García. Imagen:
Pexels.
Esto sucedió en una época olvidada de la Antigüedad. Entonces vivía en Asia
Menor un poderoso guerrero llamado Hecateo, cuya esposa Casandra había muerto a
causa de una misteriosa enfermedad. Poco después, Eos, la única hija del
matrimonio, empezó a mostrar síntomas de la misma dolencia que había matado a
su madre. Un día Hecateo, desesperado, abandonó la ciudad para ir en
peregrinaje al templo de Apolo, donde rezaría por la curación de su amada hija.
Lagina, una hechicera que odiaba desde hacía muchos años a Hecateo y a toda su
familia, aprovechó la ocasión para vengarse. Se puso en contacto con unos
rufianes y les dijo:
—Raptad a la niña mientras su padre está fuera y llevadla a la isla de Creta.
Al rey de los cretenses le encantará tener como esclava a la hija del general
que lo ha derrotado tantas veces.
—Sí, pero cuando su padre se entere irá a buscarla.
—No podrá, porque le he tendido una trampa mortal. Pero antes de acabar con él
le haré creer que su hija está muerta, para que la desesperación anule sus
facultades.
Lagina robó el cadáver de una niña fallecida pocos días antes y usó la magia
para alterar sus rasgos, haciéndolos idénticos a los de Eos. A la noche
siguiente le mostró el cadáver a Hecateo y le aseguró que ella misma había
asesinado a su hija, hundiéndolo en la desesperación. Luego lo encerró en un
templo embrujado del desierto, donde desapareció para siempre.
Mientras tanto, los secuestradores habían encerrado a Eos en la bodega de un
barco, que no tardó en partir rumbo a la isla de Creta. Pero durante el
trayecto la nave fue atacada por los secuaces de Walerya, la reina de los cimerios.
Cuando esta encontró a Eos, le preguntó:
¿Qué hace una chiquilla como tú en un barco como este? ¿Eres una esclava?
Aunque débil y asustada, Eos no había perdido su orgullo y respondió:
—¡Yo no soy ninguna esclava! Estoy aquí porque esos hombres me secuestraron,
pero no se hubieran atrevido a hacerlo si mi padre hubiera estado conmigo. Me
llamo Eos y soy la hija del general Hecateo.
Muchos años antes Hecateo le había salvado la vida a Walerya, quien podía ser
despiadada, pero no desagradecida. Le dedicó a Eos una sonrisa y le dijo:
—En ese caso, te devolveré a tu hogar lo antes posible. Y además lo haré
gratis.
Ignorando las protestas de sus subordinados, que sin duda hubieran preferido
usar a Eos como mercancía, Walerya ordenó poner rumbo a la ciudad donde vivía
Hecateo, una vez que los vientos fueron favorables. Pero al llegar allí supo
que el general había desaparecido misteriosamente durante su viaje de
peregrinación. En la ciudad se daba por hecho que había muerto y el nuevo
caudillo del ejército era uno de sus rivales más enconados. Walerya se dijo:
«No le haría ningún favor a Eos devolviéndola a esta ciudad, donde ya no tiene
ningún pariente vivo. Además, el nuevo general del ejército sería capaz de
matarla solo porque lleva la sangre de su viejo enemigo. Será mejor que me la
lleve conmigo».
Eos lloró durante días al saber que había perdido a su padre, pero Walerya,
generalmente poco maternal, la trató con mucho cariño y finalmente consiguió
que la aceptara como amiga. Aunque el paso del tiempo consiguió aliviar en
parte la tristeza de Eos, no sucedió lo mismo con el mal que la aquejaba, pues
este era cada vez más fuerte y todo parecía indicar que la niña no viviría
mucho tiempo.
Mientras tanto, uno de los piratas decidió robar un precioso colgante que Eos
siempre llevaba consigo, incluso cuando dormía. La niña lo había heredado de su
madre, a quien se lo había regalado su “querida amiga” Lagina con ocasión de su
matrimonio. Aquella joya tenía como adorno una extraña piedra preciosa,
distinta de todas las gemas conocidas y que sin duda alcanzaría un buen precio
en los mercados de Asia. Mientras Walerya y sus compañeros dormían tras una
noche de borrachera, el pirata entró furtivamente en el camarote de Eos. Su
idea era amordazar a la niña, arrancarle el colgante del cuello y huir del
barco en un bote antes de que los demás se despertaran. Tal como había
planeado, le tapó la boca a Eos para ahogar sus gritos y le palpó la ropa en
busca del colgante. Pero entonces fue él quien emitió un sonoro grito, que
despertó a toda la tripulación del barco. El pirata, viéndose acorralado,
intentó huir llevándose a Eos como rehén, pero le fallaron las fuerzas y se
desplomó lívido como un muerto. Cuando Walerya se acercó para rematarlo, vio una
enorme araña adherida a su brazo derecho. Tras aplastarla y poner fin a la
agonía del traidor, Walerya abrazó a la asustada Eos para tranquilizarla. Y
entonces comprendió que la niña nunca había estado enferma: aquella araña, que
de día parecía una piedra preciosa, se despertaba por las noches para chuparle
la sangre mientras dormía, tal como había hecho antes con su madre.
Al día siguiente Walerya y Eos, ya recuperada del susto, emprendieron un largo
viaje hacia la costa cimeria, donde algunos años después la muchacha se casó
con el hijo de su protectora, dando inicio a una larga estirpe de grandes
héroes.
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