Texto de Francisco JavierFontenla, imagen de Pixabay.
Antes de nada, un pequeño
apunte lingüístico. Cuando yo estaba en la escuela (allá por la Prehistoria),
se consideraba que el femenino oficial de “vampiro” era “vampiresa”, pero
actualmente la RAE acepta y recomienda el uso de “vampira”,
quedando el término “vampiresa” para referirse a las típicas y tópicas mujeres fatales del cine.
Seguramente la historia del
vampirismo comienza con la leyenda de Lilith, la primera mujer de Adán según
ciertas tradiciones hebreas (su nombre también es mencionado en el Libro de
Isaías). Por lo visto, Lilith salió algo rebelde y se unió a los demonios (tras su "divorcio" Dios tuvo que crear a Eva, para que Adán no se quedara soltero). Lilith
chupaba la sangre de los niños y también la de los hombres que conseguía seducir
con su eterna belleza. En ocasiones entraba en los dormitorios de las parejas
que hacían el amor durante la noche, para robar el esperma que quedaba entre las
ropas de la cama y hacer con él espíritus impuros, semejantes a los íncubos y
súcubos de la Europa medieval. Lilith reaparece en varias obras literarias, entre
ellas el Fausto de Goethe.
Los antiguos griegos creían en
las empusas, monstruos femeninos que adoptaban la apariencia de mujeres
hermosas para seducir a los incautos, con el propósito de chuparles la sangre
mientras dormían. Era posible reconocer a una empusa porque tenía pies de
cabra, pero sus amantes solían fijarse en otras partes de su anatomía, de modo
que no descubrían el engaño hasta que era demasiado tarde.
Lamia fue convertida en
serpiente por la maldición de Hera, después de haber mantenido relaciones
amorosas con Zeus. Pero podía adoptar una apariencia agradable, que aprovechaba
para seducir a los hombres y matarlos, igual que hacían las empusas. En cierta
ocasión conoció a un filósofo griego llamado Menipo, que se enamoró de ella. Pero
Apolonio de Tiana, maestro y amigo de Menipo, desconfiaba de aquella misteriosa
mujer. Cuando se celebró el banquete nupcial, Apolonio acudió como invitado y reveló la naturaleza demoníaca de Lamia. Según una tradición
recogida por el escritor Filóstrato, le dijo a Menipo las siguientes palabras:
“estás abrazando a una serpiente”. Entonces Lamia, sabiendo que no podía
engañar a un hombre tan sabio como Apolonio, desapareció para siempre. Su
leyenda inspiró a grandes poetas, como Goethe y John Keats.
Los romanos creían que ciertas
brujas (las “striges”) podían adoptar la forma de lechuzas o comadrejas para
entrar en las casas y chuparles la sangre a los niños. Esa leyenda pervivió
hasta tiempos relativamente recientes en las “meigas chuchonas” gallegas y en
las guaxas o guajonas del norte de España.
Estas viejas leyendas, unidas
a la figura real de la asesina húngara Elizabeth Báthory, dieron lugar a buena
parte da literatura vampírica que floreció en Europa durante el siglo XIX,
coincidiendo con el movimiento romántico y con el decadentismo. Este subgénero
nace con dos obras de poesía narrativa donde aparecen vampiras: La novia de Corinto de Goethe y Christabel de Samuel Taylor Coleridge.
Luego vinieron Lamia de Keats, Vampirismus de Hoffmann, La muerta enamorada de Gautier, Carmilla de Le Fanu, Las flores del mal de Baudelaire, Thanatopía de Rubén Darío y Drácula, la célebre novela de Bram
Stoker, donde Jonathan Harker se encuentra con tres sensuales
vampiras. Todas estas hijas de la noche son hermosas y saben seducir a los
hombres antes de dejarlos sin sangre, igual que hacían las lamias y empusas de
la mitología clásica. Un caso particular es el de Carmilla, que muestra claras
tendencias lésbicas, motivo por el cual ciertas adaptaciones de la novela no
pudieron estrenarse en España, tras haber sido vetadas por la censura
franquista. Carmilla reaparece en obras de ficción modernas, como Vampire Hunter D: Bloodlust o Castlevania.
Para terminar este artículo,
no podemos olvidar El legado, la gran
novela de Sara Lena Jiménez Tenorio, que nos cuenta, entre otras muchas cosas,
la historia de Elizabeth Báthory, quien quizás todavía nos acecha desde las sombras.
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