Cuento de Edgar Allan Poe traducido por Carlos Olivera (fuente: Wikisource, traducción en dominio público). Fuente de imagen: Pexels. Incluso una celebración tan alegre como el Carnaval puede teñirse de sangre si detrás está el genio macabro de Poe. El Amontillado es el nombre de un vino producido en la localidad andaluza de Montilla.
Yo había soportado lo mejor que había podido las mil
injusticias de Fortunato; pero cuando llegó al terreno del insulto, juré
vengarme. Ustedes, sin embargo, que conocen la naturaleza de mi alma a fondo,
supondrán desde luego que no formulé ninguna amenaza. A la larga yo debía
vengarme; era asunto definitivamente resuelto; pero la misma perfección de la
resolución excluía el peligro. Yo debía no sólo castigar, sino castigar
impunemente. Una injuria no queda lavada, cuando el castigo alcanza al que
intenta lavarla; ni tampoco cuando este último no tiene cuidado de darse a conocer al que la cometió.
Hay que tener en cuenta que yo no había dado a
Fortunato ningún motivo para dudar de mi benevolencia, ni con mis palabras, ni
con mis acciones. Según mi costumbre, seguía sonriéndole siempre, y él no
adivinaba que mi sonrisa no traducía sino el pensamiento de su inmolación.
Este Fortunato tenía un punto flaco, por más que bajo
los demás conceptos fuese un hombre respetable y hasta temible. Gloriábase
de ser inteligente en vinos. Pocos italianos lo son en verdad; su entusiasmo
es generalmente prestado y acomodaticio según las ocasiones; es un
charlatanismo á propósito para impresionar á los ingleses y austriacos ricos.
En materia de pinturas y piedras preciosas Fortunato
era tan charlatán como sus compatriotas; pero en materia de vinos añejos era
sincero. Bajo este punto de vista yo no me diferenciaba mucho de él; hasta me
tenía por gran conocedor de las bodegas italianas, y compraba cuando podía
grandes cantidades de sus vinos.
Una noche, al oscurecer, en medio de la locura del
carnaval, encontré a mi amigo. Saludóme con mucha cordialidad, porque habia
bebido mucho.
Mi hombre estaba disfrazado. Llevaba un traje ceñido,
y su cabeza estaba adornada con un sombrero cónico con cascabeles. Me alegré
tanto de encontrarle que creí que no acabaría nunca de estrecharle la mano.
Díjele: Mi querido Fortunato, ¡le encuentro a Vd. en
la mejor ocasión! ¡Qué excelente humor tiene Vd. hoy! — Pero he recibido una
pipa de amontillado, ó por lo menos de un vino que me dan por tal, y tengo mis
dudas.
— ¿Cómo? — dijo — ¿amontillado? ¿Una pipa, y en medio
del carnaval? ¡Imposible!
— Tengo mis dudas — repliqué — y he sido bastante
torpe para pagar el importe total del amontillado sin consultarle. No me fué
posible encontrarle, y temí perder la ocasión.
— ¡Amontillado!
— Tengo mis dudas.
— ¡Amontillado!
— Y quiero salir de ellas.
— ¡Amontillado!
— Puesto que Vd. parece que está invitado en alguna
parte, voy á buscar á Lucchesi. Si alguien tiene sentido crítico, es él, y me
dirá...
— Lucchesi es incapaz de distinguir el amontillado del
jerez.
— Y sin embargo hay imbéciles que sostienen que tiene
tanto gusto como Vd.
— ¡Ea, vamos!
— ¿Adónde?
— A su bodega de Vd.
— Amigo mío, no; no quiero abusar de su amabilidad.
Veo que está Vd. invitado. Lucchesi....
— No estoy invitado en ninguna parte; — ¡vamos
andando!
— Amigo mío, no; no es cuestión ya de la invitación,
sino del frío cruel que veo siente Vd. Las bodegas están insoportablemente
húmedas, como que están cubiertas de nitro.
— ¡No importa, vamos! El frío no me hace nada. ¡Amontillado!
Le han engañado a Vd. — Y en cuanto a Lucchesi es incapaz de distinguir el
jerez del amontillado.
Así hablando, Fortunato se apoderó de mi brazo. Yo me
puse un antifaz de seda negro y envolviéndome cuidadosamente en mi capa, me
dejé llevar hasta mi palacio.
No había criados en la casa; se habían escondido para
banquetear en honor de la fiesta. Yo les había dicho que no volvería hasta por
la mañana y les había dado la orden formal de no moverse de casa. Bastaba
esta orden para que todos desde el primero hasta el último se marchasen, tan
pronto como yo hubiese vuelto la cabeza.
Tomé dos candeleros en el espejo, dí uno á Fortunato
y le guié con la mayor complacencia á través de una fila de habitaciones, hasta
el vestíbulo que conducía á las cuevas. Bajé delante de él una grande y tortuosa
escalera, volviéndome y recomendándole que tuviese mucho cuidado. Llegamos, al
fin, á los últimos peldaños, y nos hallamos juntos sobre el húmedo pavimento
de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles
de su sombrero saneaban á cada paso.
— ¿Dónde está la pipa de amontillado, dijo?
— Está más lejos, — contesté; — pero observe Vd. este
blanco encaje que brilla en las paredes de la cueva.
Volvióse, hacia mí y me miró con dos globos vidriosos
que destilaban las lágrimas de la borrachera.
—¿El nitro? preguntó al fin.
— El nitro, — repliqué. — ¿Cuánto tiempo hace que
cogió Vd. esa tos?
En esto empezó á toser mi pobre amigo y le fue imposible
responderme hasta pasados algunos minutos.
— ¡No es nada! dijo al fin.
— Venga Vd. — elije con firmeza, vámonos de aquí; su
salud de Vd. es preciosa para mí. Vd. es rico, respetado, admirado y amado;
Vd. es feliz como yo lo fui en otro tiempo; Vd. es hombre que dejaría un vacío.
En cuanto a mí no es lo mismo. Vámonos; va Vd. á ponerse enfermo. Por otra
parte ahí está Lucchesi... — ¡Basta! — dijo — la tos no es nada. Esto no
me matará. No me moriré por un constipado.
— Es verdad, es verdad — repliqué — y á la verdad no
tenía la intención de alarmar á Vd. inútilmente; pero debe Vd. tomar sus precauciones.
Un trago de este Medoc defenderá á Vd. de la humedad.
— Al decir esto cogí una botella de una larga fila
colocada en el suelo y hice saltar el tapón.
— ¡Beba Vd.! — dije presentándole el vino.
Llevó á sus labios la botella mirándome con el rabo
del ojo. Hizo una pausa, me saludó familiarmente (sonaron los cascabeles) y
dijo:
— ¡Á la salud de los difuntos que descansan en derredor
nuestro!
— ¡Y yo brindo porque tenga Vd. larga vida!
Volvió á coger mi brazo y nos pusimos de nuevo en
marcha.
— Estas bodegas, — dijo — son muy vastas.
— Los Montresors — repliqué — eran una grande y
numerosa familia.
— He olvidado las armas de vuestra casa.
— Un gran pie de oro en campo de gules; el pie aplasta
una serpiente, cuyos dientes se hunden en el talón.
— ¿Y la divisa?
— Nemo impune me lacessit (nadie me ofende impunemente).
— ¡Magnífico! — dijo.
El vino centelleaba en sus ojos, y los cascabeles se
entrechocaban.
El Medoc me había también excitado un poco. Habíamos
llegado á través de paredes de huesos apilados mezclados con barricas y piezas
de vino, á las últimas profundidades de las catacumbas. Detúveme de nuevo, y
esta vez me tomé la libertad de coger á Fortunato por el brazo, encima del
codo.
— Ved, — le dije, — como aumenta el nitro. Cuelga como
un musgo á lo largo de las paredes. Estamos bajo el lecho del río. Las gotas de
humedad se filtran á través de los huesos. Venga Vd., vámonos antes de que sea
demasiado tarde. Su tos...
— Esto no es nada — dijo — continuemos. Pero antes
venga otro trago de Medoc.
Rompí un frasco de vino de Grave, y se lo alargué.
Vaciólo de un trago.
Sus ojos brillaron con fuego ardiente.
Echóse a reír y lanzó la botella al aire con un gesto
que no pude comprender.
Yo le miré con sorpresa. Él repitió el movimiento, un
movimiento grotesco.
— ¿No comprende Vd.? — dijo.
— No — repliqué.
— Entonces no pertenece Vd. á la logia.
— ¿Cómo?
— No es Vd. masón.
— Sí, sí, — le dije — sí, sí.
— ¿Vd.? ¡Imposible! ¿Vd. masón?
— Sí, masón, — respondí yo.
— ¡Una señal! — dijo.
— Hela aquí, — repliqué, sacando una llana de albañil
de entre los pliegues de mi capa.
— Vd. está de broma, — dijo retrocediendo algunos
pasos.
— Pero vamos al amontillado,
— Sea, dije, volviendo á colocar el instrumento bajo
los pliegues de mi capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse en él con fuerza, y continuamos nuestro camino
en busca del amontillado. Pasamos bajo una fila de arcadas muy bajas, siempre
descendiendo, y después de dar algunos pasos, llegamos á una cripta profunda
donde la impureza del aire enrojecía la luz de nuestras antorchas.
En el fondo de esta cripta se descubría otra menos
espaciosa. Sus muros estaban revestidos de cuerpos humanos, apilados en las
cuevas encima de nosotros, á semejanza de las grandes catacumbas de París. Tres
lados de esta segunda cripta estaban decorados de la misma manera. Del cuarto
lado habían sido arrancados los huesos que yacían confusamente en el suelo
formando un montón de cierta altura. En la pared que había quedado al
descubierto percibíamos aún otro nicho, que tenía cuatro pies de profundidad,
tres de largo y seis ó siete de alto. No parecía haber sido construido para un
uso especial, sino quo formaba simplemente el intervalo entre dos pilares
enormes que sostenían la bóveda de las catacumbas y se apoyaba contra uno de
los muros de granito que servían de límite al conjunto.
Inútilmente intentó Fortunato escudriñar la profundidad
del nicho levantando la antorcha indecisa. La luz debilitada no permitía ver el
fondo.
— ¡Adelante! — dije — ahí está el amontillado. En
cuanto a Lucchesi...
— ¡Es un ignorante! — interrumpió mi amigo tomando la
delantera y marchando tambaleándose, mientras yo seguía sus huellas. En un
momento llegó al fondo del nicho, y hallando su marcha interrumpida por la
roca, quedó estúpidamente asombrado. Un momento después le había yo encadenado
al granito.
En la pared había dos garfios de hierro ó mejor dicho
dos anillos de hierro, á dos pies de distancia, y en sentido horizontal. De uno
colgaba una cadena y en el otro había un candado. Habiendo rodeado su cuerpo
con la cadena, el sujetarle fue cuestión de algunos segundos. Estaba demasiado
asombrado para resistir. Saqué la llave y retrocedí, algunos pasos fuera del
nicho.
— Pase Vd. la mano por encima del muro — dije — no puede
Vd. menos de sentir el nitro. Verdaderamente, está muy húmedo. Permítame Vd.
que le suplique una vez más, que se vaya.
— ¿No?
— Entonces positivamente tengo necesidad de abandonarle.
Pero ante todo prestaré á Vd. todos los pequeños servicios que están en mi
poder.
— ¡El amontillado! — exclamó mi amigo que aun no había
vuelto de su asombro.
— Es verdad contesté — el amontillado.
Mientras pronunciaba estas palabras, ataqué a la pila
de huesos de que ya he hablado. Los eché á un lado y no tardé en descubrir una
gran cantidad de cascote y mortero o mezcla. Con estos materiales y con ayuda
de mi llana empecé activamente á tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera, cuando observé
que la borrachera de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer
indicio que tuve de ello fue un grito sordo, un gemido que salió del fondo del
nicho. ¡No era el grito de un hombre ebrio! Después reinó
un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda hilera, después la tercera y
la cuarta; entonces oí las furiosas vibraciones de la cadena. El ruido duró
algunos minutos, durante los cuales, para recrearme más á mi sabor, interrumpí
mi trabajo y me acurruqué sobre los huesos. Al fin, cuando se apaciguó el
ruido, volví a tomar mi llana, y acabé la quinta, sexta y séptima hileras. El
muro me llegaba ya al pecho.
Hice una nueva pausa y elevando las antorchas por
encima de la albañilería hice caer algunos rayos sobre el personaje encerrado.
Una serie de gritos grandes y agudos brotó de repente
de la garganta del encadenado, y por decirlo así me hizo retroceder. Durante un
momento vacilé y temblé. Saqué mi espada y empecé á dar estocadas á través del
nicho ¡pero un instante de reflexión bastó para tranquilizarme. Coloqué la mano
sobre la albañilería maciza del nicho, y me serené por completo.
Acerquéme al muro y respondí á los aullidos de mi
hombre haciéndoles eco y acompañamiento, y sobrepujándoles en volumen é
intensidad. De esta manera conseguí que quedase tranquilo.
Era entonces media noche, y mi tarea tocaba á su fin.
Ya había complotado mi octava, novena y décima hilera. Había terminado parte de
la décima y última; no me quedaba más que una sola piedra que ajustar y pegar.
Movíla con fuerza y la coloqué casi en la posición deseada. Pero entonces se
escapó del nicho una risa ahogada que hizo erizarse mis cabellos. Á esta risa
sucedió una voz triste que reconocí difícilmente por la del noble Fortunato. La
voz decía:
— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Je! ¡Je! — ¡En verdad que es
una buena broma! ¡Excelente broma! ¡Cómo nos reiremos en palacio de
vuestro buen vino! ¡Je! ¡Je!
— ¡Del amontillado! — dije.
— ¡Je! ¡Je! — sí, del amontillado. ¿Pero no es tarde?
¿No nos aguardarán en palacio la señora Fortunato y los otros? Vámonos.
— Sí, sí, —dije. — Vámonos.
— ¡Por el amor de Dios, Montresors!
— ¡Sí, sí, por el amor de Dios!
Pero estas palabras no tuvieron respuesta; en vano
apliqué el oído. Me impacienté y llamé muy alto:
— ¡Fortunato!
No teniendo respuesta, llamé de nuevo:
— ¡Fortunato!
Nada. Introduje por la abertura que quedaba una
antorcha y la dejé caer dentro. No oí más que un ruido de cascabeles. Se me
oprimió el corazón, sin duda, a consecuencia de la humedad de las catacumbas.
Apresuréme a poner fin á mi tarea. Hice un esfuerzo y ajusté la última piedra
y la cubrí con mezcla. Contra la nueva albañilería restablecí la antigua capa
de huesos. Desde hace medio siglo ningún mortal los ha removido: In
pace réquiescat (descanse en paz).
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