Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pexels.
Cuando tenía catorce años mi padre murió en un
accidente de circulación. Su pérdida me dolió mucho, pues estaba muy unida a
él. Me convertí en una chica triste y solitaria, pero finalmente pude salir
adelante, gracias al amor de mi madre y al apoyo de Eva, mi mejor amiga. Sin
embargo, la tristeza no se había ido por completo. Cuando mi madre, que era
enfermera, tenía guardia en el hospital, yo salía de casa por la noche y me sentaba
en un banco del parque. No hacía otra cosa que contemplar el cielo nocturno,
como si esperase ver a mi padre entre los pálidos haces de luz que se
desprendían de la luna. Una noche de plenilunio me encontré con que mi banco
favorito estaba ocupado. En mi rincón se había sentado una chica de mi edad,
muy linda, que tocaba una flauta de madera. Su música era tan bonita que hasta
las luciérnagas se acercaban a ella para escucharla. Pensé que lo mejor sería
volver a casa, porque la presencia de aquella desconocida era un obstáculo para
mis ansias de soledad. Sin embargo, la melodía que se escapaba de su flauta me
impidió marcharme, como si algún hechizo acechara entre sus notas. Cuando
terminó de tocar, me sonrió y me invitó a sentarme a su lado con un gesto
amistoso. Aunque me sentía algo cortada, acepté su invitación y ella, sin dejar
de sonreír, me preguntó:
-¿Te gusta contemplar la luna? Está preciosa esta
noche.
Era cierto. La primera luna llena de otoño refulgía
en el cielo con la belleza de una piedra preciosa. Así se lo dije a la
desconocida, que suspiró, puso cara seria y me dijo:
-Pero la luna tiene una cara oculta. Eso lo sabían
muy bien los antiguos. Para ellos simbolizaba la fecundidad y la belleza, pero
también era la diosa de la muerte.
-¿De verdad? No lo sabía.
Mi interlocutora recuperó su hermosa sonrisa y me
dijo:
-La diosa de la luna se llamaba Diana, como yo. ¿Y
tú cómo te llamas?
-Yo me llamo Verónica, pero todos me llaman Vero.
-Encantada, Vero. Mira, ¿quieres que te regale este
libro? Te enseñará muchas cosas.
Diana me entregó un libro de bolsillo, que hablaba
de los dioses antiguos y de sus leyendas. A mí me parecía un tema interesante,
pero me daba vergüenza aceptarlo. Diana insistió:
-Por favor, acéptalo. Yo ya me lo sé de memoria.
Finalmente acepté el regalo. No recuerdo bien lo
que sucedió a continuación ni sé cómo me despedí de Diana. Después estaba en mi
cama y, cuando los primeros rayos del sol me despertaron, sentí que mis
recuerdos eran imprecisos, como la sombra de un sueño. Sin embargo, el libro
estaba allí, encima de mi mesilla de noche. Después de arreglarme y tomar el
desayuno, decidí echarle una ojeada, porque aquel día era sábado y no tenía que
ir al instituto. Abrí el libro en una página al azar y me quedé paralizada cuando
leí estas palabras, escritas a mano con una letra idéntica a la de mi padre:
“Vero, soy papá. Te echo mucho de menos y por eso
le he pedido a Diana que te transmita este mensaje. Ojalá pudiera contarte
muchas cosas, pero solo puedo decirte una muy importante. Esta mañana tu amiga
Eva está en peligro.”
Tras leer aquello, me froté los ojos y vi que aquel
mensaje había desaparecido, dejando su sitio a unas líneas impresas que
contaban la historia de Eco y Narciso. Nuevamente pensé que había tenido un
sueño, pero, por si acaso, llamé a Eva para preguntarle si todo iba bien en su
casa. No me contestó, pero eso no significaba nada especial, pues Eva solía levantarse tarde los sábados. Sin embargo, como no estaba tranquila (y
tampoco tenía nada mejor que hacer), decidí acercarme a su casa. Nada más
llegar noté algo extraño: la puerta del jardín estaba abierta, cuando sus
padres eran bastante meticulosos en eso. Entré para echar un vistazo y vi a dos
desconocidos saliendo del garaje. Pasaron cerca de mí, pero no me vieron porque
me escondí detrás de unos arbustos. Esperé a que salieran del jardín y luego
entré en el garaje. Eva y sus padres estaban dentro del coche, los tres atados
y amordazados. El motor del vehículo estaba en marcha y habían cerrado todas
sus ventanas menos una, por la cual habían metido el extremo de una manguera,
cuyo otro extremo se hallaba conectado al tubo de escape. Saqué la manguera de
la ventanilla, metí la mano para abrir la puerta desde dentro y desaté a los
prisioneros lo más deprisa que pude. El padre de Eva me contó que aquellos
individuos querían acabar con ellos, porque, por pura casualidad, los tres
habían sido testigos de un asesinato que implicaba a gente poderosa.
Intentamos huir en el coche, pero los sicarios nos
vieron, sacaron sus pistolas y reventaron las ruedas traseras a balazos. Abandonamos el
vehículo y empezamos a correr hacia una arboleda cercana en busca de refugio,
pero la madre de Eva, que llevaba zapatos de tacón, tropezó y tuvimos que
detenernos para ayudarla a levantarse. Los sicarios aprovecharon la ocasión
para acercarse a nosotros con sus armas en la mano. Pero entonces una furgoneta
hizo una brusca maniobra, en un intento de esquivar el coche que habíamos
abandonado, y atropelló a nuestros perseguidores. Estos murieron en el acto y
entonces apareció Diana, que extrajo de sus cuerpos dos chispas semejantes a
luciérnagas. Yo, que era la única consciente de su aparición, le pregunté:
-Diana, ¿me avisaste por bondad o solo querías
conseguir esas almas?
Como ella no decía nada, añadí:
-De todas formas, muchas gracias por todo.
Diana sonrió y desapareció. Nunca más he vuelto a
verla.
2 comentarios:
Um cuento muy bien escrito, con una redacción estupenda y una lectura amena y entretenida.
Atrapa desde el comienzo.
Hace que sus personajes se fundan con el lector.
Excelente. Felicitaciones. 🤗🤗🤗👏👏👏
Muchas gracias. :)
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