(Cuento escrito por Francisco Javier Fontenla, ilustración de Sophie Anderson).
Durante mucho tiempo la muñequita permaneció sola y
olvidada en un cuarto vacío, hasta que finalmente los dueños de la casa
decidieron deshacerse de ella, pues solo servía para reavivar recuerdos
tristes. Quitaron de su vestido una vieja tarjeta de felicitación, donde aún
podía leerse “para Annie, feliz cumpleaños”, y se la dieron a un vecino que
vendía objetos de segunda mano. Por aquellas fechas un hombre buscaba un regalo
de Navidad para su hija Amanda. Ni él mismo podría explicar por qué eligió
aquella vieja muñeca de segunda mano, en vez de una nueva. Quizás fue porque
aquel día caía una ligera llovizna sobre la ciudad. Las gotas de agua que
resbalaban sobre las pálidas mejillas de la muñeca le hicieron pensar en
lágrimas, como si aquel pobre juguete lamentara su soledad. Fuera como fuera,
Amanda aceptó encantada aquella muñeca, a la cual, con candor infantil, le
adjudicó rápidamente un nombre de persona: Annie. Cuando sus padres le
preguntaron por qué había elegido aquel nombre, Amanda, muy seria, les
respondió que no lo había escogido ella, sino que la misma muñeca se lo había
susurrado. Y añadió que cuando estaban solas “Annie” le contaba cosas de cuando
ella aún no era una muñeca, sino una niña de carne y hueso como la propia
Amanda. Sus padres no se tomaron en serio lo que dijo Amanda, que siempre había
sido una niña muy imaginativa, pero Sarah, su hermana mayor, se burló de ella
por hablar con muñecas, lo cual dio lugar a muchas discusiones entre ambas
niñas. La madre, molesta por aquellas trifulcas, le dijo a su marido que sería
mejor deshacerse de “Annie” para que Amanda dejara de imaginar “cosas raras”,
pero a él le pareció una idea demasiado cruel y se limitó a encogerse de
hombros. Una tarde, cuando Amanda estaba sola en el piso, entró un desconocido
forzando la puerta. El intruso amordazó a la niña e intentó raptarla, pero entonces unos vecinos oyeron un desgarrador llanto infantil
y salieron a ver qué sucedía. De ese modo pudieron rescatar a Amanda y detener
al secuestrador. Este resultó ser un peligroso psicópata, que varios años antes
había asesinado a otra niña de la ciudad, secuestrándola el mismo día de su cumpleaños y luego dejándola morir de hambre en el sótano donde la había encerrado. Amanda dijo que había
sido “Annie” la que había llorado, pero, por supuesto, nadie le hizo caso. Como
aquello ya era demasiado, el padre, muy a su pesar, decidió deshacerse de la
muñeca antes de que su hija acabara totalmente trastornada. Un día, mientras
Amanda estaba en el colegio, se llevó a “Annie” y la tiró en un vertedero
lejano. Aquella noche una lluvia torrencial cayó sobre la ciudad y se formó una
riada, que arrastró a la pobre muñequita hacia el olvido. Antes de que esta
desapareciera para siempre, unas gotas de lluvia, o quizás lágrimas, se
derramaron sobre sus mejillas de trapo. Pero allí no había nadie para verlas.
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