Texto:
Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
Lagina, una de las
hechiceras más perversas del mundo antiguo, nació en el Próximo Oriente hace
unos tres mil años. Siendo hija del diabólico príncipe Ahmed Ibn Lilitu y nieta
de Lilith, la Reina Bruja, heredó tanto la maldad de su padre como la belleza
de su abuela.
Cuando tenía trece
años, Lagina, harta del maltrato al que la sometía su padre, huyó del palacio
real por un pasadizo secreto. Tras un día de caminata llegó a una pequeña aldea,
donde un campesino se apiadó de ella y le permitió pasar la noche en su humilde
hogar. Aquel hombre tenía una hija llamada Sarai, que se parecía mucho a Lagina.
Las dos niñas eran casi idénticas para quien no las conociera bien, salvo por
un pequeño detalle: Sarai tenía los ojos negros, mientras que los de Lagina
eran azules.
Aquella noche llegaron
a la aldea los soldados de Ahmed, que empezaron a registrar las chozas en busca
de la fugitiva. El campesino y su esposa intentaron impedirles la entrada, pero
fueron degollados sin misericordia. Entonces Lagina mató a Sarai con un
cuchillo, se puso las ropas de la pequeña campesina y usó un colirio para
dilatar sus pupilas. Luego salió del cuarto y les dijo a los soldados de su
padre:
-La princesa ya está fuera
de vuestro alcance. Me pidió que la matara, porque prefería la muerte antes que
volver con su padre.
Los soldados pensaron
que la niña muerta era Lagina y estuvieron a punto de matar a su asesina. Pero
entonces uno de ellos dijo:
-Dado que no vamos a
cobrar ninguna recompensa, podríamos ganar algo vendiendo como esclava a la
hija del campesino.
Entonces la verdadera Lagina
fue vendida a una cofradía de sacerdotes, cuyos miembros estudiaban la vieja
magia en un templo del desierto. Dentro del santuario se custodiaban numerosos
grimorios, escritos en lenguas tan antiguas que ni siquiera los sacerdotes
sabían interpretarlos. Pero Lagina sí conocía aquellas lenguas (no en vano era
la nieta de una bruja) y aprovechó sus escasos momentos de ocio para adquirir
nuevos conocimientos. Los sacerdotes no sospecharon nada, pues pensaban que era
una plebeya analfabeta y que solo tomaba los libros para limpiarles el polvo.
Así pues, Lagina tuvo tiempo de aprender muchos secretos, especialmente los
relativos a la composición de venenos. Una noche envenenó a sus amos y huyó del
templo, llevándose consigo muchas riquezas y varios libros de magia. Al día
siguiente llegó a una colonia griega de la costa asiática, donde se convirtió
en sacerdotisa de Hécate, diosa de la magia. Además, aprovechó su astucia y,
sobre todo, su hermoso cuerpo para seducir a hombres y mujeres, obteniendo gran
influencia sobre las familias más poderosas de la ciudad.
Lagina ejerció el sacerdocio
durante varios años, pero por las noches volvía al templo del desierto, donde
les ofrecía su sangre a los demonios de la noche. A cambio de su pleitesía,
aquellos viejos demonios (seguramente vampiros) le revelaron numerosos secretos
que no figuraban en ningún libro.
Pasado algún tiempo,
Lagina fue descubierta y condenada a muerte por brujería, pero consiguió huir
de su calabozo poco antes de que se ejecutara la sentencia. Al parecer, el
general Hecateo la ayudó a huir para que curase la enfermedad de su hija Eos. Pero
Lagina cometió una nueva traición: encerró al general en el templo embrujado e
hizo raptar a Eos, para que fuese vendida como esclava. Luego se marchó a la
lejana Escitia, donde sedujo a las hijas de un príncipe bárbaro, a las que
convirtió en sus discípulas y también en sus amantes. Sin embargo, las
crueldades y orgías de las jóvenes hechiceras escandalizaron a los bárbaros,
que las desterraron sin miramientos. El rastro de Lagina y sus discípulas se
pierde en las soledades del Asia central, donde, según la leyenda, se unieron a
“los demonios del desierto” (posiblemente bandidos) y engendraron a los hunos.
La descendencia de
Lagina incluye personajes tan ilustres como Atila, Vlad el Empalador y la condesa
Elizabeth Báthory.
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