LA HISTORIA DE HECATEO (CUENTO FANTÁSTICO)

A principios de junio del año 1936 Robert E. Howard puso fin a su vida con solo treinta años de edad, no sin antes haber renovado la literatura fantástica con la creación de un nuevo subgénero: la espada y brujería. Este cuento es un modesto eco de su legado. 

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Mi historia comenzó hace miles de años en una olvidada colonia griega de Asia Menor. Fue en aquella vieja ciudad donde yo, Hecateo, alcancé los más elevados honores militares y el amor de la hermosa Casandra. Pero mi amada esposa no tardó en morir a causa de una misteriosa enfermedad, quizás hereditaria, y solo quedó para consolarme mi hija Eos, una niña tan bella y amable como lo había sido su madre. Ni aun entonces terminaron mis cuitas, pues antes de llegar a la pubertad Eos empezó a mostrar los primeros síntomas de la dolencia que se había llevado a su madre. Mi hija era una niña de cuerpo delicado, que no podría resistir mucho tiempo los embates de aquella implacable enfermedad, contra la cual nada podían hacer los remedios de los galenos ni las preces de los sacerdotes. Entonces decidí recurrir a una medida desesperada y una noche, tras decirles a mis criados que iría como peregrino al templo de Apolo, volví a la ciudad disfrazado de mendigo y entré en la cárcel por un pasadizo secreto. Una vez dentro, golpeé al carcelero y abrí la celda donde se hallaba confinada Lagina, una sacerdotisa que había sido condenada a muerte por brujería. Se decía que acudía por las noches a un templo abandonado en medio del desierto, donde los demonios, a cambio de su pleitesía, le habían revelado muchos secretos prohibidos. Cuando entré en el calabozo Lagina me dijo, sin mostrar ningún temor hacia mi espada:

-¿Habéis venido a ejecutarme en persona o acaso debo esperar algún favor de vos, noble Hecateo?

-Eso solo depende de ti, bruja. Sabes que mi hija está enferma. Si me juras que usarás tu magia para curarla, te ayudaré a escapar. Pero si no…

-De acuerdo, general. Os juro por las aguas del Infierno que atenderé a vuestra hija. Pero para curarla necesito reunir ciertos ingredientes, que solo yo conozco. Si me facilitáis la fuga, mañana a esta misma hora os entregaré el remedio en la cripta del templo embrujado.

Yo confié en la palabra de Lagina, pues ni siquiera la peor de las hechiceras sería capaz de traicionar un juramento proferido en nombre del Infierno. La ayudé a huir y pasé el día siguiente orando en un santuario de las montañas, pues había cometido un grave pecado liberando a Lagina y necesitaba el improbable perdón de los dioses. Luego me dirigí al lugar donde ella me había citado. Durante el trayecto me encontré con una manada de lobos hambrientos, que se disputaban rabiosamente un amasijo de carroña. Pero yo iba armado y apenas les presté atención. Una vez en el templo, bajé a la cripta y me encontré con Lagina, quien, fiel a su palabra, me aguardaba allí, hermosa y sonriente. Le pregunté dónde estaba el remedio que me había prometido y ella me señaló un pequeño cofre, instándome a que lo abriera con mis propias manos. Pero cuando lo abrí me quedé helado de horror al ver que dentro se hallaba la cabeza, lívida y ensangrentada, de mi querida hija Eos. Lagina me dijo entre carcajadas:

-Os juré que atendería a vuestra hija y he cumplido mi palabra. Ahí tenéis su cabeza, por el resto de su cuerpo podéis preguntarles a los lobos del desierto. ¡Pero no os daré la oportunidad de hacerlo!

Aprovechando que estaba paralizado por el dolor, Lagina huyó de la cripta, dejándome encerrado antes de que pudiera agarrarla para vengarme.

Durante interminables horas no pude hacer otra cosa que llorar la muerte de Eos, pero finalmente me percaté de una anomalía. Siendo un soldado veterano, conocía bien el proceso de putrefacción y advertí que la cabeza de Eos olía demasiado mal para pertenecer a un cadáver reciente. Un examen detenido de aquel triste despojo me convenció de que Lagina me había engañado doblemente: aquella no era la cabeza de Eos, sino la de otra niña a la cual yo no conocía de nada. Entonces sentí cómo renacía la esperanza en mi interior, junto con la fuerza y el valor que siempre me habían caracterizado.

No ignoraba que las criptas de los templos solían tener pasadizos secretos, que permitían la huida de los sacerdotes en caso de asedio. Tras una larga búsqueda, encontré el acceso a una galería subterránea y caminé durante mucho tiempo por aquel interminable pasadizo, sin más guía que la mortecina luz de mi antorcha. Finalmente llegué a una siniestra cripta funeraria, donde las momias de los antiguos sacerdotes yacían en sendos nichos de piedra. Entonces aquellos cadáveres milenarios se irguieron, animados por algún infernal remedo de la vida humana, y se abalanzaron sobre mí para beber mi sangre. Decapité a uno de ellos con mi espada y entonces su sangre negra roció mi rostro, pero yo estaba demasiado nervioso para prestar atención a ese detalle. Sabiendo que no podría vencer a todos aquellos cadáveres vivientes, escapé del pasadizo y busqué a los lobos que había visto en las cercanías del templo. Para unos lobos hambrientos mis terroríficos perseguidores solo eran amasijos de carne muerta, que fueron rápidamente despedazados. Yo conseguí esquivar la refriega encaramándome sobre una roca, donde me mantuve en reposo hasta el alba. Pero cuando salió el sol sus rayos me cegaron, obligándome a buscar cobijo en una tenebrosa gruta. Entonces comprendí que la sangre del vampiro me había convertido en un nuevo ser de las tinieblas y que mi destino sería deambular entre las tinieblas por toda la eternidad.

2 comentarios:

Oscar Rivera-Kcriss dijo...

Uno más. Muy bien redactado. Una historia escalofriante, me hizo recordar las cruzadas, cuando las brujas eran atadas a troncos de árboles y muchas ramas secas eran puestas en círculo al rededor de sus pies para quemarlas vivas.
Muy bueno. Me cautivó de principio a fin. Felicitaciones.

Javier Fontenla dijo...

Muchas gracias de nuevo. :)

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