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VAMPIRISMO SIN FANTASÍA (ARTÍCULO)

 

El título de este artículo puede parecer una contradicción, puesto que el vampirismo se considera uno de los temas básicos del género fantástico. De hecho, es habitual que las historias de vampiros, siguiendo el modelo establecido por Polidori en “El vampiro” y seguido por Bram Stoker en “Drácula”, incluyan elementos fantásticos de origen sobrenatural, aunque en algunos casos pueden acercarse a la ciencia-ficción (en “Soy leyenda”, de Richard Matheson, los vampiros no son fantasmas ni muertos vivientes, sino las víctimas de una pandemia apocalíptica). Sin embargo, aquí vamos a presentar algunas historias de vampiros en las cuales no intervienen elementos fantásticos ni de ciencia-ficción (advertimos que en algunos casos resulta inevitable contar sus desenlaces).

En “Vampirismus”, de E. T. A. Hoffmann, aparece una mujer vampiro que, en vez de chupar la sangre de los vivos, va por las noches al cementerio, donde profana las tumbas para devorar la carne de los muertos (más que un vampiro propiamente dicho, parece un “gul” o demonio necrófago de las leyendas árabes). Pero, dejando aparte sus hábitos alimenticios y su vida nocturna, no parece tener ninguno de los poderes sobrenaturales normalmente atribuidos a los vampiros, además de que es una mujer viva y no una muerta viviente.
“Berenice”, de Edgar Allan Poe, incluye algunos elementos típicos de la literatura vampírica (la persona aparentemente muerta que revive en la tumba, la necrofilia…), pero en este relato no sucede nada sobrenatural, siendo el terror de carácter puramente psicológico. La “resurrección” de Berenice en su tumba se explica porque, en realidad, ella nunca había estado muerta, simplemente había sufrido un ataque de catalepsia.

El relato “Olalla”, de Robert Louis Stevenson, está ambientado en la España rural durante la época de las guerras napoleónicas. El protagonista-narrador es un oficial británico que se hospeda en la casa de unos hidalgos empobrecidos. Allí se enamora de la hermosa Olalla, pero luego descubre que todos los miembros de su familia están, en mayor o menor medida, sometidos a una extraña enfermedad genética, provocada por largos siglos de aislamiento y endogamia. A causa de esta dolencia, la madre de Olalla pierde la razón cuando ve sangre y se convierte en una especie de vampiro, llegando a atacar al oficial cuando este se hace una pequeña herida en el brazo. Los campesinos supersticiosos consideran que la familia está maldita, pero el relato sugiere que, en realidad, la “maldición” tiene unas causas puramente biológicas, sin ninguna relación con lo sobrenatural.

“El Horla”, de Guy de Maupassant, parece un típico relato de terror fantástico y ciencia-ficción, con un ser invisible, quizás procedente del espacio exterior, que absorbe la energía física y mental de sus víctimas. Pero en el relato existe cierta ambigüedad, que nos permite interpretarlo en un sentido realista: quizás el Horla no es más que una alucinación provocada por la enfermedad mental que sufre el narrador de la historia (curiosamente, parece ser que el propio Maupassant sufrió un trastorno semejante durante sus últimos años de vida).

“El almohadón de pluma”, del uruguayo Horacio Quiroga, se aleja de la típica literatura vampírica, pues el monstruo que absorbe la sangre de su víctima hasta matarla no es ningún fantasma, sino un parásito que se oculta en su cama: sin duda, es algo difícil de creer, pero no sobrenatural. Y tampoco podemos decir que el cuento de Quiroga se aleje mucho de la realidad: en aquellos tiempos era frecuente que las personas enfermaran y murieran por culpa de los ácaros que vivían en sus lechos.

Finalmente, el manga y anime “Hitsuji no Uta”, de Kei Toume, presenta una historia semejante a la de “Olalla”, pero ambientada en el Japón actual y con preponderancia de lo dramático sobre lo terrorífico. Los protagonistas son dos hermanos sometidos a una extraña enfermedad genética, que les provoca una irresistible sed de sangre. La historia no es abiertamente macabra y se centra en lo psicológico, con algunas pinceladas de romanticismo trágico. En todo caso, resulta encomiable que sepa tratar temas escabrosos (como el incesto, el suicidio o los traumas infantiles) sin caer en un "fan-service" de mal gusto, que tanto abunda últimamente en las producciones japonesas.

Texto: Javier Fontenla.  Imagen: Pixabay.

 


UN VAMPIRO ORIENTAL (SABINE BARING-GOULD)

 

Texto: Leyenda oriental recogida por Sabine Baring-Gould. Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

A principios del siglo XV vivía en Bagdad un anciano mercader, cuyos negocios le habían producido una gran fortuna y que tenía un único hijo, al cual amaba tiernamente. Resolvió casar a su vástago con la hija de otro mercader: una muchacha de considerable fortuna, pero carente de todo atractivo personal. Abul-Hassan, el hijo del mercader, vio un retrato de la dama y le pidió a su padre que aplazara la boda, pues necesitaba tiempo para hacerse a la idea. Pero lo que hizo fue enamorarse de otra muchacha, que era hija de un erudito, y no dejó en paz a su padre hasta que este le permitió casarse con su amada. El viejo mercader se resistió todo lo que pudo, pero, viendo que su hijo estaba resuelto a casarse con la hermosa Nadilla y que había rechazado completamente a la fea hija del mercader, hizo lo que suelen hacer los padres en semejantes circunstancias: dio su brazo a torcer.

La boda se celebró con gran esplendor y después vino una feliz luna de miel, que hubiera sido aún más dichosa de no ser por un pequeño detalle, que acabaría teniendo graves consecuencias. Abul-Hassan se percató de que su esposa abandonaba el lecho nupcial cuando pensaba que su esposo estaba dormido y no volvía hasta una hora antes del alba. Impelido por la curiosidad, una noche Hassan se hizo el dormido y vio cómo su esposa se levantaba para salir de la habitación, como hacía habitualmente. La siguió discretamente y vio cómo entraba en un cementerio. La luz lunar le mostró cómo se introducía en un sepulcro y decidió seguirla. Una vez dentro, se encontró con una escena espeluznante. Una horda de vampiros se había reunido con los despojos de las tumbas que habían violado y se estaban dando un festín con la carne de cadáveres largo tiempo enterrados*. Su propia esposa, que nunca cenaba en casa, estaba participando en el horrible banquete. Cuando pudo huir sin llamar la atención, Abul-Hassan volvió a su habitación.

No le dijo nada a su esposa hasta que a la noche siguiente llegó la hora de la cena. Ella se resistió a probarla y entonces él exclamó lleno de ira:

¡Claro, reservas tu apetito para tus banquetes con los vampiros!

Nadilla se quedó callada, palideció y tembló. Luego se dirigió a su alcoba sin pronunciar una sola palabra. A medianoche se levantó para atacar a su esposo con uñas y dientes. Lo hirió en la garganta y, tras abrirle una vena, intentó sorber su sangre, pero Abul-Hassan se levantó de un salto, la derribó y la mató de un golpe. La enterraron al día siguiente, pero tres días después, a medianoche, reapareció y atacó nuevamente a su esposo, en un segundo intento de chuparle la sangre. Él consiguió zafarse de ella y a la mañana siguiente abrió su tumba, quemó su cadáver y arrojó las cenizas al río Tigris**.

*El ghoul o vampiro de las leyendas árabes, además de beber sangre, es aficionado a comer restos de cadáveres humanos.

**Ecos de esta leyenda pueden apreciarse en el cuento "Vampirismus" del célebre autor alemán E. T. A. Hoffmann, quien en su versión elimina o reduce los elementos más fantásticos de la historia.

COMETARIA (EMILIA PARDO BAZÁN)

 

Lo decían los astrónomos desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo…; es decir, nuestro planeta, la Tierra. O, para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza infecunda…

Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?

Mi fantasía se desataba. Se ofrecían a mi vista las espléndidas ciudades, convertidas repentinamente en vastos cementerios. Me paseaba por ellas, y el horror relampagueaba al través de mis vértebras y sacudía mis nervios con estremecimientos sombríos. Porque yo -era lo más espantoso-, yo no había sufrido la suerte común. Ignoro por qué milagro, por qué extraño privilegio, me encontraba vivo… entre la infinita desolación de los cadáveres de la especie. Al alcance de mi mano, como irónica tentación, estaban las riquezas abandonadas, las maravillas de arte que acaso codicié: ningún ojo sino el mío para contemplar los cuadros de Velásquez, las estatuas de Fidias, las cinceladuras de Cellini; y allá en las secretas cajas de los abandonados bancos, ninguna mano sino la mía para hundirse en los montones de billetes y centenes de oro… que ya nada valían, porque nadie me los exigiría a cambio de cosa alguna.

A mi alrededor, la muerte: capas de difuntos, tendidos aquí y allí, en las diversas actitudes de su breve agonía… Ni una voz, ni el eco de un paso. Hablé en alto, por si me respondían; grité: me contestó el eco de mi propio gritar. El sol brillaba sobre los cuerpos sin vida, sobre la urbe trágicamente muda. Y empecé a correr enloquecido, buscando un ser que respondiese a mi llamamiento. Erizado el cabello, tembloroso el tronco, extraviado el mirar, registré calles y plazas, templos y cafés, casas humildes cuya puerta forcé, y palacios cerrados por cuyas ventanas salté furioso. ¡Soledad, silencio!

Y, al acercarse la noche, bajo un cobertizo humilde, en un barrio de miserables, descubrí al fin otro ser salvado de la hecatombe: una mozuela, balbuciente de terror, que casi no podía articular palabra… No la miré, no quise ni saber cómo tenía el rostro. Le eché los brazos al cuello y nos besamos, deshechos en convulsivas lágrimas…

Y al estrecharla así, al comprender que en ella estaban mi porvenir y el porvenir de la Humanidad futura, que éramos la pareja, los únicos supervivientes, el Adán y la Eva, no en el Paraíso, sino en páramo del dolor, no supe bien lo que sentía. Tal vez hubiese valido más que ni la niña hija del populacho, ni yo, el refinado intelectual, nos hubiésemos encontrado para perpetuar el sufrimiento. Tal vez era la fatalidad lo que salvaba nuestras existencias, en la hora espantosa de la asfixia universal… Y, mientras la pobre chiquilla anhelaba, palpitante de miedo y de gozo, entre mis brazos, experimenté impulsos de ahogarla, de suprimir con ella a todos los venideros. La piedad, de pronto, me invadió, y por la piedad fue conservado el pícaro mundo.

TRES MICRORRELATOS OSCUROS


1-Colores:

En el castillo embrujado los colores estaban alterados: los días eran negros y las noches rojas.

2-Avatar:

El vampiro fue destruido, pero su espíritu se reencarnó en su castillo. Desde entonces sus piedras son rojas y sus contornos yermos, pues sus cimientos beben la sangre de la Tierra.

3-La ciudad que duerme: 

Bajo las aguas del mar salvaje y azul, una ciudad olvidada duerme su sueño eterno. Sombras siniestras se deslizan entre sus torres y algo terrible, más viejo que el abismo, acecha a quienes osen perturbar su letargo. Incluso quienes sueñan con ella se despiertan con el alma desgarrada por fauces invisibles.

Textos: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


DIPLOMACIA (LEYENDA JAPONESA)

 

Texto: Leyenda japonesa recogida por Lafcadio Hearn en su obra Kwaidan. Adaptación de Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Se había dispuesto que la ejecución tuviera lugar en el jardín. El reo fue conducido allí y lo pusieron de rodillas frente a una hilera de piedras, como las que suelen verse en los jardines japoneses. El samurái encargado de ejecutar la sentencia acudió a contemplar los preparativos. Entonces el condenado le dijo:

Honorable señor, el delito por el cual voy a morir fue cometido sin malicia. El karma me hizo necio y por eso he cometido tantos errores a lo largo de mi vida. Pero no es justo matar a un hombre solo porque ha sido estúpido. Y las injusticias se pagan. Si usted me mata, mi espíritu volverá del Más Allá para cobrar venganza.

Entonces se creía que, si una persona moría con el corazón lleno de resentimiento, su fantasma podía volver al mundo para atormentar a los responsables de su muerte. El samurái lo sabía, pero replicó con tranquilidad:

Nos asustaremos cuando te veamos volver del Infierno, pero ahora mismo nos resulta difícil creer que puedas cumplir tus amenazas. ¿Tendrías la bondad de mostrarnos cuán grande es tu ira?

¡Por supuesto que sí!

Bien, ahora mismo voy a decapitarte con mi espada. Enfrente de ti hay una piedra. Cuando te haya cortado la cabeza, intenta morderla con toda tu rabia. Si lo consigues, tal vez aprenderemos a temerte.

¡Pues claro que la morderé! ¡La morderé, la mor...!

En ese preciso instante el samurái decapitó al reo con un tajo fulgurante. El hombre se desplomó y, mientras la sangre manaba del cuello cortado, su cabeza rodó sobre la arena, hasta morder la piedra que había señalado el samurái. Luego se quedó inerte.

Nadie se atrevió a decir nada, pero los asistentes miraron al samurái con miedo en los ojos. Sin embargo, el guerrero se mantuvo tranquilo y, tras lavar la hoja de su espada, dio por terminada la ceremonia de ejecución.

Durante varios meses los criados del castillo vivieron aterrorizados ante la posibilidad de que el muerto volviera para atormentarlos. Nadie ponía en duda que este intentaría cumplir su promesa de venganza y, a causa del miedo, todos creían ver y oír cosas que ni siquiera existían. El silbido del viento cuando se deslizaba entre los bambúes y el temblor de las sombras en el jardín eran motivos de constante temor. Finalmente, le rogaron al samurái que realizara una ceremonia de penitencia para apaciguar al espíritu del difunto. Pero el guerrero les dijo:

Eso no será necesario. Puedo entender que temáis la venganza del muerto, pero en este caso ya no hay nada que temer. Solo el último deseo de un hombre puede sobrevivir a su muerte y determinar las acciones de su espíritu. Cuando yo lo desafié a manifestarnos su rabia mordiendo una piedra, hice que olvidara todos sus propósitos anteriores, incluida la venganza. Así pues, cuando murió él ya no pensaba en nosotros, sino únicamente en la piedra. Por eso no debéis tener miedo de él.

Nunca apareció ningún espíritu y el miedo no tardó en ser olvidado.

EL CUADRO (CUENTO FANTÁSTICO)

 

Texto: Fontenla. Imagen: Pixabay.

Tas la misteriosa desaparición del doctor Guy Arlington, sus herederos decidieron vender la vieja casa familiar (que, según sus propias palabras, “les causaba malos sueños”), así como sacar a pública subasta la mayoría de los muebles y objetos de arte legados por el desaparecido. Sin embargo, uno de los cuadros era tan extraño y siniestro que sólo un joven artista llamado Frederick Fenton se atrevió a pujar por él. Se trataba de una pintura al óleo, de colores fríos y tenebrosos, que representaba un islote desnudo, en medio de un mar cuyas aguas tenían un matiz extrañamente verdoso. Sobre aquel islote se veían diez pequeñas figuras humanas, demasiado diminutas para que pudieran distinguirse sus rasgos personales, pero cuyas posturas parecían reflejar un estado de agitación, por no decir de pánico, seguramente provocado por algo grande y terrible que surgía de la niebla para amenazar a los indefensos náufragos del islote. Sin embargo, lo que acechaba tras la niebla no se discernía bien, sino que era algo informe, de aspecto indefinido y, precisamente por ello, mucho más inquietante que cualquier monstruo de facciones nítidas. Por lo demás, aquel cuadro parecía obra de un artista de mucho talento, aunque carecía de firma y ni los responsables de la subasta ni los herederos de Arlington pudieron satisfacer la curiosidad de Fenton respecto a la identidad del autor. Si su autoría era un misterio, lo mismo podía decirse de su título y de su origen, pues Arlington nunca había dado explicaciones al respecto.

Una vez en su humilde apartamento de Chelsea, Fenton colgó el cuadro en su dormitorio, sobre la cabecera de su cama, y, como ya era de noche, no tardó en acostarse, pues al día siguiente debía madrugar para asistir a una exposición de sus propias obras. El joven Fenton siempre había sido propenso a las ensoñaciones extrañas, pero aquella noche sus pesadillas fueron realmente atroces y varias veces hubo de despertarse, con la frente bañada en sudor y el corazón palpitante, sin poder conciliar un sueño tranquilo hasta bien entrada la madrugada. Durante las noches siguientes se repitieron aquellas pesadillas intolerables, cuya fuente primordial parecía ser la turbadora imagen del cuadro, aunque los recuerdos de Fenton al respecto eran bastante vagos y no tardaban en desvanecerse. Preocupado por su estabilidad psíquica, Fenton llegó a plantearse si no sería mejor deshacerse del cuadro causante de sus pesadillas, pero finalmente rechazó esa opción, en parte por parecerle sumamente cobarde y, sobre todo, porque de poco le serviría vender el cuadro si el recuerdo del mismo permanecía grabado en su memoria. Y es que Fenton tenía una de esas mentes complicadas e hipersensibles que se aferran obsesivamente a aquellas imágenes o sensaciones que más les gustaría olvidar. Pero, como las secuelas de tantas noches en vela estaban empezando a tener efectos desastrosos sobre la ya de por sí delicada situación personal del artista, finalmente tomó la determinación de consumir calmantes antes de dormir. Las primeras dosis que tomó fueron bastante moderadas y no le sirvieron de nada. Luego decidió aumentar las dosis, llegando a rozar extremos que cualquier médico consideraría peligrosos, pero tampoco obtuvo los resultados que esperaba. Muy al contrario, fue peor el remedio que la enfermedad, pues ahora ya no se despertaba en plena noche, pero eso solo servía para que sus pesadillas fueran más largas y tuvieran unos efectos psíquicos más demoledores. Finalmente, el ya desesperado Fenton decidió arriesgarse y sustituyó los calmantes por verdaderos narcóticos, que podía conseguir de forma clandestina a través de un círculo de artistas bohemios, con los que estaba ligeramente relacionado (curiosamente, el desaparecido doctor Arlington también había formado parte de dicho círculo, pero Fenton ignoraba esta coincidencia). Aquella noche tomó, mezclada con el agua que siempre bebía antes de acostarse, una fuerte dosis de una droga casi desconocida y no tardó en conciliar el sueño. Pero las pesadillas volvieron de nuevo y esta vez fueron peores que nunca. Ahora Fenton ya no podía despertarse gritando de terror, pues la droga se lo impedía, y no solo debía enfrentarse una vez más a la pesadilla, sino que esta vez tendría que sufrirla hasta el final. Y no todas las pesadillas tienen un final. Varios días después, unos amigos de Fenton, extrañados porque este había dejado de asistir a sus reuniones y no contestaba a sus mensajes, le preguntaron por él a su casero. Este, que también llevaba varios días sin saber del artista, no pudo decirles nada, pero los llevó a la puerta de su apartamento. Como nadie respondió a sus llamadas, el casero abrió la puerta con su propia llave y entraron, pero no hallaron a Fenton. Todas sus cosas estaban allí, todas salvo él mismo. Nunca más se volvió a saber de Fenton, cuya desaparición sigue siendo un misterio aparentemente irresoluble. El casero decidió alquilar el apartamento a otra persona y las escasas posesiones personales del artista desaparecido fueron enviadas a la casa de sus padres. Hoy, en el desván de la casa familiar de los Fenton, permanece olvidado un mudo testigo de hechos asombrosos: un cuadro sumamente extraño, donde algo siniestro surge de la bruma para amenazar a once pequeñas figuras humanas atrapadas en un islote.


HIDDEN (ESCONDIDO)

Texto: Javier Fontenla, basado libremente en obras de Poe y Stevenson. Imagen: Pixabay.

Esto sucedió en un pequeño pueblo de la costa escocesa durante el invierno del año 1945.

Aquella noche el anciano doctor Malcolm, que llevaba medio siglo enclaustrado en la localidad, oyó que alguien llamaba a su puerta. Fue a mirar quién era y se encontró con una hermosa niña de tez pálida, a la que no recordaba haber visto anteriormente. Aquella misteriosa muchacha llevaba en sus manos un gato negro al que le habían arrancado un ojo. Malcolm le dijo a la niña:

Creo que te has confundido, cariño. Yo soy médico, no veterinario.

Ya lo sé, pero es que no sabía dónde acudir. Por favor, doctor Malcolm, cure a mi gatito. Le pagaré lo que me pida.

Malcolm sonrió y dijo:

Tranquila, guapa, no te cobraré nada por esto.

Malcolm desinfectó y vendó la herida del gato, que se mantuvo tranquilo en todo momento, sin que hiciera falta anestesiarlo. Una vez efectuada la cura, el doctor le dijo a la niña:

Tienes un gato muy educado. ¿Puedo saber qué le pasó?

Un borracho le arrancó el ojo con un cortaplumas.

Pues deberías denunciarlo.

Ya no vale la pena. Por cierto, doctor Malcolm, aún no me he presentado. Me llamo Diana.

Muy bien. Pero no deberías andar sola a estas horas de la noche. Hay borrachos que no se conforman con maltratar animales. Si me dices dónde vives, te acompañaré a tu casa.

Yo ya no vivo en ninguna parte.

Antes de que Malcolm pudiera preguntarle a Diana qué había querido decir, dos forasteros entraron en la casa forzando la puerta. Aquellos individuos golpearon al doctor hasta dejarlo inconsciente, pero no vieron a Diana ni a su gato. Y estaban demasiado centrados en su misión para reparar en algo extraño: que en una casa sin niños hubiera una muñeca y un gato de peluche.

Los intrusos salieron poco después, llevándose el cuaderno de notas del doctor Malcolm, que contenía información muy valiosa para los servicios secretos alemanes. Al contrario que los vecinos del pueblo, los nazis sabían quién era realmente Malcolm y necesitaban sus conocimientos científicos para torcer el curso de la guerra.

El doctor Malcolm habría muerto asfixiado por el humo de su chimenea, si Diana no lo hubiera despertado a tiempo. Cuando el médico se despertó, pudo ver cómo la niña acariciaba a su gato y le decía:

Ya puedes cambiar de forma, Plutón.

Entonces el felino se convirtió en una luciérnaga luminosa, salió por una ventana y desapareció en la oscuridad. Aunque no era un novato en el mundo de lo extraño, Malcolm se quedó sin palabras al presenciar aquella incomprensible metamorfosis. Diana sonrió y le dijo:

Plutón murió colgado de una rama en el año 1843. Ahora solo es un emisario del Infierno, al igual que yo, doctor Malcolm… ¿O prefiere que lo llame por su verdadero nombre, doctor Henry Jekyll?

Pero…

No lo niegue, doctor. Su abogado lo ayudó a fingir su propia muerte y le encontró un refugio en este lugar tan apartado. Pero esta noche usted va a morir de verdad. Lo lamento, pero no puedo evitarlo. Yo solo soy una mensajera de la Muerte. Esta noche debo llevarme su alma al Infierno.

¿Y me has salvado de morir asfixiado solo para decirme eso?

También quería entregarle (o, mejor dicho, devolverle) este objeto, por si desea hacerle un último favor a su patria antes de morir. Siento no habérselo dado antes, pero temía que los alemanes se lo arrebataran.

Malcolm (seguiremos llamándolo así) gritó sorprendido cuando vio el pequeño frasco que Diana se había sacado del bolsillo.

¿De dónde has sacado ese mejunje? Hace décadas que lo destruí.

Le recuerdo que vengo del Infierno. Allí hay muchas cosas que en este mundo ya no existen… como yo misma.

El doctor asintió resignado y bebió el contenido del frasco. Poco después tuvo lugar una segunda metamorfosis dentro de aquella casa. El apacible y bondadoso doctor se transformó en un monstruo deforme. Se trataba de la misma criatura que había aterrorizado Londres bajo el falso nombre de Míster Hyde, pero tras largos años de ausencia se había vuelto mucho más fuerte e implacable.

Los nazis se hallaban en el puerto, intentando robar un bote pesquero. Si conseguían llegar a mar abierto, serían recogidos por un submarino, que los llevaría a Alemania con su valioso botín. Pero entonces apareció Míster Hyde, que se arrojó sobre ellos, armado con un garrote y bramando como un toro enfurecido. Los nazis sacaron sus pistolas automáticas y dispararon sobre él, pero el monstruo estaba demasiado furioso para sentir el dolor y siguió adelante.

Cuando Diana llegó allí, Hyde agonizaba sobre un charco de sangre. A su lado yacían los cadáveres destrozados de los nazis y el libro de notas había caído al mar, perdiéndose para siempre. Diana se dijo en voz baja:

Supongo que con un alma será suficiente.

Al día siguiente unos pescadores encontraron el cadáver del doctor, cuya alma humana podría descansar en paz, pues Diana solo se había llevado la de Míster Hyde.


LA COLINA DE ZAMAN (LOVECRAFT)

Texto: H. P. Lovecraft. Traducción: Fontenla. Imagen: Pixabay-Kellepics.

La enorme colina se hallaba tan cerca de la vieja aldea que sus precipicios empezaban donde terminaba la calle principal. Verde, elevada y cubierta de bosque, su mirada tenebrosa se cernía sobre el campanario que se alzaba junto a la curva de la carretera. Durante dos siglos habían circulado rumores sobre lo que sucedía en aquella prominencia embrujada. Se hablaba de ciervos y pájaros extrañamente mutilados, de niños desaparecidos cuyas familias habían perdido para siempre. Un día el cartero no encontró la aldea donde solía estar, ni sus edificios ni sus habitantes volverían a ser vistos nunca más. Hubo vecinos de Aylesbury que se acercaron para satisfacer su curiosidad, pero todos llamaron loco al cartero, quien aseguraba haber visto en la gran colina ojos famélicos y fauces abiertas.


LA VOZ DEL SILENCIO (ATRIBUIDO A GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER)

 

Texto: Atribuido a Gustavo Adolfo Bécquer. Fuente de imagen: Pixabay.

En una de las visitas que como remanso en la lucha diaria hago a la vetusta y silenciosa Toledo, sucedieron estos pequeños acontecimientos que, agrandados por mi fantasía, traslado a las blancas cuartillas. Vagaba una tarde por las estrechas calles de la imperial ciudad* con mi carpeta de dibujo debajo del brazo, cuando sentí que una voz como un inmenso suspiro pronunciaba a mi lado vagas y confusas palabras: me volví apresuradamente, y cuál no sería mi asombro al encontrarme completamente solo en la estrecha calleja. Y, sin embargo, indudablemente una voz, una voz extraña, mezcla de lamento, voz de mujer, sin duda, había sonado a pocos pasos de donde yo estaba. Cansado de buscar inútilmente la boca que a mi espalda había lanzado su confusa queja, y habiendo ya sonado la hora del Angelus** en el reloj de un cercano convento, me dirigí a la posada que me servía de refugio en las interminables horas de la noche. Al quedarme solo en mi habitación, y a la luz de la débil y vacilante bujía, tracé en mi álbum una silueta de mujer. Dos días después, y cuando ya casi había olvidado mi pasada aventura, la casualidad me llevó nuevamente a la torcida encrucijada teatro de ella. Empezaba a morir el día; el sol teñía el horizonte de manchas rojas, moradas; caía grave en el silencio la voz de bronce de las horas. Mi paso era lento, una vaga melancolía ponía un gesto de duda en mi semblante. Y otra vez la voz, la misma voz del pasado día, volvió a turbar el silencio y mi tranquilidad. Esta vez decidí no descansar hasta encontrar la clave del enigma, y cuando ya desconfiaba de mis investigaciones, descubrí en una vieja casa, de antiquísima arquitectura, una pequeña ventana cerrada por una reja caprichosa y artística. De aquellas ventanas salía, indudablemente, la armoniosa y silente voz de mujer. Era completamente de noche, la voz-suspiro había callado y decidí volver a mi posada, en cuya habitación de enjalbegadas*** paredes, y tendido en el duro lecho, ha creado mi fantasía una novela que, desgraciadamente..., nunca podrá ser realidad. Al día siguiente, un viejo judío que tiene su puesto de quincalla frente a la vieja casa en que sonó la misteriosa voz, me contó que dicha casa está deshabitada desde hace mucho tiempo. Vivía en ella una bellísima mujer acompañada de su esposo, un avaro mercader de mucha más edad que ella. Un día el mercader salió de la casa cerrando la puerta con llave, y no volvió a saberse de él ni de su hermosa mujer. La leyenda cuenta que desde entonces todas las noches un fantasma blanco con formas de mujer vaga por el ruinoso caserón, y se escuchan confusas voces mezcladas de maldición y lamento. Y la misma leyenda cree ver en el blanco fantasma a la bella mujer del mercader avaro.

*La ciudad de Toledo fue capital del reino de Castilla durante varios siglos.

**Oración dedicada a conmemorar la Anunciación a María por parte del arcángel San Gabriel. Se anunciaba tocando las campanas al atardecer.

***Blanqueadas con cal o yeso.


LA LAMIA (LEYENDA GRIEGA)

 

Texto: Robert Burton, adaptado por Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuenta Filóstrato en su libro Vida de Apolonio que un joven de veinticinco años, llamado Menipio Licio, conoció en el camino de Corinto a una hermosa dama, la cual dijo ser de origen fenicio. Esta llevó al joven a su suntuoso palacio, donde se ofreció a cantar y danzar solo para él, mientras ambos gozaban de todos los placeres que pueden proporcionar el vino y el amor. Menipio era un filósofo y había aprendido a controlar sus pasiones, pero no pudo resistir los embates del amor y decidió contraer matrimonio con la fenicia. Entre los invitados a la boda estaba el sabio Apolonio de Tiana, quien no se dejó engañar por las apariencias y vio que aquella mujer era, en realidad, una lamia (vampiro de la mitología griega, que adoptaba hermosas apariencias para seducir a los incautos y beber su sangre). Al verse descubierta, ella se echó a llorar y le rogó a Apolonio que no revelara su secreto, pero el sabio, indiferente a sus lágrimas, le dijo a Menipio  que estaba "abrazando a una serpiente"; entonces tanto ella como su palacio ilusorio se desvanecieron para siempre. 


EL BOSQUE DE VILLEFERE (ROBERT ERVIN HOWARD)

 

Texto: Robert E. Howard (1906-1936), adaptado por Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando se puso el sol negras sombras envolvieron el bosque. Entonces sentí un escalofrío y lancé una ojeada temerosa a los arbustos. No había ningún pueblo en varias millas a la redonda. Me detuve y agarré mi daga cuando oí algo, como si alguna bestia estuviera acechándome desde la maleza. Pero yo debía seguir mi camino. Intenté convencerme de que no había nada extraño en aquel bosque, a pesar de todo lo que me habían dicho los aldeanos supersticiosos. Mientras caminaba, se extinguieron las últimas luces del atardecer. Me detuve de nuevo y empuñé mi espada, al advertir que alguien se acercaba entonando una extraña melopea. Un sudor frío se deslizó por mi frente, pero suspiré aliviado al ver que solo era un hombre: parecía un individuo alto y enjuto, aunque la penumbra del crepúsculo desdibujaba su silueta. El desconocido me dijo, sin manifestar ningún temor:

Os ruego que tengáis cuidado con vuestra arma, amigo mío.

Un poco avergonzado, bajé mi espada y le dije en tono de disculpa:

No conozco bien este bosque y, según se dice, está plagado de bandidos. ¿Podéis indicarme el camino que lleva a Villefére?

Yo precisamente me dirijo hacia ese lugar, así que podría guiaros, si no os disgusta mi compañía.

Os lo agradezco. Mi nombre es De Montour y soy oriundo de Normandía.

Yo soy Carolus el Lobo. Procedo de un linaje de grandes cazadores, al cual le debo mi apodo.

Disculpadme de nuevo, pero la oscuridad no me permite distinguir vuestras facciones.

Mi acompañante emitió una risa silenciosa y dijo:

No hay mucho que ver.

Se acercó más a mí, produciéndome un nuevo escalofrío.

¡Una máscara! ¿Por qué lleváis vuestro rostro cubierto, Monsieur?

Una vez, mientras huía de unos sabuesos, hice voto de llevar esta máscara si Dios tenía a bien salvarme.

¿Cómo es que os perseguían unos sabuesos, Monsieur?

Así es como llamamos aquí a los lobos.

Caminamos en silencio durante unos minutos y entonces mi compañero me dijo:

Es sorprendente que caminéis por el bosque a estas horas. La gente no suele pasar por aquí, ni siquiera durante el día.

-Me urge llegar a la frontera. Debo comunicarle al duque de Borgoña que acaba de firmarse un tratado de paz con los ingleses.

Mi compañero me señaló un camino estrecho y apenas perceptible, que aparentemente, desaparecía entre las tinieblas del bosque. Yo no pude disimular mi temor y entonces él me preguntó:

¿Acaso preferís regresar al pueblo?

No, debo seguir adelante.

Tan angosto era el camino que solo podíamos caminar en hilera, siendo mi compañero el que iba delante, guiándome en la oscuridad. Advertí que caminaba con facilidad y sin hacer ruido. Me habló de sus viajes y de sus aventuras. Dijo que había estado en lugares lejanos y que había visto cosas fuera de lo común. Mientras me entretenía con sus relatos, penetramos más y más en el corazón del bosque. Le pregunté si aquel camino era utilizado con frecuencia y él me respondió que no. Era un lugar muy oscuro, donde solo se oía el murmullo de las hojas. Entonces él empezó a hablar de los extraños seres que, según se decía, acechaban en las tinieblas. Luego dijo:

Apuremos el paso. Debemos salir de aquí antes de que la luna alcance su cenit.

La mención a la luna me recordó que, según los campesinos, en aquel bosque había un hombre lobo. Mi compañero me dijo:

Según los ancianos, un hombre lobo muere definitivamente si es destruido bajo su forma de lobo. Pero, si muere cuando tiene forma humana, su espíritu perseguirá eternamente al responsable de su muerte. Apuremos más nuestro paso, pues la luna está acercándose a su cenit.

Vimos un pequeño prado iluminado por los rayos lunares. Mi compañero se detuvo y dijo:

Hagamos un pequeño descanso.

Yo preferiría seguir adelante. No me agrada este lugar.

No sé por qué no os gusta este prado. Es un lugar tan agradable como esos salones donde los nobles celebran sus banquetes. De hecho, yo he celebrado muchos aquí.

Un peligro nos acecha. ¿No lo sentís? Hay lobos cerca de nosotros.

Entonces él se acercó a mí, haciendo que se me erizara el cabello. Di un paso atrás y saqué a medias mi daga. Él no sacó la suya, pero se abalanzó sobre mí y caímos juntos al suelo. Durante la refriega le arranqué su máscara y entonces vi algo que me hizo gritar de puro terror. Sus ojos brillaban como los de las bestias y sus colmillos refulgían bajo la luz de la luna. Aquel era el rostro de un lobo. Intentó morderme en la garganta y me desgarró la espalda con sus garras. Cuando yo ya estaba a punto de perder la conciencia, conseguí clavarle mi daga. Entonces aquel ser emitió un grito atroz, más bestial que humano. Cuando pude levantarme vi que el monstruo yacía muerto a mis pies. Sin embargo, aquella criatura seguía mirándome con sus llameantes ojos de lobo. Sintiéndome al borde de la locura, saqué mi espada y descuarticé su cadáver. Luego emprendí la huida, sabiendo que su fantasma me perseguiría hasta la muerte.


MEMORIA (H. P. LOVECRAFT)

Traducción: Fontenla. Imagen: Pixabay.

En el valle de Nis una maléfica luna menguante envía sus rayos entre las hojas de los árboles malditos. Y en el fondo del valle, allí donde no llega la luz, se mueven cosas que no están hechas para nuestros ojos. Los matorrales crecen densos en las laderas, donde rodean las piedras de edificios arruinados y ciñen con fuerza viejas columnas o extraños monolitos, estragando pavimentos de mármol dispuestos por manos olvidadas. Y en los árboles que crecen en los patios muertos saltan pequeños monos, mientras de oscuras criptas emergen serpientes venenosas y cosas sin nombre.

Inmensas son las piedras que duermen bajo capas de musgo húmedo y poderosos son los muros de los que se desprendieron. Sus constructores las erigieron para la eternidad y ciertamente aún cumplen su función, ya que acogen al sapo gris.

En el fondo del valle corre el río Tone, cuyas aguas están llenas de fango. Como nace en arroyos ocultos y fluye hacia cuevas subterráneas, ni siquiera el Demonio del Valle sabe por qué sus aguas son rojas ni dónde desemboca.

El Duende que acecha en los rayos de luna se dirigió al Demonio del Valle y le dijo:

Soy viejo y he olvidado muchas cosas. Dime los hechos, la forma y el nombre de los seres que edificaron esas ruinas de una piedra.

Y el Demonio le respondió:

Mi memoria es buena y recuerdo mucho del pasado, aunque yo también soy anciano. Aquellos seres, como las aguas misteriosas del río Tone, no estaban hechos para ser entendidos. No recuerdo sus hazañas, pues estas apenas duraron un instante. Pero sí conservo una vaga imagen de su aspecto, semejante al de los pequeños monos que viven en los árboles. También recuerdo con claridad su nombre, ya que rimaba con el del río Tone. Esos seres pretéritos se llamaban Hombres.

Entonces el Duende volvió a la luna y el Demonio miró pensativo a un pequeño mono, subido en uno de los árboles que crecían en el patio arruinado.


LA MUÑEQUITA DE TRAPO

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Durante mucho tiempo la muñequita estuvo sola y olvidada en un cuarto vacío, hasta que los dueños de la casa decidieron deshacerse de ella, pues solo servía para revivir recuerdos tristes. Arrancaron de su vestido una vieja tarjeta de felicitación, donde aún podía leerse “para Annie, feliz cumpleaños”, y se la regalaron a un vecino pobre, que vivía de vender objetos de segunda mano en los mercadillos callejeros.

Como se acercaban las fiestas navideñas, un hombre andaba buscando regalos para sus dos niñas. A su hija mayor, que se llamaba Sarah, le regaló un móvil, pero a la pequeña Helen le compró una muñequita de trapo que encontró en un puesto de la calle. Ni él mismo podría explicar por qué eligió aquella vieja muñeca de segunda mano en vez de una nueva. Quizás fue porque aquella tarde caía una ligera llovizna sobre la ciudad y las gotas que resbalaban sobre las mejillas de la muñequita parecían lágrimas, como si aquel pobre juguete llorara de soledad. Lo cierto es que Helen aceptó encantada aquella muñeca, a la cual, con inocencia infantil, adjudicó rápidamente un nombre de persona: Annie. Cuando sus padres le preguntaron por qué había escogido aquel nombre, Helen, muy seria, les respondió que no lo había elegido ella, sino que se lo había dicho la misma muñeca. Y además añadió que Annie le contaba muchas cosas de cuando ella todavía no era una muñeca de trapo, sino una niña de carne y hueso, como la misma Helen. Entonces sus padres sonrieron y no dijeron nada, pues sabían que su hija era una niña muy fantasiosa. Por el contrario, Sarah (que iba a cumplir trece años y, por tanto, ya se consideraba mayor) no perdía ocasión de burlarse de su hermanita, a la cual llamaba tonta por hablar con muñecas. Así comenzaron muchas peleas entre las dos niñas, a menudo acompañadas de mutuos lanzamientos de ropa y de otras muestras de hostilidad, que los sufridos padres tenían que detener riñendo seriamente a ambas contendientes. La madre, preocupada, le sugirió a su marido que sería mejor deshacerse de Annie, para que Helen dejara de imaginar cosas raras. Pero a él le pareció una idea muy cruel y se limitó a encoger los hombros sin decir nada.

Una fría tarde otoñal, mientras las niñas estaban solas en la casa, entró un ladrón forzando la puerta. Sarah, que estaba estudiando en su cuarto y de paso escuchando música con los auriculares, no se enteró de nada. Helen, que se hallaba en el salón jugando (y quizás hablando) con Annie, sí que advirtió la presencia del intruso, pero este la atrapó y le tapó la boca con la mano. Entonces sonó un grito que se oyó en todo el edificio. El ladrón, asustado, soltó a Helen y huyó de la casa a toda prisa, no sin antes darle un buen empujón a la sorprendida Sarah, quien había salido de su cuarto para ver qué pasaba. Helen aseguró que había sido Annie quien había gritado al verla en peligro, pero, naturalmente, nadie le hizo caso. Harto ya de tantas fantasías, su padre, aunque de mala gana, decidió deshacerse de la muñeca. Mientras Helen estaba en la escuela, agarró a Annie y la abandonó en un vertedero de las afueras. Aquella noche cayó un fuerte aguacero sobre la ciudad y una riada arrastró a la pobre muñequita hacia el olvido. Antes de que desapareciera para siempre, unas gotas de lluvia, o quizás lágrimas, resbalaron sobre sus tristes mejillas de trapo. Pero allí ya no había nadie para verlas.

Tras la desaparición de su querida muñeca, Helen pasó varios días sumida en la tristeza y sus padres, en un intento de consolarla, le dieron dinero para comprar lo que quisiera. Una tarde, al salir del colegio, pasó cerca de un puesto callejero que ya conocemos. Entonces un viejo libro llamó su atención: se trataba de una edición juvenil de Jane Eyre, cuya dueña había muerto varios años antes. Amanda tuvo el capricho de hojear el libro y, por pura casualidad, lo abrió al final del capítulo IX, donde alguien había subrayado esta frase: “Me quedaré contigo, querida Helen. Nadie podrá separarme de tu lado”. Aquellas palabras la impactaron tanto que decidió comprar el libro, del cual ya no se separó nunca, pese a que cuando llegó a su casa aquella frase ya no estaba subrayada.


EL RELATO DEL MENSAJERO ALEMÁN (CHARLES DICKENS)

Yo había sido contratado por cierto caballero inglés, ya entrado en años y soltero, que pensaba hacer un viaje por mi patria. Se llamaba James y tenía un hermano gemelo, cuyo nombre era John y que tampoco se había casado. Entre ambos hermanos existía un profundo afecto y ambos colaboraban en sus negocios, aunque no vivían juntos. El señor James vivía en Poland Street, mientras que el señor John tenía su residencia en Epping Forest.

El señor James y yo estábamos preparándonos para emprender nuestro viaje cuando recibimos la visita del señor John, que deseaba pasar con nosotros la última semana antes de nuestra partida. Pero dos días después le dijo a su hermano:

No me siento demasiado bien, así que mejor me vuelvo a mi casa, donde mi ama de llaves sabrá cuidarme. Si me recupero a tiempo, volveré aquí antes de que te marches. De lo contrario, serás tú quien tendrás que visitarme a mí.

Los dos hermanos se despidieron y el señor John volvió a su casa.

A la segunda noche después de su marcha el señor James entró en mi dormitorio con un candil, se sentó junto a mi cama y me dijo que algo no iba bien, con una extraña expresión en su rostro.

Wilhelm, a ti puedo decirte esto, pues tú procedes de un país donde los hechos misteriosos suelen tomarse en serio. Acabo de ver al fantasma de mi hermano. Yo estaba sentado en mi cama, pues no podía dormir, cuando él entró en mi cuarto vestido de blanco, me miró, luego dirigió su mirada a unos papeles que se hallaban sobre mi escritorio y salió atravesando la puerta. No estoy loco y no le concedo ninguna existencia objetiva a ese fantasma. Creo que se trata de un síntoma de que estoy enfermo y de que me vendría bien una sangría.

Me vestí apresuradamente y le dije al señor James que no se preocupase, pues yo mismo iría en busca del médico. Entonces oímos que alguien llamaba a la puerta. Fuimos a la habitación del señor James, que estaba situada en la parte frontal del edificio, y abrimos una ventana para ver qué pasaba. Alguien preguntó desde la calle:

¿Es usted el señor James?

Así es. ¿Y tú no eres Robert, el criado de mi hermano?

Sí, señor. Lamento decirle que el señor John está muy enfermo… al mismo borde de la muerte, según nos tememos. Quiere que usted vaya a verlo, así que le ruego que venga conmigo sin pérdida de tiempo. He traído un carruaje.

El señor James y yo nos miramos el uno al otro. Él me dijo:

Wilhelm, esto es extraño. Me gustaría que vinieras conmigo.

Lo ayudé a vestirse y fuimos rápidamente a Epping Forest. Acompañé al señor James cuando este entró en la alcoba de su hermano, que estaba tumbado en la cama. A su lado se hallaban la vieja ama de llaves y otros criados, que no se habían movido de allí desde la hora de la sobremesa. El señor John tenía puesto un pijama blanco y miró a su hermano, tal como había hecho el fantasma. Cuando el señor James llegó a la vera de su cama, el señor John se incorporó lentamente y le dijo estas palabras:

James, tú me has visto antes, esta misma noche. ¡Y lo sabes!

Dicho esto, murió.

Texto: Charles Dickens, extraído de su relato "Para leer al atardecer". Adaptación: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


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