Texto: Fontenla. Imagen: Pixabay.
Tras contraer una enfermedad hereditaria que llevaba varias generaciones
haciendo estragos en su familia, el conde Alfred Von Teufelstein se vio al
borde de la muerte y, movido por la desesperación, juró dedicar una capilla a
cada uno de los ángeles cuyo nombre se menciona en la Sagrada Escritura, en el
caso de que el Cielo le concediera sobrevivir a su dolencia. Poco después la
fiebre empezó a remitir y, cuando se sintió definitivamente curado, Von Teufelstein
cumplió su promesa. Hizo construir en su castillo tres pequeñas capillas,
dedicadas respectivamente a los bienaventurados arcángeles San Miguel, San
Gabriel y San Rafael. Cuando estuvieron terminadas, llamó al obispo para que
las consagrara con agua bendita. Pero la misma noche de la consagración el
conde recibió en su alcoba una aterradora visita, que le reprochó haberse
olvidado del ángel cuyo nombre es mencionado más veces en la Biblia: Satanás,
el ángel caído. Y así supo el conde que, si no le dedicaba una capilla al
Diablo antes de que expirase el año, moriría irremediablemente y su alma de
perjuro sería condenada al Infierno. Aterrorizado, Von Teufelstein ordenó a sus
servidores edificar la capilla del Diablo en los subterráneos del castillo. La
obra estuvo terminada a tiempo y el conde desterró a los albañiles, para que no
divulgaran la existencia de aquella capilla diabólica. Pero faltaba consagrar
dicha capilla y, naturalmente, ningún clérigo cristiano osaría bendecirla. Así
pues, el conde recibió una vez más la visita del Diablo, quien le dijo que él
mismo debía consagrar la capilla con la sangre de su única hija, la dulce
Gretel. El conde se sintió apesadumbrado, pues amaba a su hija, pero se sometió
a los designios del Maligno. Después de todo, él siempre podría tener otras
hijas, pero no podía decir lo mismo de su alma. Al día siguiente, el conde se
acercó a Gretel y le pidió que lo acompañara a la cripta donde se hallaba la
capilla. La muchacha, como buena hija, aceptó seguir a su padre sin hacer
preguntas, pero antes le recomendó beber un poco de agua fresca, pues tenía la
frente bañada en sudor (algo normal, teniendo en cuenta la tensión nerviosa que
estaba sufriendo el conde). Así, Von Teufelstein tomó una copa de agua que le
ofreció la bondadosa Gretel y la vació de un solo trago. A continuación, padre
e hija descendieron a la cripta donde se hallaba la capilla del Diablo, sin que
nadie los viera. Una vez allí, el conde agarró a su hija y la degolló
limpiamente, sin darle tiempo a decir ni una sola palabra. Luego usó la sangre
de la infortunada doncella para consagrar la capilla y enterró su cadáver bajo
las baldosas del suelo. Acabada su tarea, el conde se dirigió a su oratorio
para rezar por el alma de su hija y pedirle a Dios perdón por sus crímenes,
pero antes de llegar cayó al suelo, como fulminado por un rayo. Unos servidores
lo encontraron poco después, pero ya era tarde: el conde estaba muerto,
envenenado por el agua que le había ofrecido Gretel. Esta, temiendo padecer en
el futuro la misma enfermedad hereditaria que había estado a punto de matar a
su padre, se había dedicado a estudiar en secreto los arcanos de la magia negra
y había visto al demonio primigenio Hastur, con el cual había hecho un pacto
impío: la salud de su cuerpo a cambio de la vida de su padre. De ese modo
murieron los últimos Von Teufelstein, víctimas indirectas de la enfermedad que
aquejaba a su familia (y uno de cuyos principales síntomas era la propensión a
sufrir alucinaciones de tema diabólico).