Ayer se celebró el aniversario del nacimiento de Julio Verne, padre de la ciencia-ficción. Aquí ofrecemos uno de los primeros relatos en lengua castellana que se aproximan al género de la fantasía científica: “El caso de la señorita Amelia”, cuento del escritor nicaragüense Rubén Darío. Pese a lo extraño del caso, en el mundo real existe una enfermedad poco frecuente, el síndrome de Highlander, que puede provocar un fenómeno análogo al sufrido por la señorita Amelia.
Texto: Rubén Darío. Imagen: Pixabay.
Que el doctor Z es ilustre, elocuente,
conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto
avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra
sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o
aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa,
solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la
luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos
versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que saludamos el toque de
las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el
precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la
calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre
el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las
llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos
luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus
sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una
frase banal cualquiera. Por ejemplo, esta:
-¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!
La mirada que el doctor me dirigió y la clase
de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera
turbado a cualquiera.
-Caballero -me dijo saboreando el champaña-;
si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese
que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del
alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino
máscaras de vida, nada más… sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que
un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar:
«¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más
satisfactoria.
-¡Doctor!
-Sí, os repito que vuestro escepticismo me
impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.
-Creo -contesté con voz firme y serena- en
Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.
-En ese caso, voy a contaros algo que os hará
sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.
En el comedor habíamos quedado cuatro
convidados, a más de Minna, la hija del dueño de casa; el periodista Riquet, el
abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la
alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año
nuevo: Happy new year! Happy new year! ¡Feliz año nuevo!
El doctor continuó:
-¿Quién es el sabio que se atreve a decir
esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce
a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el
espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que
ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha
podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres
veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido
apenas alzar una línea del manto que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado
saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la
Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado profundizar en el
inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que he sido
llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado
toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he
penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del
plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del
mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en
su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma
búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia
desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo
que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la
inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.
Y dirigiéndose a mí:
-¿Sabéis cuáles son los principios del
hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir:
el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el alma humana,
la fuerza espiritual y la esencia espiritual…
Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada,
me atreví a interrumpir al doctor:
-Me parece ibais a demostrarnos que el
tiempo…
-Y bien -dijo-, puesto que no os complacen
las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y es el
siguiente:
Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires
a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un
cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y
entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer competencia a las
tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias para
encender una hoguera de amor…
Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el
pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su
potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y continuó:
-Puedo confesar francamente que no tenía
predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón
el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par que ardientes ojos
de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil… diré que era ella mi
preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los
treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial,
tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos repartía mis miradas
incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas
de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable bigamia de pasión.
¡Pero la chiquilla Amelia!… Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella
quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis
bombones?». He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después
de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de
rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca,
saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi
apego a aquella muchachita de vestido a media pierna y de ojos lindos, no os lo
podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve que
dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de Luz que me miraba con
anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina,
que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la
frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto
y el más puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente ¡qué sé yo! de
todos los que he dado en mi vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos
que como vuestro querido y admirado general Mansilla cuando fue a Oriente,
lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento
ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la
pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que
mantenía con madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en el país de los
fakires, y más de un gurú, que conocía mi sed de saber, se encontraba dispuesto
a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto
que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se
pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el
Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el
archoeno de Paracelso, el limbuz de Swedenborg; oí la palabra de los monjes
budhistas en medio de las florestas del Thibet; estudié los diez sephiroth de
la Kabala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el que, llamado
Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el
agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y
el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán,
Lucifer, Astharot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y
Baal. En mis ansias de comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría; cuando
juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi
debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio,
el tiempo formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas… Viajé por
Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama
teosófica de Nueva York. Y a todo esto -recalcó de súbito al doctor, mirando
fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de
todo? ¡Un par de ojos azules… o negros!
-¿Y el fin del cuento? – gimió dulcemente la
señorita.
-Juro, señores, que lo que estoy refiriendo
es de una absoluta verdad. ¿El fin del cuento? Hace apenas una semana he vuelto
a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia. He vuelto gordo,
bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he mantenido
ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero
que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall -dijeron-,
las del caso de Amelia Revall!», y estas palabras acompañadas con una especial
sonrisa. Llegué a sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla… Y
buscando, buscando, di con la casa. Al entrar, fui recibido por un criado negro
y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una sala donde todo tenía un
vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban cubiertos con velos
de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos hermanas
mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A poco Luz y
Josefina:
-¡Oh amigo mío, oh amigo mío!
Nada más. Luego, una conversación llena de
reticencias y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas de
inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré entender, vine a
quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me atreví a
preguntar nada… Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una
amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra… en
esto vi llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a
los de mi pobre Amelia. Se dirigió a mí, y con su misma voz exclamó:
-¿Y mis bombones?
Yo no hallé qué decir.
Las dos hermanas se miraban pálidas, pálidas
y movían la cabeza desoladamente…
Mascullando una despedida y haciendo una
zurda genuflexión, salí a la calle, como perseguido por algún soplo extraño.
Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de un amor culpable es
Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha quedado en la
infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del
Tiempo, en una hora señalada ¡quién sabe con qué designio del desconocido Dios!
El doctor Z era en este momento todo calvo…
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