Texto: Fontenla. Imagen: Pixabay.
Tas la misteriosa desaparición del doctor Guy Arlington, sus
herederos decidieron vender la vieja casa familiar (que, según sus propias
palabras, “les causaba malos sueños”), así como sacar a pública subasta la
mayoría de los muebles y objetos de arte legados por el desaparecido. Sin
embargo, uno de los cuadros era tan extraño y siniestro que sólo un joven
artista llamado Frederick Fenton se atrevió a pujar por él. Se trataba de una
pintura al óleo, de colores fríos y tenebrosos, que representaba un islote
desnudo, en medio de un mar cuyas aguas tenían un matiz extrañamente verdoso.
Sobre aquel islote se veían diez pequeñas figuras humanas, demasiado diminutas
para que pudieran distinguirse sus rasgos personales, pero cuyas posturas
parecían reflejar un estado de agitación, por no decir de pánico, seguramente
provocado por algo grande y terrible que surgía de la niebla para amenazar a
los indefensos náufragos del islote. Sin embargo, lo que acechaba tras la
niebla no se discernía bien, sino que era algo informe, de aspecto indefinido
y, precisamente por ello, mucho más inquietante que cualquier monstruo de
facciones nítidas. Por lo demás, aquel cuadro parecía obra de un artista de
mucho talento, aunque carecía de firma y ni los responsables de la subasta ni
los herederos de Arlington pudieron satisfacer la curiosidad de Fenton respecto
a la identidad del autor. Si su autoría era un misterio, lo mismo podía decirse
de su título y de su origen, pues Arlington nunca había dado explicaciones al
respecto.
Una vez en su humilde
apartamento de Chelsea, Fenton colgó el cuadro en su dormitorio, sobre la
cabecera de su cama, y, como ya era de noche, no tardó en acostarse, pues al
día siguiente debía madrugar para asistir a una exposición de sus propias
obras. El joven Fenton siempre había sido propenso a las ensoñaciones extrañas,
pero aquella noche sus pesadillas fueron realmente atroces y varias veces hubo
de despertarse, con la frente bañada en sudor y el corazón palpitante, sin
poder conciliar un sueño tranquilo hasta bien entrada la madrugada. Durante las
noches siguientes se repitieron aquellas pesadillas intolerables, cuya fuente
primordial parecía ser la turbadora imagen del cuadro, aunque los recuerdos de
Fenton al respecto eran bastante vagos y no tardaban en desvanecerse.
Preocupado por su estabilidad psíquica, Fenton llegó a plantearse si no sería
mejor deshacerse del cuadro causante de sus pesadillas, pero finalmente rechazó
esa opción, en parte por parecerle sumamente cobarde y, sobre todo, porque de
poco le serviría vender el cuadro si el recuerdo del mismo permanecía grabado
en su memoria. Y es que Fenton tenía una de esas mentes complicadas e
hipersensibles que se aferran obsesivamente a aquellas imágenes o sensaciones
que más les gustaría olvidar. Pero, como las secuelas de tantas noches en vela
estaban empezando a tener efectos desastrosos sobre la ya de por sí delicada
situación personal del artista, finalmente tomó la determinación de consumir
calmantes antes de dormir. Las primeras dosis que tomó fueron bastante
moderadas y no le sirvieron de nada. Luego decidió aumentar las dosis, llegando
a rozar extremos que cualquier médico consideraría peligrosos, pero tampoco
obtuvo los resultados que esperaba. Muy al contrario, fue peor el remedio que
la enfermedad, pues ahora ya no se despertaba en plena noche, pero eso solo
servía para que sus pesadillas fueran más largas y tuvieran unos efectos
psíquicos más demoledores. Finalmente, el ya desesperado Fenton decidió
arriesgarse y sustituyó los calmantes por verdaderos narcóticos, que podía
conseguir de forma clandestina a través de un círculo de artistas bohemios, con
los que estaba ligeramente relacionado (curiosamente, el desaparecido doctor
Arlington también había formado parte de dicho círculo, pero Fenton ignoraba
esta coincidencia). Aquella noche tomó, mezclada con el agua que siempre bebía
antes de acostarse, una fuerte dosis de una droga casi desconocida y no tardó
en conciliar el sueño. Pero las pesadillas volvieron de nuevo y esta vez fueron
peores que nunca. Ahora Fenton ya no podía despertarse gritando de terror, pues
la droga se lo impedía, y no solo debía enfrentarse una vez más a la pesadilla,
sino que esta vez tendría que sufrirla hasta el final. Y no todas las
pesadillas tienen un final. Varios días después, unos amigos de Fenton,
extrañados porque este había dejado de asistir a sus reuniones y no contestaba
a sus mensajes, le preguntaron por él a su casero. Este, que también llevaba
varios días sin saber del artista, no pudo decirles nada, pero los llevó a la
puerta de su apartamento. Como nadie respondió a sus llamadas, el casero abrió
la puerta con su propia llave y entraron, pero no hallaron a Fenton. Todas sus
cosas estaban allí, todas salvo él mismo. Nunca más se volvió a saber de
Fenton, cuya desaparición sigue siendo un misterio aparentemente irresoluble.
El casero decidió alquilar el apartamento a otra persona y las escasas
posesiones personales del artista desaparecido fueron enviadas a la casa de sus
padres. Hoy, en el desván de la casa familiar de los Fenton, permanece olvidado
un mudo testigo de hechos asombrosos: un cuadro sumamente extraño, donde algo
siniestro surge de la bruma para amenazar a once pequeñas figuras humanas
atrapadas en un islote.
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