Al salir del colegio Mick
se dirigió a la parada del autobús, como hacía todas las tardes. Una vez allí, le
llamó la atención una muchacha de su edad, que se entretenía tocando una
flauta (la música era “My heart, your beats”, tema de la serie animada “Ángel beats”). Aquella chica no llevaba el uniforme de su colegio y era muy linda.
Tocaba tan bien que Mick, pese a ser normalmente tímido con las chicas guapas, se acercó a ella para felicitarla. De ese modo
empezaron a hablar y no tardaron en hacerse amigos. Junto a ella Mick sentía latir su corazón de una forma que no había conocido hasta entonces, ni siquiera cuando estaba cerca de Sarah, la chica más linda del colegio. La desconocida dijo llamarse Diana y,
cuando Mick le preguntó dónde vivía, ella apartó la mirada y respondió así:
—La verdad es que no
soy de esta ciudad. Vine aquí en busca de cierta persona, con la cual tengo una
cuenta pendiente desde hace trece años. Pero hoy, cuando se ponga el sol, todo habrá
terminado.
Mientras Diana decía
esto, Mick se sintió un tanto confuso. Trece años antes ella tenía que ser un
bebé. ¿Con quién podía tener una cuenta pendiente desde entonces? Nuestro amigo quiso
pedirle una aclaración, pero entonces lo llamó al móvil su hermana, que le
preguntó en tono airado cuándo pensaba volver a casa. El pobre muchacho,
francamente asustado (porque su hermana era terrible cuando se enfadaba y, para
más inri, aquella tarde sus padres no estarían en casa para defenderlo), tuvo
que despedirse de Diana y así acabó la conversación.
Cuando llegó a casa, Mick se
encerró en su cuarto para esquivar la furia de su hermana. A última hora de la
tarde encendió la radio para escuchar un partido de fútbol, pero lo que llamó
su atención fue una noticia de última hora. Una chica de catorce años llamada
Samantha Howard había desaparecido tras robarles un revólver a sus padres adoptivos.
Según el locutor, Samantha había nacido en la misma ciudad donde vivía Mick,
aunque había sido adoptada por una familia londinense cuando era pequeña,
después de que su madre, la enfermera Laura Howard, perdiera la vida en un extraño accidente doméstico. La policía pensó que había sido asesinada e investigó a
un cardiólogo del hospital, que días antes había tenido un serio enfrentamiento
con la desaparecida. Sin embargo, aquel médico tenía una buena coartada, de
modo que resultó imposible probar nada contra él.
Mick recordó que el
cardiólogo más prestigioso de la ciudad era precisamente uno de sus vecinos, el
doctor Isaac Wilson, que vivía con su perro en una casa cercana. Entonces se le
ocurrió una idea inquietante: la misteriosa Diana podría ser Samantha Howard
bajo un nombre falso. ¿Habría venido a la ciudad para vengarse del doctor Wilson?
Mick se preguntó si debía hablar con la policía, pero luego pensó que sus
conjeturas eran demasiado endebles. De todas formas, decidió acercarse a la
casa del doctor para asegurarse de que todo iba bien.
Cuando llegó a su
destino, el muchacho se percató de que algo iba mal y, como no tenía tiempo para pedir
ayuda, entró en el jardín saltando la valla. Entonces descubrió que una de sus
teorías era correcta y otra falsa. Tal como había temido, allí estaba Samantha
Howard, apuntando con un revólver al indefenso y asustado doctor Wilson. Pero
aquella muchacha, desde luego, no era la misteriosa Diana que había conocido
pocas horas antes.
Samantha le estaba
gritando a Wilson:
—¡Confiesa que mataste
a mi madre, hijo de perra!
El doctor, tras algunos
titubeos, respondió:
—Yo no había pensado hacerle nada. Ella, en cambio, quería hundir mi carrera denunciándome por acoso sexual. Aquella noche estaba muy nervioso, no pude conciliar el sueño hasta la última hora de la madrugada... Entonces tuve una pesadilla terrible, en la que descendía al Infierno y allí hacía un pacto diabólico: la muerte de tu madre a cambio de mi alma. Al despertarme pensé que solo había sido un sueño, pero luego descubrí con horror que se había hecho realidad. ¡No fue algo deliberado, te lo juro!
—¿Cómo esperas que me
crea ese cuento? ¡Voy a matarte ahora mismo!
Entonces Mick intervino y agarró
los brazos de Samantha, un segundo antes de que pudiera disparar. Wilson aprovechó la
oportunidad para arrojarse sobre ella, arrancarle el arma de las manos y
propinarle un fuerte golpe en la cabeza. La muchacha cayó al suelo sin sentido
y Wilson hizo ademán de rematarla con el revólver. Mick se interpuso y le dijo:
—¡Por favor, doctor!
¿No ve que está indefensa?
—¡Me da igual, Mick!
Como es menor, no pueden meterla en la cárcel y, si no la mato, estaré en
peligro mientras viva.
En aquel preciso
momento se puso el sol y alguien dijo con voz fría:
—Eso ya no importa,
Isaac. Ha llegado el momento de pagar.
Mick se volvió y vio,
sorprendido, que Diana estaba allí, mirando al doctor Wilson con ojos gélidos. El doctor
palideció al verla y sus manos temblaron, pero pronto se repuso y se dirigió a la
recién llegada sin miedo aparente:
—Así que al fin has venido,
Diana. Poder contemplar tu belleza una vez más casi me sirve de consuelo. Dime,
¿qué debo hacer ahora?
—Tienes un arma en la
mano. Y para mí no existen las casualidades.
Wilson le dedicó una
sonrisa de asentimiento y se pegó un tiro en la sien. Mick, aterrorizado, le
preguntó a Diana:
—¿Quién eres tú? ¿Y qué
significa todo esto?
Ella, siempre serena,
respondió:
—¿Es que no se lo oíste decir? Hizo un pacto y antes o después tenía que pagar el precio.
—¡No! ¡Tú no puedes
ser…!
Diana sonrió con dulzura
y le dijo:
—¿Y por qué no, Mick? ¿Acaso preferirías que
tuviera cuernos y rabo, como en los cuentos? Ahora debo irme. Espero que
seas muy feliz en tu vida, para lo cual será mejor que nunca más volvamos a
vernos. ¡Hasta siempre!
Dicho esto, Diana desapareció como un fantasma,
dejando a Mick sumido en un caos emocional. Segundos antes el perro del doctor
Wilson había oído un sonido imperceptible para los seres humanos: mientras Diana
se despedía de Mick, el corazón de la niña infernal había emitido un latido de
tristeza.
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