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EL BAKENEKO (MICRORRELATO)
LA GÉNESIS DEL MAL (CUENTO)
Louisiana, 1860: Cuando los excesos alcohólicos extinguieron la vida del acaudalado terrateniente John Marlowe, su hijo Henry se convirtió en el dueño de la plantación y en el tutor legal de su hermana Virginia. Todo pintaba bien para él, pero una conversación informal con el abogado de la familia, previa a la lectura del testamento, le deparó una desagradable sorpresa: según las disposiciones de su padre, Henry debía compartir la hacienda con Jack Dulac, un pariente pobre de la familia, recogido por el difunto señor Marlowe en su primera infancia. Pero el nuevo propietario, que siempre había sentido hacia Jack una profunda (y mutua) antipatía, sobornó al abogado para que falsificase el testamento, reduciendo la herencia de Jack a un modesto legado económico. Por otra parte, Henry le dejó claro a Jack que solo podría quedarse en la mansión familiar como intendente a su servicio, lo cual hirió hondamente su orgullo. El ofendido muchacho abandonó la plantación tras despedirse de Virginia, la única que lloró su marcha. Se estableció en la posada del pueblo cercano y, carente de un objetivo en la vida, no tardó en malgastar su herencia entregándose al juego y al alcohol.
Una noche, mientras salía tambaleándose de una sucia taberna, se encontró con una vieja mulata, que vivía en una choza del pantano y de la cual se decía que era una bruja. Jack apenas la conocía, aunque creía recordar que había sido esclava en la plantación de los Marlowe antes de ser manumitida. Por su parte, la vieja parecía conocer muy bien a Jack, a quien le dijo sin el menor preámbulo:
—Sé que has sido víctima de una injusticia, pero, si aceptas mi ayuda, yo te convertiré en el nuevo amo de la plantación.
—¡Vaya! ¿Y puede saberse cuál es el precio de tu ayuda? Porque ahora mismo no tengo ni un centavo.
—Pronto serás rico, pero esa no es la cuestión. Yo no quiero nada de ti, salvo que me hagas una promesa: cuando seas el dueño de la mansión, deberás alejar de ti a Virginia. Envíala a un internado, cásala con alguien, haz lo que quieras con ella… pero no la mantengas cerca de ti bajo ningún concepto.
—¿Pero qué tienes tú contra Virginia? Ella siempre ha sido buena con todo el mundo.
—No se trata de que sea buena o mala. Mientras viva contigo alguien que se apellide Marlowe, nadie te considerará el verdadero amo.
Jack, medio borracho, asintió y prometió alejar de sí a Virginia, aunque realmente no esperaba gran cosa de aquella vieja charlatana.
Al día siguiente Henry Marlowe murió tras beber una botella de ron que alguien había envenenado. A falta de otros parientes más próximos, y teniendo en cuenta que las leyes de la época no permitían heredar a las mujeres, Jack Dulac se convirtió efectivamente en el nuevo y acaudalado propietario de la plantación. Pero, en vez de cumplir su promesa, no solo mantuvo consigo a Virginia, sino que además la convirtió en su esposa. Cuando se hizo público su compromiso, la bruja del pantano intentó acceder a la mansión para reprocharle su traición, pero los criados le vedaron el paso y la expulsaron sin demasiados miramientos.
Durante algunos meses Jack, ahora rico y respetado, vivió feliz en compañía de Virginia, quien no tardó en quedarse embarazada. Al contrario de lo que había pronosticado la bruja, nadie ponía en duda su autoridad y la relación entre los jóvenes esposos era plenamente armoniosa. Pero, cuando llegó el momento del parto, las cosas se torcieron fatalmente. El niño murió poco después de nacer y Virginia, destrozada por el dolor, sufrió una terrible depresión. Algún tiempo después encontraron su cadáver flotando en el estanque del jardín. Para poder enterrarla en tierra sagrada, se certificó que su muerte había sido accidental, pero la verdad era evidente para todos.
Jack, que ya había sufrido mucho con la pérdida de su hijo, no pudo resistir el dolor y se planteó imitar a su esposa. Pero antes de morir quería ajustar cuentas con la bruja del pantano, a la que acusaba de haberlo maldecido como castigo por su traición.
Un día se adentró en el pantano con un cuchillo en la mano. No tardó en localizar la cabaña de la bruja, que en aquel momento estaba preparando un guiso para la cena. El intruso entró discretamente en la choza y mató a la anciana, destripándola a cuchilladas antes de que ella pudiera gritar o defenderse.
Jack iba a marcharse de la cabaña cuando llamó su atención una Biblia protestante, único libro que la bruja poseía. Era una posesión bastante llamativa, pues los negros generalmente no sabían leer. Jack pensó que quizás ella la había robado y la tomó, para devolvérsela a su legítimo dueño si encontraba su nombre en alguna parte. Resulta que aquella Biblia había pertenecido al mismísimo John Marlowe, cuya firma figuraba en la primera página bajo las siguientes palabras:
“Querida Marie, ahora que eres libre ya no volveremos a vernos, pero yo nunca te olvidaré. Te prometo que cuidaré de nuestro hijo, el pequeño Jack, y, para evitarle problemas, les diré a todos que es un huérfano recogido por caridad. Por suerte, su piel, aunque morena, puede pasar por la de un hombre blanco que se ha tostado bajo el fuerte sol de Louisiana, así que nadie tiene por qué sospechar la verdad. Solo te pido que, si alguna vez te encuentras con él, no le reveles su verdadero origen”.
Jack comprendió: aquella bruja, su verdadera madre, nunca lo había maldecido. Su hijo había muerto porque, siendo el fruto de un incesto, del pecado que ella había intentado evitar sin incumplir la petición de John Marlowe, carecía de defensas naturales frente a una enfermedad de transmisión genética.
Sabiéndose reo de matricidio e incesto, quizás los dos peores pecados que puede cometer un hombre, Jack perdió el juicio y abandonó para siempre su tierra natal, enrolándose en Nueva Orleans como simple marinero. Ahora sí que estaba maldito y tendría que arrastrar su condena durante toda la eternidad, tanto en esta vida como en muchas otras.
Londres, 1888: Un mercante procedente del Caribe atracó en el puerto de East London y el cirujano, un anciano misterioso y taciturno llamado Jack (todos ignoraban o habían olvidado su apellido), le dijo al capitán que deseaba abandonar el barco para establecerse en tierra firme. Nadie lo echaría de menos, pues, aunque era un buen profesional, su mal carácter y su afición a destripar animales vivos le habían ganado la hostilidad de todos sus compañeros. Tras desembarcar, Jack se encaminó hacia el barrio de Whitechapel y no tardó en perderse entre la niebla.
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
EL EXTRAÑO CASO DE LA SOBRINA RAPTADA
Mick era un adolescente británico que sentía verdadera devoción por las historias de misterio, tanto en los libros y cómics como en la vida real. Un día su compañera de clase Sonia Rogers fue raptada por un experto en disfraces, que se hizo pasar por su tío, el famoso investigador de lo paranormal Sir Michael Rogers, y se la llevó del colegio en un vehículo con matrícula falsa. Cuando se descubrió que aquel hombre era un impostor y que el verdadero Sir Michael estaba en el extranjero, la policía activó un dispositivo de búsqueda que no obtuvo el menor resultado. Entonces Mick, sinceramente preocupado por la suerte de Sonia, decidió emprender sus propias investigaciones.
Aquella
misma noche intentó contactar con Nanoc, un presunto hacker estadounidense al
que había conocido en un foro de Internet y que, al parecer, tenía acceso a
todas las fuentes de información imaginables. Mientras esperaba la respuesta de
Nanoc, Mick recibió una llamada de otra compañera de clase, Megan Malcolm,
quien le dijo que lo estaba esperando en una calle próxima a su casa. Aunque
sorprendido por aquel inesperado requerimiento, Mick bajó corriendo, pues era
demasiado caballeroso para desairar a una dama (Megan lo era en el sentido más
estricto del término, pues por sus venas corría sangre azul). Tal como le había
dicho, la muchacha lo estaba esperando en el coche de sus padres, acompañada
por Jason, su chófer y guardaespaldas. Ella le mandó entrar en el vehículo y le
dijo sin más preámbulos:
—Hace poco
has intentado contactar con Nanoc, ¿verdad?
Mick no pudo
contener un grito de sorpresa al oír estas palabras, pues en teoría nadie
conocía su relación con aquel misterioso hacker.
—¡Espera!
¿Cómo sabes eso? ¿Es que has hackeado mi ordenador?
—He hackeado muchos ordenadores, porque resulta que yo soy Nanoc.
—¿Cómo? Pero...
—Ahora te lo
explico. Se supone que una señorita no debería pasar su tiempo libre buscando
información prohibida en la Deep Web, así que me inventé una personalidad falsa
de típico nerd americano. Pero, siendo un chico tan listo, deberías haber
deducido que Nanoc no podía ser americano. Si sus horas de conexión coincidían con
las tuyas, era bastante inverosímil que viviera en un lugar con un huso horario
diferente.
—Bueno, eso
es verdad. Pero ahora lo más importante es encontrar a Sonia antes de que le
pase algo malo. ¿Sabes dónde la tienen?
—Nanoc lo
sabe todo, colega. Según mis pesquisas, la mantienen oculta en la vieja mansión
de Charretiere Manor. El problema es que, como he obtenido esa información
ilegalmente, no puedo presentársela a las autoridades.
—Entonces
debemos actuar nosotros mismos.
—Exacto.
¡Jason, llévanos a Charretiere Manor lo más deprisa que puedas!
Tal como
había descubierto Megan, la Vieja Orden, una peligrosa secta esotérica que se
reunía ocasionalmente en Charretiere Manor, había raptado a Sonia, para usarla
como rehén e impedir que su tío publicara un libro sobre las prácticas
diabólicas de la organización.
Mientras el
coche se acercaba rápidamente a su destino, Megan accedió a Internet a través
de su sofisticado ordenador portátil y dijo:
—Para ser miembros de algo llamado la Vieja Orden, han protegido la mansión con
un sistema de seguridad muy moderno. ¡Lástima que alguien esté a punto de
hackearlo!
La astuta
muchacha anuló hábilmente el sistema de alarma, así como las videocámaras del
jardín, y el coche no fue detectado hasta penetró en el recinto. Los sectarios,
sorprendidos por aquella inesperada intrusión, no pudieron impedir que Jason
consiguiera rescatar a Sonia, quien todavía se hallaba inconsciente a causa de
los narcóticos suministrados por su falso tío. Mick propuso trasladarla a la
clínica del doctor Marlowe, que se hallaba cerca y abría por las noches. Allí
la muchacha podría recibir los auxilios médicos que necesitara, mientras sus
rescatadores ideaban alguna forma de hablar con la policía sin reconocer el allanamiento de una propiedad privada.
Tras detener el vehículo junto a la clínica, Jason tomó a Sonia en sus fuertes
brazos y entró con ella en el edificio, seguido por Megan y Mick. El doctor
Marlowe, previamente avisado, los estaba esperando en el vestíbulo. Intentó
inyectarle a la desmayada Sonia una jeringuilla que ya tenía preparada, pero
antes de que pudiera hacerlo Mick se arrojó sobre él, arrebatándole la
jeringuilla de la mano y el falso bigote de la cara. Mientras Jason se ocupaba
de inmovilizar al impostor, Mick le dijo a la sorprendida Megan:
—Un consejo
de Hércules Poirot: para reconocer a un experto en disfraces, tienes que
fijarte en sus orejas. Conozco al doctor Marlowre de toda la vida y sé cómo son
sus orejas.
Dicho esto,
le dedicó a su amiga una sonrisa pícara, traducible por “ser hacker está bien,
pero leer novelas policíacas también sirve para algo”.
LA MARCA DE LUPERCUS
Texto:
Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
Aquella noche Andrés, un joven profesor de secundaria
experto en antropología y ocultismo, volvió a su apartamento tras pasar el día
de excursión con sus alumnos. Lo primero que hizo fue encender su ordenador y
escribir el siguiente texto:
“Como hacía buen tiempo, tras realizar las visitas
culturales de rigor decidimos pasar la tarde en la playa. Cuando vi a Helena
Nóvoa (una alumna de bachillerato) en bañador, me llamó la atención algo
extraño: aquella chica tenía en el hombro izquierdo una marca semejante a la
cabeza de un lobo. Le pregunté si era un tatuaje, pero ella me aseguró que se
trataba de una marca de nacimiento. Luego saqué mi móvil y, mientras fingía
enviar un mensaje, le saqué una foto sin que ella se diera cuenta, para poder
estudiar su marca con detenimiento cuando volviera a casa. Durante el viaje de
vuelta me senté al lado de Ana, una compañera que lleva mucho tiempo en el
instituto, y conseguí que ella me contara algunas cosas interesantes sobre la
familia de Helena. Nueve meses antes de su nacimiento sus padres fueron de
excursión a las montañas, donde los sorprendió una súbita riada. El presunto
padre de Helena murió ahogado y su madre sobrevivió de milagro. Fue hallada
inconsciente en medio del bosque, adonde había sido arrastrada por el agua. Se
recuperó sin problemas y poco después descubrió que estaba embarazada. Lo
curioso es que el bosque donde apareció había sido en otros tiempos un lugar
sagrado, donde las antiguas sacerdotisas y hechiceras se reunían por las noches
para adorar a Lupercus, el dios de los bosques. Y esa adoración incluía
ofrecerle sus cuerpos a dicha divinidad, que, según la leyenda, tomaba la forma
de un macho cabrío o de un lobo gigante para copular con ellas. Puede que todo
esto no tenga nada que ver con la marca de Helena, pero creo que en otros
tiempos menos racionalistas tanto ella como su madre habrían tenido serios
problemas con la Inquisición”.
Tras redactar las líneas que hemos citado, Andrés
apagó el ordenador y fue al supermercado a comprar algo para la cena. Cuando
volvió a su apartamento, alguien le propinó un fuerte golpe en la cabeza, que
lo dejó inconsciente durante unos minutos. Cuando recuperó el sentido,
descubrió que estaba atado de pies y manos. A su lado se hallaba un hombre
pálido y apuesto, que lo observaba con una mirada entre cruel y burlona. Andrés
se estremeció cuando reconoció a Alberto Santos, un asesino al que había dado
por muerto varios años antes. Venciendo su miedo, se dirigió al intruso con voz
trémula:
-¿Qué quieres de mí?
Alberto sonrió y le respondió con fría serenidad:
-Creo que es evidente. He venido para terminar el
trabajo que dejé pendiente en Sudamérica. Sabes demasiado sobre mis actividades
y por eso vas a morir esta misma noche. Pero quiero que sufras un poco antes de
morir, como sufrí yo la última vez que nos vimos. Por cierto, ¿quién es la
chica de la foto?
-¿De qué foto hablas?
-He estado revisando tu celular mientras estabas
inconsciente. Me refiero a una foto de esta misma tarde, donde aparece una
chica en bikini. Supongo que será una de tus alumnas. ¿Acaso eres uno de esos
profesores pervertidos que tienen fantasías húmedas con sus pupilas?
Aquella acusación carecía de fundamento, pero Andrés
decidió mentir:
-¡Pues así es! Sé que está mal, pero no puedo
remediarlo. Estoy enamorado de esa chica.
-¡Qué interesante! Entonces supongo que querrás
despedirte de ella antes de morir. ¿Qué tal si te traigo su cabeza? Así te
marcharás bien acompañado al Infierno.
-¡Jamás te diré dónde vive!
-Ni falta que hace. Seguro que en tu agenda escolar
tienes los datos de todos tus alumnos, incluidas sus fotos y direcciones.
Tras encontrar la dirección de Helena, Alberto dejó a
Andrés en el apartamento bien atado y amordazado, robó un coche y se dirigió a
una casa situada en las afueras de la ciudad. Cuando llegó allí, forzó la
puerta trasera y entró en la casa armado con un cuchillo. La madre de Helena
estaba preparando la cena en la cocina, mientras su hija escuchaba música en su
habitación. Alberto subió las escaleras sin que ninguna de las dos se percatase
de que había un intruso en la casa. Cuando entró en el cuarto de la muchacha,
se arrojó sobre ella, le tapó la boca y se dispuso a degollarla. Pero entonces
algo que no era humano (ni tampoco un animal ordinario) entró en el cuarto por
la ventana y se marchó pocos segundos después, dejando atrás el cadáver
ensangrentado de Alberto. Helena resultó ilesa, pero sintió tanto miedo que se
desmayó y luego no pudo recordar lo que había visto.
Las autoridades no consiguieron encontrar ni
identificar al misterioso ser que había matado a Alberto. Solo Andrés hubiera
podido dar una explicación al respecto, pero optó por callarse. De todas
formas, nadie podría creer que Lupercus había matado a Alberto para salvar a su
hija, tal como él mismo había planeado.
SUCEDIÓ EN EL OESTE
Nos
hallamos en cierto lugar del Salvaje Oeste a finales del siglo XIX.
Cuando
Daniel recobró la conciencia tras un largo desmayo, estaba tumbado sobre una
cómoda cama, en una habitación sencilla, pero bastante acogedora. Recordaba
vagamente que había sido mordido por una serpiente, cuyo veneno, aunque no
mortal para el hombre, lo había dejado fuera de combate durante varias horas. A
su lado se hallaban una mujer muy hermosa y una niña, que lo miraban con una
mezcla de preocupación y alivio. Adivinando que ellas le habían salvado la
vida, Daniel les dijo:
—Nunca
podré agradecerles lo que han hecho por mí. Permitan que me presente. Me llamo
Daniel Hunter y soy oriundo de la lejana Nueva Inglaterra.
La
mujer sonrió y le dijo:
—Yo
me llamo Lara Grant y esta de aquí es mi hija Rachel. Su caballo está en el
establo, esperando a que tenga fuerzas para cabalgar de nuevo. Sentimos no
poder atenderlo como es debido, pero estamos solas en el rancho. Mi marido
murió de pulmonía el pasado invierno y todos nuestros jornaleros se encuentran
en el campo, cuidando del ganado.
Entonces
Rachel, venciendo su timidez, le preguntó a Daniel:
—¿Es usted un cazador de recompensas, señor Hunter?
—Podría
decirse que soy un cazador, pero nunca me quedo con la recompensa.
Temiendo
que la niña pudiera incomodar a Daniel con sus preguntas, Lara le dijo que
fuera a buscar agua al pozo. Cuando Rachel salió al patio, un hombre desaliñado, con barba de tres días y la ropa
desgarrada por los colmillos de los coyotes, la atrapó e intentó amordazarla,
pero no pudo evitar que profiriese un sonoro grito. Lara y Daniel acudieron
rápidamente, pero el intruso sacó un revólver y les dijo:
—Si
intentan cualquier cosa, le volaré la cabeza a la niña.
Daniel
reconoció a John Morton, un peligroso bandido muy capaz de cumplir sus
amenazas, pero mantuvo la calma y le dijo, mientras lo encañonaba con su propio
revólver:
—Será
mejor que te rindas, Morton. Sé que tu arma está descargada.
Aquello
era cierto, así que Morton soltó a la niña y huyó al bosque. Daniel lo dejó
marchar, pues no hubiera sido noble disparar sobre un hombre indefenso que, de
todas formas, no llegaría muy lejos.
Rachel,
agradecida, abrazó a su salvador y le dijo:
—Señor
Hunter, usted no es un cazador de recompensas, sino un caballero andante.
—Quizás
soy un caballero… pero nunca me quedo con la princesa.
Dicho
esto, Daniel se separó suavemente de Rachel y se marchó en silencio.
…
¿Y cómo supo Daniel que
el revólver de Morton estaba descargado? La respuesta es muy sencilla. ¿Sabes
cuál es?
EL AVATAR
Texto de Francisco Javier Fontenla, basado en clásicos de la novela policial. Imagen de Pixabay.
Hans Larsen era un adolescente norteamericano de carácter sencillo y buen corazón, aunque en las profundidades de su Yo había algo que ni él mismo comprendía. Cuando Hans era pequeño, sus padres lo habían llevado a la consulta de un prestigioso psicólogo, con la esperanza de que este le curase su terrible fobia a los perros. Aquel psicólogo lo hipnotizó para ayudarlo a recordar el hecho traumático que le había provocado aquella fobia, pero el resultado fue sorprendente: al parecer, aquel suceso no había tenido lugar en la vida actual de Hans, sino en otra vida anterior. Y, desde entonces, el muchacho empezó a tener extraños sueños, durante los cuales recordaba cosas que, aparentemente, no le habían sucedido a él, sino a sus avatares de épocas pasadas.
Por otra parte, Hans estaba secretamente prendado de Lucy, una atractiva compañera de clase que destacaba en el club de teatro, y, como buen enamorado tímido, había adquirido la costumbre de pasear solo por lugares agrestes. Una tarde estival, mientras caminaba por el campo, encontró un cadáver ensangrentado. Cuando se acercó para echar un vistazo, le pareció que se trataba de Martha Howard, la adinerada madre adoptiva de Lucy. Como le daba miedo quedarse allí, salió corriendo en busca de ayuda, pero resbaló y cayó por un terraplén. Al caer se llevó un golpe en la cabeza, que despertó a una de sus identidades del pasado. Entonces tuvo lugar una extraña conversación dentro de su mente:
—¡Ay, qué dolor de cabeza! Me siento como si me hubiera pegado el monstruo de la Rue Morgue.
—¡Oiga! ¿Quién es usted y qué está haciendo dentro de mi cabeza?
-Soy tu Yo de hace doscientos años. Me presento: mi nombre es Augusto Dupin, caballero y detective. ¿No has leído los relatos que me dedicó mi desdichado cronista y amigo Edgar Allan Poe?
—Pues no.
—¡Típica ignorancia de un joven del siglo XXI! En fin, será mejor que busquemos a los agentes de la ley.
Hans tuvo que caminar hasta la ciudad, pues allí su móvil no tenía cobertura. Tras examinar el cadáver, la policía ratificó que se trataba, efectivamente, de la señora Martha Howard. John Howard, segundo marido de la víctima y padrastro de Lucy, hubiera sido un sospechoso ideal, pues la muerte de su mujer le proporcionaba una sustanciosa herencia. Pero tenía una buena coartada, pues estaba jugando al golf con unos amigos cuando Hans descubrió el cadáver. Y, según el forense, la víctima llevaba poco tiempo muerta, por lo que no hubiera podido asesinarla antes de ir al campo de golf.
Cuando Hans volvió a la ciudad, se encerró en su cuarto, tras pedirles a sus padres que no lo molestaran, con la excusa de que estaba muy afectado. Entonces volvió a oír en su mente la voz de Monsieur Dupin:
—Creo que ya he resuelto el caso. Examinando atentamente tus recuerdos, descubrí un elemento discordante en la escena del crimen. Me refiero a las moscas.
—Pues yo no recuerdo que allí hubiera ninguna mosca.
—¡Ese es precisamente el elemento discordante! Estamos en verano y un cadáver abandonado en medio del campo tendría que haberlas atraído rápidamente. De hecho, cuando la policía llegó allí había bastantes por los alrededores, pero cuando viste el cuerpo por primera vez no había ni una sola. Eso me sugiere una idea que, con un poco de suerte, podremos corroborar en breve.
Aquella misma noche John Howard y su hijastra Lucy abandonaron la comisaría, tras reconocer el cadáver y prestar declaración. Cuando llegaron al parking subterráneo, la muchacha besó con pasión a su padrastro y le dijo:
—¡Felicidades, John! Gracias al imbécil de Hans, tu plan ha salido perfectamente.
—Sí, cariño. Ya tengo los documentos falsos y los billetes que nos permitirán huir del país antes de que tengan pruebas contra nosotros.
Pero entonces alguien que se hallaba oculto tras una columna se plantó delante de ellos y les dijo:
—Buenas noches, soy el imbécil del que hablaban.
Lucy gritó, sorprendida y furiosa:
—¡Hans! ¿Qué haces aquí?
—¿No es obvio, guapa? Espiaros para comprobar que mis sospechas (es decir, las sospechas de Monsieur Dupin) eran ciertas. Ya lo veo claro: una buena actriz, que conocía mis costumbres y los sitios por donde solía pasear, se hizo pasar por su madre muerta, para darle una coartada a su cómplice. Mientras yo corría en busca de ayuda, te largaste sin ser vista por nadie. Usted, Mister Howard, mató a su esposa cuando volvió de jugar al golf y se la llevó al lugar donde yo había encontrado a Lucy, pensando que no me daría cuenta del cambiazo. Pero en eso se equivocó completamente. Por cierto, he grabado en mi móvil lo que acaban de decir y también les he hecho una foto muy comprometedora.
Howard, furioso, se arrojó sobre Hans, pero este, aprovechando los conocimientos de “savate” (boxeo francés) transmitidos por Monsieur Dupin, esquivó fácilmente su acometida y le propinó un fuerte golpe en la mandíbula, que lo dejó sin sentido. Hecho esto, Hans le dijo a la sorprendida Lucy:
—¿Cómo pudiste ayudar al asesino de la mujer que te adoptó cuando te quedaste huérfana?
—Ella no me recogió por caridad, sino para lavar su mala conciencia por haber provocado la ruina de mis verdaderos padres. Yo, en cambio, lo hice todo por amor. Si tú me amaras de verdad, lo entenderías y me dejarías escapar.
—Yo quizás lo haría, Lucy. Pero dentro de mi mente hay alguien que tiene otras ideas al respecto.
Mientras la muchacha y su padrastro eran detenidos por la policía, Hans volvió solo a su casa. Viendo que estaba muy triste, Dupin le dijo:
—Consuélate, hombre. En el fondo siempre has sabido que esa chica no era buena para ti, ¿verdad?
—Aun así, yo la amaba… pese a que hace quinientos años hizo que sus perros me devoraran por haberla visto desnuda.
LA INSPIRACIÓN (CUENTO)
Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
Un
día del año 1830 cierta prostituta fue estrangulada en las afueras de Nueva
York. Varios testigos vieron huir al asesino, pero no pudieron distinguir su
rostro, aunque advirtieron que iba uniformado como los cadetes de West Point. Las
investigaciones efectuadas por los agentes de la ley dejaron constancia de que
aquel día todos los cadetes tenían una coartada irrefutable, con solo dos
excepciones. Uno de los posibles sospechosos era el joven Jack Marlowe,
muchacho de buena familia y expediente intachable. El otro era un individuo de
costumbres disolutas y mente algo desequilibrada, al que sus escasos amigos
solían llamar Eddy. Con semejantes antecedentes, no es de extrañar que este
último se convirtiera en el blanco de todas las sospechas. O, mejor dicho, de
casi todas, pues uno de sus compañeros había hecho buenas migas con él y creía
en su inocencia. Así pues, Robert Reynolds decidió investigar el caso por su
cuenta, para echarle una mano a su amigo Eddy antes de que alguien decidiera
ahorcarlo.
Aquella
noche consiguió salir de la academia sin que su fuga fuera advertida y se
acercó a la ciudad, concretamente al depósito de cadáveres. Tras sobornar al
guardia, examinó el cadáver de la desdichada prostituta y, tras hacerse con una
buena lupa, examinó atentamente las marcas que los dedos asesinos habían dejado
en su cuello. Tras una larga observación, se guardó la lupa en el bolsillo y se
dijo:
—A
juzgar por la posición de las marcas, quien asesinó a esta desgraciada debía de
tener unas manos bastante grandes. Las de Eddy son más o menos como las mías
(lo sé porque nos hemos echado unos cuantos pulsos). Las de Marlowe no sé cómo
serán, nunca me he fijado en ese detalle. Pero él es un hombre bastante alto y
fuerte, así que lo lógico sería pensar que tiene unas manos grandes.
Pero
aquel era un indicio demasiado vago para satisfacer a Reynolds. Además, Marlowe
no era de los que frecuentan la compañía de las prostitutas y, desde luego, no
estaba loco. ¿Qué razón podía tener para matar a una desconocida? Entonces
Reynolds decidió acercarse al barrio donde se había cometido el crimen y, tras
otro soborno, pudo hablar con una compañera de la víctima. Esta no tenía ni
idea de quién podía haber estrangulado a la pobre Betty, así que Reynolds optó
por preguntarle directamente:
—¿Le
habló alguna vez su amiga de un cadete llamado Marlowe?
La
apenada prostituta caviló en silencio durante unos segundos y luego dijo:
—Creo
que no. Recuerdo que hace pocos días Betty mencionó a un tal Marlowe, con el
cual se había acostado varias veces. Pero, por lo que dijo de él, debía de ser
un pez más gordo que un simple cadete. Además, lo mencionó precisamente para
decir que había muerto.
Como
aquella línea de investigación parecía cerrada, Reynolds se despidió de la
prostituta con una generosa propina y volvió a West Point antes de que alguien
notara su ausencia. Una vez allí, buscó a un veterano ordenanza llamado
Seymour. Este era un hombre astuto, que, sin ser amigo de nadie, conocía los
entresijos de todo el mundo. Normalmente era un tipo discreto, pero Reynolds
obtuvo el placer de su conversación a cambio de unos cuantos dólares. Tras
asegurarse de que nadie los escuchaba, le preguntó:
—Seymour,
¿sabe si recientemente ha fallecido algún pariente del cadete Marlowe?
—En
efecto. Y me extraña que usted lo haya descubierto, porque es un asunto del
cual se ha hablado muy poco por estos lares. El hermano mayor de Marlowe murió
la semana pasada, después de que se disparara por accidente la pistola que
estaba limpiando. Ya sabe: la típica tontería que se cuenta para ocultar un
suicidio.
—¿Y
qué motivo podía tener ese hombre para suicidarse?
—Según
tengo entendido, iba a casarse con una señorita de alta alcurnia, pero el
compromiso se rompió bruscamente pocos días antes de la boda. Al parecer, ese
individuo quiso comer entremeses antes del banquete nupcial y hubo un entremés
que no mantuvo la boca cerrada. No sé si me entiende.
Reynolds
entendía perfectamente y pensó que la pobre Betty había sido un entremés
demasiado parlanchín. Si el hermano de Jack Marlowe se había suicidado por
culpa de sus habladurías, entonces ya había un móvil para el asesinato. El
cadete Marlowe podía ser un hombre irreprochable en muchos aspectos, pero en
varias ocasiones había manifestado un carácter arrogante y vengativo, incapaz
de perdonar.
Tras
unas palabras de Reynolds con el jefe de policía, se procedió al arresto de
Jack Marlowe, quien consiguió escapar antes del interrogatorio. Aquella fuga se
consideró un indicio evidente de culpabilidad y así Eddy dejó de ser
sospechoso. Este abrazó a su amigo Reynolds con lágrimas en los ojos y le dijo:
—¡Muchas
gracias, Robert! No sabes cuánto te debo.
—No
exageres, Eddy. De todas formas, no había ninguna prueba contra ti.
—No
me refiero a eso. Ya sabes que quiero ser escritor cuando abandone esta maldita
academia. Y tú me has inspirado la creación de un nuevo género literario.
Varios
años después Eddy, cuyo nombre completo era Edgar Allan Poe, creó la literatura
de misterio.
ARTEMISA, LA CÓLERA DE LA NOCHE
Texto: Javier Fontenla. Imagen: "Artemisa dos Santos, a Cólera da Noite", obra de Carlos Miranda.
Dedicado a Carlos Miranda.
En la historia de Lagina interviene una taumaturga portuguesa a la cual
ella misma teme desde hace siglos, a causa de la implacable ferocidad que ha definido su
trayectoria en el mundo de las artes oscuras. Artemisa dos Santos se convirtió
en la Cólera de La Noche cuando pereció en un auto de fe celebrado en Lisboa a
mediados del siglo XVI, tras haberse comprobado su íntimo vínculo con fuerzas
oscuras tan antiguas como el surgimiento del Caos. La bruja más siniestra del
Reino de Portugal había subyugado su espíritu a la voluntad de seres
inmateriales, desconocidos e incomprensibles para la gente común, con el fin de
cobrar venganza contra todas aquellas personas que desde muy temprana edad
habían convertido su vida en un infierno.
Transcurrido el segundo aniversario de su nacimiento, Artemisa fue
abandonada por sus padres en un bosque próximo a Lisboa. Ambos progenitores eran
ladrones itinerantes de la peor calaña y los cuidados que requería la niña
suponían un lastre para sus actividades delictivas. Hasta entonces la habían
conservado con ellos porque la mendicidad era otro de sus muchos oficios y los
recién nacidos siempre estimulan la caridad de las gentes piadosas (y también
la de otras gentes que quizás no eran tan piadosas, pero que no reparaban en
gastar una moneda con tal de ver los pechos de una madre joven y lozana
amamantando a su hija). Sin embargo, alimentar a una criatura que ya ha dejado
atrás la lactancia se había convertido en un gasto oneroso, superior a los
beneficios que obtenían pidiendo limosna en los pórticos de las iglesias.
Aquella misma noche dos oficiales de la guardia real encontraron a la
pequeña mientras recorrían el bosque siguiendo el rastro de unos bandoleros.
Aquellos hombres resolvieron entregársela a las monjas del convento más cercano
y, al cumplir los doce años, Artemisa fue enviada a la hacienda de los Cardoso,
una familia aristocrática que necesitaba renovar su numerosa servidumbre. Así
fue como empezó la peor época de su breve vida, pues, aunque había conocido
muchas privaciones y maltratos durante su estancia en el convento, esta había
sido un recorrido por los Campos Elíseos en comparación con lo que le aguardaba
en la hacienda.
Apenas cumplidos los veintidós años, la muchacha degolló al jefe de dicha
familia con la ayuda de uno de los guardias, que pertenecía en secreto a un
círculo clandestino de avezados nigromantes. Aquel hombre llevaba varios años
adoctrinándola discretamente y, como en medio de su maldad aún conservaba
ciertos valores morales, se indignó al presenciar los tormentos que sufría la
pobre criada a manos de sus arrogantes y lascivos señores. Entonces, además de
suministrarle un cuchillo bien afilado, le transmitió conocimientos esotéricos
para que, cuando llegase el momento idóneo, pudiera desatar una maldición
contra los descendientes de sus maltratadores.
Después de asesinar al señor Cardoso, la joven huyó de la finca para
integrarse formalmente en la cofradía de hechiceros. Pero solo permaneció un par
de años en ese grupo, porque, transcurrido ese plazo, aniquiló a todos sus
miembros (incluyendo a su mentor) en un ataque de ira. El detonante fue un intento
de violación por parte de otro neófito, lo cual revivió el recuerdo de los abusos padecidos en la casa de los Cardoso.
Cuando consiguió recuperar el control de su mente y de su magia, Artemisa
no sintió el menor remordimiento por la masacre que había cometido, pues un
odio ardiente, hijo del dolor y de la vergüenza, se había adueñado de todo su
ser, no permitiéndole otro vínculo con la realidad que un irrefrenable deseo de
venganza.
Pronto inició una guerra sin cuartel contra las clases pudientes del
reino, sin distinguir entre culpables e inocentes ni reparar en los “daños
colaterales” que sus acciones pudieran provocarle al pueblo llano. Como a lo
largo de su vida solo había conocido la crueldad y la lujuria, creía firmemente
que no se merecía el amor de nadie, ni siquiera el de aquellos padres que la
habían abandonado en un bosque infestado de alimañas (apenas podía recordar sus
rostros, pero también había tramado una cruenta venganza contra ellos).
Embriagada por el incesante furor de su guerra contra la Humanidad
entera, Artemisa olvidó cualquier otro sentimiento, incluso la prudencia, y un
día del año 1547 fue capturada por soldados de la guardia real. Aprovechando
que perdía todos sus poderes al amanecer y que se hallaba extenuada tras haber cometido
una nueva masacre, aquellos hombres la amarraron y se la entregaron a un
tribunal eclesiástico, que no tardó en dictar una sentencia de muerte en la
hoguera. Como declinó una última oportunidad para arrepentirse de sus culpas,
no le concedieron el privilegio de ser estrangulada y murió quemada viva a los
veintisiete años de edad, riendo a carcajadas mientras el fuego devoraba su
carne mortal.
Pero el espíritu de Artemisa no pasó mucho tiempo en el otro mundo.
Gracias a su profundo nexo con los seres de las tinieblas primordiales, pasó de
ser un alma en pena a convertirse en una poderosa entidad sobrenatural, que
gozaba aterrorizando a todos aquellos que tenían el infortunio de cruzarse en
su camino.
Una noche de otoño del año 1550 la hechicera Lagina, que se creía la
única señora de la noche en las tierras ibéricas, se internó en cierto bosque de
las Hurdes extremeñas, un agreste territorio situado entre los reinos de Portugal y de
Castilla, con el fin de realizar ciertos ritos de brujería. Entonces tuvo la
mala suerte de posar sus ojos sobre una silueta purpúrea, al mismo tiempo
silenciosa y amenazante, que se acercaba hacia ella en medio de las tinieblas.
Por primera vez en cientos de años, Lagina se vio paralizada por el
miedo y ni siquiera pudo formular uno de sus hechizos, pues aquel terror
paralizante la había privado incluso de la respiración. Desperdició todas sus
fuerzas intentando imponerse al poderío de Artemisa, la Cólera de La Noche,
pero pronto comprendió que se hallaba acorralada e impotente frente al poder de
aquella entidad espectral.
Entonces otra figura misteriosa, que llevaba varias horas siguiendo el
rastro de la bruja, surgió de las sombras, con la intención de matar a Lagina
mientras estaba indefensa. Sin embargo, Artemisa no podía permitir que nadie le
disputara una presa y, desatando una fuerza invisible, golpeó brutalmente al
recién llegado, haciendo que su cuerpo impactara contra el tronco de un
alcornoque. Pese a ser casi invulnerable, el vampiro Hecateo se quedó aturdido
durante algún tiempo, pues había sufrido un ataque excesivamente violento.
Mientras sus dos enemigos estaban distraídos luchando entre ellos,
Lagina consiguió recuperar el dominio de sus propios poderes, pero apenas
consiguió contrarrestar la terrible fuerza de Artemisa. Los más terribles
hechizos solo podían ralentizar unos instantes el implacable movimiento de
aquel espectro purpúreo, que no dejaba de acercarse a la aterrorizada hechicera,
lenta pero inexorablemente.
Para fortuna para la hermosa griega, el manto rosado de la aurora hizo su aparición en el firmamento antes de que Artemisa hubiera conseguido alcanzarla. Como ni los espectros ni los vampiros pueden hacer frente a la petulancia de Helios, tanto Artemisa como Hecateo se vieron obligados a huir. Ambos eran seres de las tinieblas, cuya única morada posible era la oscuridad de la noche. Así pues, le dejaron el camino libre a la hechicera más poderosa de Grecia, a la beldad de los infiernos mediterráneos… a Lagina, la hermosa sacerdotisa inmortal.
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Mi nombre es Sara Lena, nací un día de primavera en la ciudad de México, soy autora de dos libros que forman una saga que, aunque ya está p...

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