PESADILLA DE UNA NOCHE DE SAN JUAN

Texto de Francisco Javier Fontenla. Imagen de Pixabay.

Los padres de Ana y Carlos se habían ido a comer con sus parientes, como hacían habitualmente el día de San Juan, patrón del pueblo. En cambio, los niños habían preferido quedarse en casa y comer una pizza precocinada, pues aquellas reuniones familiares los aburrían soberanamente, especialmente desde que la tía Marta se empeñaba en ir a un restaurante vegano.

A media tarde Carlos entró en la habitación de Ana, que estaba tumbada en su cama, sin más ocupación que acariciar a su gatita Ligeia, y le dijo:

Ana, ¿subes conmigo al desván para jugar a policías y ladrones?

Ana suspiró resignada y subió las escaleras en compañía de su hermanito.

Una vez en el desván, Carlos, como de costumbre, asumió el papel de ladrón (pero de un ladrón muy listo, que siempre atrapaba a la agente Ana en vez de ser atrapado por ella). Ni corto ni perezoso, ató a su hermana a una silla, apretando los nudos más de lo habitual, y le puso una mordaza en la boca. Ana se sintió algo escamada al verse tan indefensa, aunque no se asustó, pues, a fin de cuentas, aquello no era más que un juego. Entonces se abrió repentinamente la puerta de un viejo armario y, para sorpresa de Ana, dentro del mueble había un niño igualmente atado y amordazado. Pero lo que realmente sorprendió (y asustó) a Ana fue que aquel niño era idéntico a Carlos… o, mejor dicho, era el verdadero Carlos. Una muchacha con el aspecto de Ana surgió de las sombras y cerró la puerta del armario donde estaba Carlos, sin que su indefensa hermana pudiera hacer nada para ayudarlo. Hecho esto, la falsa Ana se dirigió al falso Carlos y le dijo en una lengua desconocida:

El dispositivo que nos permite imitar el aspecto de los terrícolas está funcionando perfectamente. Y, si todos ellos son tan estúpidos como estos dos, los infiltrados no tardaremos en conquistar este planeta. Pero deberíamos deshacernos de los prisioneros. Sus padres no tardarán en volver y, aunque los dejemos encerrados en el desván, acabarán encontrándolos. Luego habrá que buscar una forma de esconder sus cadáveres.

El falso Carlos respondió:

No te preocupes, tengo una idea al respecto. Creo que en la planta inferior hay un horno.

Cuando los padres de Ana y Carlos volvieron a casa, se llevaron una grata sorpresa: por una vez, los vagos de sus hijos se habían molestado en hacer la cena ellos mismos. Así pues, aquella noche toda la familia pudo disfrutar de un asado de carne, que estaba realmente delicioso.

La señora de la casa le preguntó a Ana dónde habían comprado aquella carne tan rica y la muchacha le respondió tranquilamente, mientras le daba un pequeño trozo a su gata:

No hizo falta comprarla. Es la carne de dos extraterrestres imbéciles, que querían encender el horno para asarnos a nosotros. Pero Ligeia se dio cuenta a tiempo y los asó a ellos con el fuego del infierno.

Por desgracia para los invasores, aquella era una familia de hechiceros. Y Ligeia era su demonio familiar. 

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