Texto: Robert E. Howard (1906-1936), adaptado por Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
Cuando se puso el sol negras sombras envolvieron el bosque.
Entonces sentí un escalofrío y lancé una ojeada temerosa a los arbustos. No
había ningún pueblo en varias millas a la redonda. Me detuve y agarré mi daga
cuando oí algo, como si alguna bestia estuviera acechándome desde la maleza.
Pero yo debía seguir mi camino. Intenté convencerme de que no había nada
extraño en aquel bosque, a pesar de todo lo que me habían dicho los aldeanos
supersticiosos. Mientras caminaba, se extinguieron las últimas luces del
atardecer. Me detuve de nuevo y empuñé mi espada, al advertir que alguien se
acercaba entonando una extraña melopea. Un sudor frío se deslizó por mi frente,
pero suspiré aliviado al ver que solo era un hombre: parecía un individuo alto
y enjuto, aunque la penumbra del crepúsculo desdibujaba su silueta. El
desconocido me dijo, sin manifestar ningún temor:
—Os ruego que tengáis cuidado con vuestra arma, amigo mío.
Un poco avergonzado, bajé mi espada y le dije en tono de
disculpa:
—No conozco bien este bosque y, según se dice, está plagado
de bandidos. ¿Podéis indicarme el camino que lleva a Villefére?
—Yo precisamente me dirijo hacia ese lugar, así que podría
guiaros, si no os disgusta mi compañía.
—Os lo agradezco. Mi nombre es De Montour y soy oriundo de
Normandía.
—Yo soy Carolus el Lobo. Procedo de un linaje de grandes
cazadores, al cual le debo mi apodo.
—Disculpadme de nuevo, pero la oscuridad no me permite
distinguir vuestras facciones.
Mi acompañante emitió una risa silenciosa y dijo:
—No hay mucho que ver.
Se acercó más a mí, produciéndome un nuevo escalofrío.
—¡Una máscara! ¿Por qué lleváis vuestro rostro cubierto,
Monsieur?
—Una vez, mientras huía de unos sabuesos, hice voto de
llevar esta máscara si Dios tenía a bien salvarme.
—¿Cómo es que os perseguían unos sabuesos, Monsieur?
—Así es como llamamos aquí a los lobos.
Caminamos en silencio durante unos minutos y entonces mi
compañero me dijo:
—Es sorprendente que caminéis por el bosque a estas horas.
La gente no suele pasar por aquí, ni siquiera durante el día.
-Me urge llegar a la frontera. Debo comunicarle al duque de
Borgoña que acaba de firmarse un tratado de paz con los ingleses.
Mi compañero me señaló un camino estrecho y apenas
perceptible, que aparentemente, desaparecía entre las tinieblas del bosque. Yo
no pude disimular mi temor y entonces él me preguntó:
—¿Acaso preferís regresar al pueblo?
—No, debo seguir adelante.
Tan angosto era el camino que solo podíamos caminar en
hilera, siendo mi compañero el que iba delante, guiándome en la oscuridad.
Advertí que caminaba con facilidad y sin hacer ruido. Me habló de sus viajes y
de sus aventuras. Dijo que había estado en lugares lejanos y que había visto
cosas fuera de lo común. Mientras me entretenía con sus relatos, penetramos más
y más en el corazón del bosque. Le pregunté si aquel camino era utilizado con
frecuencia y él me respondió que no. Era un lugar muy oscuro, donde solo se oía
el murmullo de las hojas. Entonces él empezó a hablar de los extraños seres
que, según se decía, acechaban en las tinieblas. Luego dijo:
—Apuremos el paso. Debemos salir de aquí antes de que la
luna alcance su cenit.
La mención a la luna me recordó que, según los campesinos,
en aquel bosque había un hombre lobo. Mi compañero me dijo:
—Según los ancianos, un hombre lobo muere definitivamente
si es destruido bajo su forma de lobo. Pero, si muere cuando tiene forma
humana, su espíritu perseguirá eternamente al responsable de su muerte.
Apuremos más nuestro paso, pues la luna está acercándose a su cenit.
Vimos un pequeño prado iluminado por los rayos lunares. Mi
compañero se detuvo y dijo:
—Hagamos un pequeño descanso.
—Yo preferiría seguir adelante. No me agrada este lugar.
—No sé por qué no os gusta este prado. Es un lugar tan
agradable como esos salones donde los nobles celebran sus banquetes. De hecho,
yo he celebrado muchos aquí.
—Un peligro nos acecha. ¿No lo sentís? Hay lobos cerca de
nosotros.
Entonces él se acercó a mí, haciendo que se me erizara el
cabello. Di un paso atrás y saqué a medias mi daga. Él no sacó la suya, pero se
abalanzó sobre mí y caímos juntos al suelo. Durante la refriega le arranqué su
máscara y entonces vi algo que me hizo gritar de puro terror. Sus ojos
brillaban como los de las bestias y sus colmillos refulgían bajo la luz de la luna.
Aquel era el rostro de un lobo. Intentó morderme en la garganta y me desgarró
la espalda con sus garras. Cuando yo ya estaba a punto de perder la conciencia,
conseguí clavarle mi daga. Entonces aquel ser emitió un grito atroz, más
bestial que humano. Cuando pude levantarme vi que el monstruo yacía muerto a
mis pies. Sin embargo, aquella criatura seguía mirándome con sus llameantes
ojos de lobo. Sintiéndome al borde de la locura, saqué mi espada y descuarticé
su cadáver. Luego emprendí la huida, sabiendo que su fantasma me perseguiría
hasta la muerte.