Texto: Javier
Fontenla. Imagen: Pixabay.
Durante mucho tiempo
la muñequita estuvo sola y olvidada en un cuarto vacío, hasta que los dueños de
la casa decidieron deshacerse de ella, pues solo servía para revivir recuerdos
tristes. Arrancaron de su vestido una vieja tarjeta de felicitación, donde aún
podía leerse “para Annie, feliz cumpleaños”, y se la regalaron a un vecino
pobre, que vivía de vender objetos de segunda mano en los mercadillos
callejeros.
Como se acercaban las
fiestas navideñas, un hombre andaba buscando regalos para sus dos niñas. A su
hija mayor, que se llamaba Sarah, le regaló un móvil, pero a la pequeña Helen le compró una muñequita de trapo que encontró en un puesto de la calle. Ni él
mismo podría explicar por qué eligió aquella vieja muñeca de segunda mano en
vez de una nueva. Quizás fue porque aquella tarde caía una ligera llovizna
sobre la ciudad y las gotas que resbalaban sobre las mejillas de la muñequita
parecían lágrimas, como si aquel pobre juguete llorara de soledad. Lo cierto es
que Helen aceptó encantada aquella muñeca, a la cual, con inocencia infantil,
adjudicó rápidamente un nombre de persona: Annie. Cuando sus padres le
preguntaron por qué había escogido aquel nombre, Helen, muy seria, les
respondió que no lo había elegido ella, sino que se lo había dicho la misma
muñeca. Y además añadió que Annie le contaba muchas cosas de cuando ella
todavía no era una muñeca de trapo, sino una niña de carne y hueso, como la
misma Helen. Entonces sus padres sonrieron y no dijeron nada, pues sabían que
su hija era una niña muy fantasiosa. Por el contrario, Sarah (que iba a cumplir
trece años y, por tanto, ya se consideraba mayor) no perdía ocasión de burlarse
de su hermanita, a la cual llamaba tonta por hablar con muñecas. Así comenzaron
muchas peleas entre las dos niñas, a menudo acompañadas de mutuos lanzamientos
de ropa y de otras muestras de hostilidad, que los sufridos padres tenían que
detener riñendo seriamente a ambas contendientes. La madre, preocupada, le
sugirió a su marido que sería mejor deshacerse de Annie, para que Helen dejara
de imaginar cosas raras. Pero a él le pareció una idea muy cruel y se limitó a
encoger los hombros sin decir nada.
Una fría tarde otoñal,
mientras las niñas estaban solas en la casa, entró un ladrón forzando la
puerta. Sarah, que estaba estudiando en su cuarto y de paso escuchando música
con los auriculares, no se enteró de nada. Helen, que se hallaba en el salón
jugando (y quizás hablando) con Annie, sí que advirtió la presencia del intruso,
pero este la atrapó y le tapó la boca con la mano. Entonces sonó un grito que
se oyó en todo el edificio. El ladrón, asustado, soltó a Helen y huyó de la
casa a toda prisa, no sin antes darle un buen empujón a la sorprendida Sarah,
quien había salido de su cuarto para ver qué pasaba. Helen aseguró que había
sido Annie quien había gritado al verla en peligro, pero, naturalmente, nadie
le hizo caso. Harto ya de tantas fantasías, su padre, aunque de mala gana,
decidió deshacerse de la muñeca. Mientras Helen estaba en la escuela, agarró a
Annie y la abandonó en un vertedero de las afueras. Aquella noche cayó un
fuerte aguacero sobre la ciudad y una riada arrastró a la pobre muñequita hacia
el olvido. Antes de que desapareciera para siempre, unas gotas de lluvia, o
quizás lágrimas, resbalaron sobre sus tristes mejillas de trapo. Pero allí ya
no había nadie para verlas.
…
Tras la desaparición de
su querida muñeca, Helen pasó varios días sumida en la tristeza y sus padres,
en un intento de consolarla, le dieron dinero para comprar lo que quisiera. Una
tarde, al salir del colegio, pasó cerca de un puesto callejero que ya
conocemos. Entonces un viejo libro llamó su atención: se trataba de una edición
juvenil de Jane Eyre, cuya dueña
había muerto varios años antes. Amanda tuvo el capricho de hojear el libro y,
por pura casualidad, lo abrió al final del capítulo IX, donde alguien había
subrayado esta frase: “Me quedaré contigo, querida Helen. Nadie podrá separarme de tu lado”. Aquellas palabras la
impactaron tanto que decidió comprar el libro, del cual ya no se separó nunca,
pese a que cuando llegó a su casa aquella frase ya no estaba subrayada.
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