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PARA LEER AL ANOCHECER (CHARLES DICKENS)

 

Texto original: Charles Dickens. Adaptación: Javier Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

Esto fue lo que contó el mensajero alemán:

Yo había sido contratado por cierto caballero inglés, ya entrado en años y soltero, que pensaba hacer un viaje por mi patria. Se llamaba James y tenía un hermano gemelo, cuyo nombre era John y que tampoco se había casado. Entre ambos hermanos existía un profundo afecto y ambos colaboraban en sus negocios, aunque no vivían juntos. El señor James vivía en Poland Street, mientras que el señor John tenía su residencia en Epping Forest.

El señor James y yo estábamos preparándonos para emprender nuestro viaje cuando recibimos la visita del señor John, que deseaba pasar con nosotros la última semana antes de nuestra partida. Pero dos días después le dijo a su hermano:

-No me siento demasiado bien, así que mejor me vuelvo a mi casa, donde mi ama de llaves sabrá cuidarme. Si me recupero a tiempo, volveré aquí antes de que te marches. De lo contrario, serás tú quien tendrás que visitarme a mí.

Los dos hermanos se despidieron y el señor John volvió a su casa.

A la segunda noche después de su marcha el señor James entró en mi dormitorio con un candil, se sentó junto a mi cama y me dijo que algo no iba bien, con una extraña expresión en su rostro.

-Wilhelm, a ti puedo decirte esto, pues tú procedes de un país donde los hechos misteriosos suelen tomarse en serio. Acabo de ver al fantasma de mi hermano. Yo estaba sentado en mi cama, pues no podía dormir, cuando él entró en mi cuarto vestido de blanco, me miró, luego dirigió su mirada a unos papeles que se hallaban sobre mi escritorio y salió atravesando la puerta. No estoy loco y no le concedo ninguna existencia objetiva a ese fantasma. Creo que se trata de un síntoma de que estoy enfermo y de que me vendría bien una sangría.

Me vestí apresuradamente y le dije al señor James que no se preocupase, pues yo mismo iría en busca del médico. Entonces oímos que alguien llamaba a la puerta. Fuimos a la habitación del señor James, que estaba situada en la parte frontal del edificio, y abrimos una ventana para ver qué pasaba. Alguien preguntó desde la calle:

-¿Es usted el señor James?

-Así es. ¿Y tú no eres Robert, el criado de mi hermano?

-Sí, señor. Lamento decirle que el señor John está muy enfermo… al mismo borde de la muerte, según nos tememos. Quiere que usted vaya a verlo, así que le ruego que venga conmigo sin pérdida de tiempo. He traído un carruaje.

El señor James y yo nos miramos el uno al otro. Él me dijo:

-Wilhelm, esto es extraño. Me gustaría que vinieras conmigo.

Lo ayudé a vestirse y fuimos rápidamente a Epping Forest. Acompañé al señor James cuando este entró en la alcoba de su hermano, que estaba tumbado en la cama. A su lado se hallaban la vieja ama de llaves y otros criados, que no se habían movido de allí desde la hora de la sobremesa. El señor John tenía puesto un pijama blanco y miró a su hermano, tal como había hecho el fantasma. Cuando el señor James llegó a la vera de su cama, el señor John se incorporó lentamente y le dijo estas palabras:

-James, tú me has visto antes, esta misma noche. ¡Y lo sabes!

Dicho esto, murió.


LA COLINA DE ZAMAN (H. P. Lovecraft)


Texto: H. P. Lovecraft. Traducción: Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

La enorme colina se hallaba tan cerca de la vieja aldea que sus precipicios empezaban donde terminaba la calle principal. Verde, elevada y cubierta de bosque, su mirada tenebrosa se cernía sobre el campanario que se alzaba junto a la curva de la carretera. Durante dos siglos habían circulado rumores sobre lo que sucedía en aquella prominencia embrujada. Se hablaba de ciervos y pájaros extrañamente mutilados, de niños desaparecidos cuyas familias habían perdido para siempre. Un día el cartero no encontró la aldea donde solía estar, ni sus edificios ni sus habitantes volverían a ser vistos nunca más. Hubo vecinos de Aylesbury que se acercaron para satisfacer su curiosidad, pero todos llamaron loco al cartero, quien aseguraba haber visto en la gran colina ojos famélicos y fauces abiertas.


EL LIBRO / LA PERSECUCIÓN (H. P. LOVECRAFT)

 


Autor: H. P. Lovecraft (1890-1937). Adaptación: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido en un dédalo de viejas callejas portuarias, perdidas entre extraños aromas procedentes de ultramar y brumas esparcidas por el viento de poniente. Unos ventanucos romboidales, opacados por el humo y la escarcha, apenas dejaban entrever los libros amontonados desde el suelo hasta el techo, vestigios de una vieja sabiduría que agonizaba a precio de saldo, como las hojas de un árbol marchito. Entré, como impulsado por un sortilegio, arrebaté a las telarañas el volumen más cercano y lo hojeé al azar, estremeciéndome al leer aquellas misteriosas palabras que parecían reservar algún ominoso arcano para quien tuviera la audacia de descubrirlo. Después, mientras buscaba algún viejo y taimado vendedor, solo encontré el eco de una carcajada.

...

Salí con el libro debajo de mi abrigo y caminé con pasos apresurados por las viejas calles portuarias, sin dejar de volver la cabeza para mirar atrás, impulsado por la desconfianza. Me sentí espiado por las furtivas y sombrías ventanas de los edificios que me rodeaban, pensé en los secretos que podían ocultar y añoré una clara visión del cielo azul. Nadie me había visto robar el libro, pero en mi perturbado cerebro seguían resonando los ecos de una risa diabólica. Eso me hizo pensar en tenebrosos mundos de pura maldad, que se ocultaban entre las páginas del volumen cuya posesión había codiciado. El camino se volvió extraño, las paredes adoptaron un aspecto enloquecedor... y oí cómo me seguían los pasos de un ser invisible.


Textos originales (fuente: wikisource).

I. The Book

The place was dark and dusty and half-lost
In tangles of old alleys near the quays,
Reeking of strange things brought in from the seas,
And with queer curls of fog that west winds tossed.
Small lozenge panes, obscured by smoke and frost,
Just shewed the books, in piles like twisted trees,
Rotting from floor to roof - congeries
Of crumbling elder lore at little cost.

I entered, charmed, and from a cobwebbed heap
Took up the nearest tome and thumbed it through,
Trembling at curious words that seemed to keep
Some secret, monstrous if one only knew.
Then, looking for some seller old in craft,
I could find nothing but a voice that laughed.

II. Pursuit

I held the book beneath my coat, at pains
To hide the thing from sight in such a place;
Hurrying through the ancient harbor lanes
With often-turning head and nervous pace.
Dull, furtive windows in old tottering brick
Peered at me oddly as I hastened by,
And thinking what they sheltered, I grew sick
For a redeeming glimpse of clean blue sky.

No one had seen me take the thing - but still
A blank laugh echoed in my whirling head,
And I could guess what nighted worlds of ill
Lurked in that volume I had coveted.
The way grew strange - the walls alike and madding -
And far behind me, unseen feet were padding.

TRES OBRAS MAESTRAS DEL TERROR

 


Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

El escritor estadounidense Robert E. Howard es recordado por ser el creador del género de espada y brujería, pero también fue un importante autor de cuentos macabros. En Los hijos de la noche, uno de sus cuentos de terror más conocidos, aparece un tal Conrad, un intelectual enamorado de lo extraño y paranormal, en cuya nutrida biblioteca figuran grimorios prohibidos y los grandes clásicos de la literatura macabra.

En una de las primeras páginas del relato Conrad menciona sus tres obras favoritas del género, que con toda seguridad también eran las predilectas del propio Howard. Independientemente de que podamos tener otras preferencias, resulta interesante conocer esas tres obras maestras del terror.

La más conocida es La caída de la Casa Usher, una novela corta escrita por el insigne Edgar Allan Poe. El narrador de la historia visita la siniestra mansión mencionada en el título para pasar unos días con Roderick Usher, un amigo de la infancia que vive atormentado por un extraño trastorno y, sobre todo, por la enfermedad de su hermana Madeline. La situación del desdichado Roderick ya parece bastante mala, pero quizás las cosas sean aún peores de lo que parecen. Esta historia, además de terrorífica, es tan triste y oscura que algunos han interpretado la Casa Usher no como un edificio real, sino como una imagen simbólica de la depresión (al menos eso es lo que les enseña Adrien Brody a sus alumnos -y de paso a nosotros- en la película El profesor).

El sello negro es un episodio de la novela Los tres impostores, obra del galés Arthur Machen, pero puede considerarse un relato en sí mismo. La narradora se presenta como una joven institutriz, encargada de educar a los hijos del sabio profesor Gregg. Este, tras realizar una concienzuda investigación secreta, viaja a las agrestes colinas del País de Gales, donde confirma sus teorías sobre la existencia de una raza humana prehistórica, físicamente degenerada tras largos siglos de aislamiento y endogamia. El monstruoso aspecto de esos seres y sus repulsivos rituales nocturnos, muy semejantes a cultos satánicos, habrían dado lugar a las viejas leyendas sobre duendes, aquelarres y demonios que copulaban con las brujas. Pero el verdadero motivo de terror es la posibilidad de que esos extraños humanoides todavía no hayan desaparecido.

La llamada de Cthulhu, una de las principales obras de H. P. Lovecraft, presenta un argumento semejante: el narrador es un erudito estadounidense, que, mientras investiga la misteriosa muerte de su tío, descubre un culto primitivo dedicado al siniestro dios Cthulhu… para posteriormente descubrir otras cosas aún más terroríficas. Curiosamente, Lovecraft era amigo de Howard y también tenía en gran estima los dos relatos anteriores. De hecho, entre ambos autores hubo influencias mutuas. En las aventuras del guerrero picto Bram Mak Morn, uno de los principales héroes "howardianos", aparecen monstruos vinculados a la mitología de Cthulhu, mientras que Lovecraft menciona en alguno de sus relatos Cultos sin nombre, un libro prohibido inventado por Howard. Por cierto, en las aventuras de Bram también aparecen unos horrendos seres subterráneos, muy semejantes a los humanoides mencionados en El sello negro de Machen.

Estas son las tres obras de terror que más les gustaban al gran maestro Howard y al sabio erudito Conrad. Por supuesto, se trata de opciones subjetivas, pero siempre merece la pena darles una oportunidad. Quién sabe si no podrías estar de acuerdo con ellos.

LA ALQUIMIA DEL DOLOR (BAUDELAIRE)

 



Adaptación: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

Hay quienes hablan al mundo con amor y quienes le hablan con dolor. Hay quienes ven mañanas cristalinas y hay quienes escuchan los susurros del gusano. Misterioso Hermes, que guías mis esfuerzos, gracias a ti soy el más triste de los alquimistas, el reflejo de Midas. Convierto el hermoso oro en hierro oxidado, para mí el paraíso es un infierno. Veo cadáveres amados entre las nubes e imagino torres de ataúdes en las riberas del cielo.

Texto original:

L’un t’éclaire avec son ardeur,
L’autre en toi met son deuil, Nature!
Ce qui dit à l’un : Sépulture!
Dit à l’autre: Vie et splendeur!

Hermès inconnu qui m’assistes
Et qui toujours m’intimidas,
Tu me rends l’égal de Midas,
Le plus triste des alchimistes;

Par toi je change l’or en fer
Et le paradis en enfer;
Dans le suaire des nuages

Je découvre un cadavre cher,
Et sur les célestes rivages
Je bâtis de grands sarcophages.

EL TESORO DEL DIABLO (CHARLES NODIER)

 

Texto: Charles Nodier, traducido por Francisco Javier Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

Dos caballeros de Malta tenían un esclavo, que se vanagloriaba de poder invocar a los demonios y hacer que estos le revelaran el paradero de las cosas mejor escondidas. Así pues, sus amos lo llevaron a un castillo donde se decía que había tesoros ocultos. El esclavo se quedó solo, realizó sus invocaciones y entonces apareció un demonio, que le mostró un tesoro oculto dentro de las paredes. El esclavo intentó apoderarse de él, pero entonces el demonio devolvió el cofre a su escondite. Eso sucedió más de una vez y el esclavo, harto de sus vanos esfuerzos, fue a decirles a los caballeros qué había pasado. Como se sentía muy cansado, les pidió que le dieran un poco de licor. A continuación, volvió al lugar donde se hallaba el tesoro.

Algún tiempo después los caballeros oyeron un ruido y bajaron a la cripta del tesoro, donde encontraron al esclavo muerto. Sobre su cuerpo se veían numerosas heridas, que juntas presentaban la forma de una cruz. Había tantas que no era posible tocar el cuerpo del esclavo sin rozar alguna. Los caballeros llevaron su cadáver a la costa y lo arrojaron al mar con una enorme piedra atada al cuello, para que nadie conociera nunca la verdad de los hechos.


EL ANCIANO SINIESTRO (H. P. LOVECRAFT)

 


Texto: H. P. Lovecraft, adaptado por Francisco Javier Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

Angelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva tomaron la decisión de hacerle una visita al Anciano Siniestro. Este era un hombre muy viejo, que vivía en una casa igualmente vetusta de Water Street, cerca del puerto. Se decía que era muy rico y ese rumor había atraído la atención de los señores Ricci, Czanek y Silva, quienes se dedicaban al noble oficio de robar los bienes ajenos.

Los vecinos de Kingsport decían muchas cosas sobre el Anciano Siniestro, cuya mala reputación lo había protegido hasta entonces de recibir visitas indeseadas. Era ciertamente un hombre extraño, que supuestamente había sido capitán de barco en las Indias Orientales durante su lejana juventud. Pero era tan viejo que nadie recordaba aquella época y muy pocos sabían cómo se llamaba realmente. Entre los árboles de su jardín se veían extrañas piedras, semejantes a ídolos o monolitos procedentes de algún siniestro templo oriental. Eso era suficiente para espantar a los niños de la localidad, quienes, por lo demás, hubieran estado encantados de romperle las ventanas a pedradas. Pero había otra cosa aún más inquietante. Quienes habían osado espiar el interior de la casa desde las ventanas decían que había muchas botellas sobre una mesa y que dentro de cada botella había un péndulo. El Anciano Siniestro hablaba con las botellas y les daba nombres como Jack, Cicatriz, Tom el Largo, Joe el Español, Peters o Ellis. Y entonces los péndulos de las botellas empezaban a vibrar, como si estuvieran respondiendo a sus palabras.

Quienes habían sido testigos de aquellas peculiares conversaciones no se acercaban de nuevo a aquella casa maldita. Pero Ricci, Czanek y Silva no eran oriundos de Kingsport, sino forasteros ignorantes de las leyendas locales, y solo veían en el Anciano Siniestro un vejestorio inofensivo, que necesitaba un bastón para caminar y cuyas manos temblaban penosamente. En el fondo sentían cierta pena por aquel pobre individuo, al que sus vecinos temían y que no podía caminar por la calle sin que le ladrasen los perros. Pero había que pensar en los negocios y para un buen ladrón era un objetivo irresistible: nada menos que un anciano indefenso, que no tenía cuenta en el banco y que pagaba todas sus compras con viejas monedas de plata y oro español, algunas de las cuales superaban los dos siglos de antigüedad.

Así pues, eligieron la noche del once de abril para visitar al anciano. Los señores Ricci y Silva se ocuparían de entrar en su casa, mientras el señor Czanek los aguardaba dentro de su vehículo en Ship Street, preparado para ponerse en marcha si la policía aparecía de repente.

Tal como habían planeado, los señores Ricci y Silva llegaron a Water Street, adonde daba la puerta delantera de la casa. Aunque no les gustó ver aquellas extrañas piedras bajo la luz de la luna, tenían otras cosas en las que pensar y no se dejaron influir por supersticiones. Lo único que les daba miedo era que les resultara difícil hacer hablar al Anciano Siniestro, pues los viejos lobos de mar suelen ser bastante testarudos y seguramente no querría revelarles dónde guardaba su tesoro. De todos modos, los señores Ricci y Silva sabían cómo hacer hablar a sus víctimas. Y, aunque el viejo intentara gritar, no les sería demasiado difícil silenciarlo. Así pues, se acercaron a una ventana iluminada y oyeron la voz del Anciano Siniestro, que estaba hablando con su colección de botellas. Entonces se cubrieron la cara con sendas máscaras y llamaron a la puerta.

Al señor Czanek se le hizo muy larga la espera, mientras se hallaba dentro de su vehículo junto a la puerta trasera de la casa en Ship Street. Era más sensible que sus compañeros y no le gustó oír gritos procedentes de la casa. Pensó que sus camaradas estaban siendo demasiado violentos con aquel pobre anciano. Miró nervioso la estrecha puerta en medio de la alta pared de piedra. Consultó su reloj varias veces, preguntándose por qué los demás estaban tardando tanto en salir. Quizás el anciano había muerto antes de revelar dónde guardaba su oro, obligando a sus asesinos a realizar un minucioso registro de las habitaciones. Fuera como fuera, al señor Czanek no le gustaba nada esperar tanto tiempo en aquel lugar siniestro. Entonces oyó un leve sonido y vio cómo se abría la puerta trasera. Esperaba que la luz del único farol de la calle le mostrara a sus compañeros saliendo de la casa con el botín. Pero no vio lo que esperaba: quien había salido de la casa era el Anciano Siniestro, que caminaba lentamente con su bastón en la mano y una extraña sonrisa en el rostro. Hasta entonces el señor Czanek había ignorado el color de sus ojos: entonces pudo ver que eran amarillos.

Es sabido que hasta el incidente más trivial puede llamar la atención en una ciudad pequeña. Por eso los vecinos de Kingsport estuvieron hablando durante mucho tiempo de tres cadáveres horriblemente mutilados, que aparecieron flotando en el mar a la mañana siguiente. Parecía que los hubieran cosido a navajazos y que luego los hubieran pisoteado brutalmente. Alguien relacionó aquellos cadáveres con un vehículo abandonado que apareció en Ship Street. Y algunos vecinos recordaron haber oído gritos inhumanos durante la noche anterior. Pero al Anciano Siniestro no le interesaban aquellos rumores. Era un hombre de naturaleza reservada, especialmente desde que se sentía viejo y débil. Además, un viejo capitán de barco seguramente habría visto cosas mucho más extrañas durante los lejanos días de su olvidada juventud.


UN HOMBRE QUE VIVÍA JUNTO A UN CEMENTERIO (M. R. JAMES)

 

Texto: M. R. James. Adaptación: Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

Había una vez un hombre que vivía junto a un cementerio. Su casa, hecha de piedra y de ladrillo, daba por un lado a la calle y por el otro al cementerio. Antes había pertenecido al párroco, pero cuando este contrajo matrimonio decidió mudarse a otro edificio más espacioso, pues a su esposa no le agradaba ver las tumbas desde la ventana de su dormitorio. Tras la mudanza del clérigo se había establecido allí John Poole, un viudo de edad avanzada, que tenía fama de avaro. También tenía reputación de morboso, porque le gustaba contemplar los entierros desde su casa.

En aquella época (esto sucedió en los tiempos de la reina Isabel Tudor) era frecuente inhumar a los difuntos en plena noche, bajo la luz de las antorchas. En cierta ocasión enterraron allí a una anciana que gozaba de pocas simpatías en la villa. Se decía de ella que era una bruja y que se ausentaba de su hogar en ciertas noches señaladas, como la de San Juan o la de Difuntos. Tenía los ojos rojizos y presentaba un aspecto tan repulsivo que incluso los mendigos temían acercarse a su casa. Sin embargo, había donado una generosa cantidad de dinero a la parroquia. Fue enterrada envuelta en un sudario, sin ningún ataúd, y solo asistieron a su funeral unas pocas personas (sin contar a John Poole, que observaba la ceremonia desde su casa). Antes de que los sepultureros la cubrieran de tierra, el párroco arrojó algo metálico a su tumba y murmuró: “que tu dinero te acompañe al Infierno”. A la mañana siguiente los feligreses de la parroquia se sorprendieron de lo mal que habían trabajado los sepultureros, pues la tierra que cubría la tumba parecía revuelta.

Durante los días siguientes John Poole ofreció un aspecto bastante peculiar, pues parecía al mismo tiempo satisfecho y preocupado. Olvidando su vieja avaricia, empezó a frecuentar la taberna por las tardes. Algunos parroquianos le oyeron decir que había heredado algún dinero y que pensaba mudarse a otra casa. El herrero le dijo:

No me extraña que usted quiera irse de esa casa. Yo, en su lugar, me pasaría toda la noche imaginando cosas extrañas. Por ejemplo, que la vieja bruja Wilkins salía de su tumba y entraba en la casa por la ventana. Aunque supongo que usted ya está acostumbrado a ese ambiente, señor Poole. ¿Alguna vez ha visto en el cementerio algo extraño, como esos fuegos fatuos que decía ver la esposa del clérigo?

No, nunca he visto esas luces.

Tras dar esa desganada respuesta, el señor Poole pidió otra bebida y se retiró a su hogar cuando la tarde ya estaba muy avanzada.

Aquella noche empezó a soplar en torno a su casa un viento fuerte, cuyo aullido le impidió conciliar el sueño. Se irguió de su lecho y se acercó a una alacena situada en un extremo del dormitorio. Agarró un objeto metálico y lo introdujo en un bolsillo de su camisón. Luego se acercó a la ventana para echarle un vistazo al cementerio.

Vio que algo con forma humana emergía de la tierra, en un punto del cementerio que John Poole conocía bastante bien. Nada más ver aquello, Poole buscó refugio entre las ropas de su cama.

Oyó que algo rozaba el alféizar de su ventana y, venciendo su miedo, dirigió su mirada hacia allí. ¡Ay! Una cabeza putrefacta se interponía entre sus ojos y la luz de la luna. Había algo dentro de su habitación. Fragmentos de tierra seca se desprendieron sobre el pavimento. Una voz desagradable murmuró: “¿Dónde está?” Luego empezaron a oírse pasos vacilantes, como los que daría alguien que caminara con dificultad. Aquel ser rebuscaba por los rincones, debajo de las sillas y en el hueco de la alacena, cuya madera chirrió al sufrir el arañazo de sus largas uñas. La figura se acercó a la cama, alzó los brazos y chilló de forma horrible:

¡TÚ ME LO HAS ROBADO!

(M. R. James no quiso contarnos lo que pasó a continuación entre John Poole y el fantasma de la bruja, pero resulta fácil imaginárselo.)


EL ANILLO DEL FANTASMA (LEYENDA ESCANDINAVA)

 

Cuento tradicional danés, traducido por Francisco Javier Fontenla a partir de la versión inglesa de Montague Rhodes James. Imagen: Carlos Miranda.

La señora Ingeborg era la viuda del señor Skeel, quien antes de morir había empleado sucias artimañas para apropiarse los campos de Agersted. Skeel había sido bastante duro con sus jornaleros, pero su viuda era mucho peor. Un día ella se dirigía a la iglesia (era el aniversario de la muerte de su marido) y le dijo a su cochero:

-Me gustaría saber adónde ha ido a parar mi marido.

El cochero, que se llamaba Claus, era un hombre que solía hablar con bastante franqueza y le respondió:

-Bien, mi señora, eso no es algo fácil de decir… pero me parece que ahora mismo no está pasando frío (lo cual daba a entender que el alma del difunto Skeel estaría ardiendo en el fuego del Infierno).

La viuda se enfureció y amenazó a Claus, diciéndole que, si en tres semanas no le decía dónde estaba verdaderamente su marido, lo castigaría con terrible severidad. Claus sabía que ella era muy capaz de cumplir su palabra y, para salir del apuro, fue a preguntarle al párroco de la villa, quien era casi tan sabio como un obispo. Sin embargo, el cura no pudo darle una respuesta y le recomendó que fuera a hablar con un hermano suyo, el cual era una persona sumamente instruida. Claus fue a consultar el caso con el hermano del cura, quien, tras cavilar durante unos segundos, le dijo:

-Bien, creo que puedo conseguir que hables con el espíritu del difunto, aunque se trate de una empresa un tanto arriesgada. Te lo digo por si le tienes miedo, pues tendrás que hablarle tú mismo.

Aquella noche los dos penetraron en un espeso bosque y el hermano del cura invocó al espíritu del señor Skeel. Poco después oyeron un sonido estremecedor y surgió de las sombras un carruaje de color rojo, arrastrado por unos caballos cuyas pezuñas arrancaban chispas del suelo. El carruaje se detuvo y se oyó una voz procedente de su interior:

-¿Quién pretende hablar conmigo?

Claus reconoció la voz de su difunto amo y le dijo:

-Mi señora le envía saludos, mi señor, y desea saber qué ha sido de usted desde que partió al Otro Mundo.

-Dile que estoy en el Infierno y que allí hay otra plaza preparada para ella, que habrá de ocupar en breves si no devuelve los campos de Agersted. Como prueba de que realmente has hablado conmigo, te entrego mi anillo para que se lo des a ella.

El cochero tomó el anillo y el carruaje desapareció como por arte de magia. Claus fue a reunirse con la viuda Ingeborg, quien le preguntó qué mensaje le había dado su marido. Claus le contó todo lo que había visto y oído, después de lo cual le entregó el anillo, que ella no tardó en reconocer. Entonces dijo:

-Bueno, te has librado del castigo. Y yo acompañaré a mi marido después de mi muerte, sin duda… ¡porque los campos de Agersted no los devuelvo ni de broma!

Y así fue.

CUATRO LECTURAS OSCURAS

 

Texto: Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

Empezamos por los cuentos de Edgar Allan Poe, escritor estadounidense del siglo XIX, considerado por muchos el mayor maestro de la narrativa fantástica. Si osas penetrar en los oscuros mundos de Poe, debes andar con cuidado, pues te tambalearás sobre el estrecho hilo que separa la vida de la muerte (La caída de la casa Usher, Ligeia…), investigarás los casos criminales más inquietantes (El doble crimen de la Rue Morgue, El escarabajo de oro…), te dejarás arrastrar por el romanticismo más morboso (Berenice, Morella...), lucharás contra las fuerzas más terribles de la Naturaleza (Manuscrito hallado en una botella, La caja oblonga…) y también conocerás a los siniestras fantasmas que acechan en las profundidades del corazón humano (El gato negro, El corazón delator…). Hay muchas ediciones de los cuentos de Poe en todas las lenguas y, siendo textos de dominio público, resulta fácil encontrarlos en Internet, donde puedes leerlos de forma legal y gratuita (algunos puedes encontrarlos en publicaciones anteriores de este mismo blog).

Mucho antes de que Stephenie Meyer alcanzara la fama con Crepúsculo, ya había historias donde el amor romántico convivía en perfecta simbiosis con la fantasía oscura. Entre esas historias podemos destacar una novela corta titulada Olalla, obra de Robert Louis Stevenson, el mágico autor escocés que también nos contó las aventuras de Jim Hawkins y las desventuras del Doctor Jekyll. Olalla se ambienta en un lugar agreste de España en los tiempos de las guerras napoleónicas. Un oficial británico, convaleciente tras haber resultado herido en la lucha contra los franceses, se establece en el ruinoso caserón de una vieja familia hidalga, que la gente del lugar teme y rechaza a causa de ciertas leyendas ancestrales. El oficial se enamora de Olalla, la hermosa hija de la dueña del caserón, pero no tardará en descubrir que la familia de su amada esconde un terrible secreto. Esta es la premisa argumental de una historia al mismo tiempo turbadora y dramática, que quizás no sea especialmente terrorífica, pero que te acompañará durante toda la vida, como el recuerdo de un hermoso sueño que nunca se hizo realidad (por cierto, la inspiración de Olalla vino precisamente de una experiencia onírica).

Dentro de la narrativa gallega hay muchos cuentos que se aproximan al género fantástico, a menudo tomando como referente la tradición ancestral de raíces celtas o latinas. Dentro de esas obras mi preferida es Á lus do candil (A la luz del candil en castellano), del entrañable escritor lucense Ánxel Fole. La magia de Fole, cuyo estilo se aleja de todo cultismo retórico, está precisamente en su capacidad para reproducir, fielmente los códigos de la narración oral, la cual, a fin de cuentas, es la madre de toda verdadera literatura. Por lo demás, los cuentos de Fole están profundamente enraizados en la tierra gallega (concretamente en la “tierra brava” de la sierra del Courel) y en el patrimonio fantástico del pueblo galaico, con sus brujas, sus lobos, sus duendes y sus frías noches invernales, durante las cuales se oye el lamento de los muertos entre los aullidos del viento, así como la voz de los ancestros en los cuentos que susurran los ancianos al amor de la lumbre.

Vamos a finalizar con una obra más moderna: Death Note, “manga” japonés creado por un misterioso autor que se hace llamar Tsugumi Ohba (tan misterioso que nadie conoce su verdadero nombre, su rostro y su sexo). Esta historia, a medio camino entre la fantasía oscura y la intriga policial, se basa en la leyenda japonesa de los shinigami o dioses del Más Allá, pero también en el mito de Fausto, el hombre que le vendió su alma al Diablo para hacer realidad sus deseos. El protagonista es Light Yagami, un joven estudiante muy inteligente pero poco sensible, que un buen día (lo de “bueno” es por decir algo) encuentra la libreta de un shinigami. No tarda en descubrir que esa libreta es mágica: basta con escribir en ella el nombre de una persona para que esta muera casi de inmediato. Entonces Light decide emplear el poder de la libreta, en principio para “limpiar” el mundo de criminales y malas personas, pero, como pasa siempre, la sensación de poder y la falta de empatía acaban convirtiendo a Light en un asesino mucho peor que sus víctimas. Su principal contrincante será L, un misterioso detective de inteligencia casi sobrehumana. Así comenzará un terrible enfrentamiento entre dos mentes frías e implacables, con la sangre y la muerte trágica como principales ingredientes.

Dedicado a Carlos Miranda.


EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD (EDGAR ALLAN POE)

 


Texto: Edgar Allan Poe, traducido por Francisco Javier Fontenla. 
Imagen: Carlos Miranda.

Es imposible que cualquier otro plan hubiera sido calculado de una forma más cuidadosa. Llevaba semanas e incluso meses planeando todos los detalles del asesinato. Había rechazado un millar de posibles métodos porque todos ellos acarreaban una posibilidad de ser descubiertos. Al final, mientras leía un libro de memorias francés, supe que una tal Madame Pilau había sufrido una indisposición casi mortal, a causa de una vela accidentalmente envenenada. Aquella idea empezó a agitar mi imaginación. Mi víctima solía leer en la cama y su dormitorio estaba pobremente ventilado. Pero no tengo por qué importunaros con detalles superfluos ni tampoco necesito explicaros con qué facilidad sustituí la vela de su habitación por otra que yo mismo había fabricado. A la mañana siguiente él fue hallado muerto en su propia cama y el forense dictaminó que su óbito se había debido a la “voluntad de Dios”.

Yo heredé sus bienes y todo transcurrió adecuadamente durante varios años. La idea de ser descubierto no me preocupaba en absoluto. Me había ocupado de destruir todos los indicios del crimen. No había ningún hilo por el cual pudieran declararme culpable, ni siquiera tenían motivos para sospechar de mí. Me sentía sumamente satisfecho con mi propia sensación de absoluta seguridad. Durante un largo de tiempo me acostumbré a vivir con ese sentimiento, el cual me procuraba más satisfacciones que las ganancias materiales brindadas por mi delito. Pero llegó una época en la cual esa agradable sensación se convirtió gradualmente en un pensamiento obsesivo, del que no podía librarme ni siquiera por un instante. Es bastante frecuente que atormente nuestros oídos y nuestra memoria el recuerdo de alguna canción cualquiera o de los más ramplones acordes de cualquier ópera. El malestar no sería menor si la canción o la ópera fueran meritorias. Del mismo modo, yo siempre estaba dándole vueltas a la misma idea en mi mente, repitiéndome a mí mismo “estoy a salvo”.

Un día, mientras deambulaba por las calles, me sorprendí a mí mismo murmurando a media voz aquella frase obsesiva. En un arranque de petulancia, la remodelé en los siguientes términos: “estoy a salvo, sí… siempre y cuando no cometa la necedad de confesar abiertamente”.

Inmediatamente después de haber mascullado aquellas palabras, sentí cómo un gélido escalofrío se apoderaba de mi corazón. Yo ya había tenido alguna experiencia con aquellos ataques de “perversidad”, cuya naturaleza no me resulta fácil explicar, y entonces recordé que nunca había sido capaz de resistir con éxito semejantes ataques. En aquel preciso momento empezó a atormentarme mi casual autosugestión de que quizás pudiera ser tan necio como para confesar mi crimen, tal como si dicho pensamiento fuera el fantasma de mi víctima, dispuesto a arrastrarme hacia el Infierno.

Al principio hice un esfuerzo para desembarazar mi alma de aquel pensamiento de pesadilla. Caminé con ímpetu y creciente rapidez por las calles, hasta que finalmente empecé a correr. Sentí un enloquecedor deseo de gritar. Cada nuevo pensamiento no servía más que para envolverme en un nuevo terror, hasta que comprendí que, si seguía pensando en mi situación, estaría perdido. Aún entonces intenté buscar algo de paz. Empecé a saltar como un loco por las calles atestadas de gente. Al final llamé la atención del populacho, que empezó a perseguirme. Entonces supe que el destino se cernía sobre mí. Si hubiera podido, me habría arrancado la lengua, pero entonces una voz ruda resonó en mis oídos, mientras una mano aún más ruda me agarraba por los hombros. Me giré, mientras boqueaba intentando respirar. Durante un momento sentí los tormentos de la asfixia, era como si además hubiera perdido la vista, el oído e incluso el raciocinio. Luego, según creo, algún demonio invisible debió de golpear mi espalda con su poderosa zarpa, obligándome a revelar el secreto que durante tanto tiempo había ocultado en el fondo de mi alma.

Dicen que hablé con voz clara, pero con marcado énfasis y apasionada celeridad, como si tuviera miedo de que alguien me interrumpiera antes de que hubiera podido pronunciar aquellas frases, breves pero explícitas, que me condenaban al patíbulo y al Infierno.

Tras haber dicho todo lo que hacía falta para condenarme, me desplomé sin sentido.

¿Para qué decir más? Hoy llevo encima estas cadenas y estoy aquí. Mañana seré libre… ¿pero dónde?


VAMPIROS REALES

Texto: Sabine Baring-Gould, traducido por Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Michael Wagener relata una horrible historia acaecida en Hungría, suprimiendo el apellido de su protagonista, al tratarse de una persona ligada a cierta familia que aún goza de gran influencia en el país húngaro. Esta historia demuestra cómo un hecho trivial puede dar lugar a una pasión terrible y desproporcionada.

Elizabeth era amiga de vestirse bien para mayor deleite de su esposo e invertía la mitad de día en sus arreglos de tocador. En cierta ocasión, una de sus doncellas le dijo que había algo incorrecto en su atuendo y, como recompensa por esa observación, su ama, poco amiga de recibir semejantes críticas, le propinó una buena paliza. La sangre saltó de la nariz de la doncella y salpicó el rostro de la dama. Cuando se hubo limpiado las manchas de sangre, Elizabeth vio que su cutis se había vuelto mucho más blanco, transparente y hermoso en los puntos donde había recibido las salpicaduras.

Entonces Elizabeth tomó la determinación de bañarse en sangre humana para prolongar su belleza. Dos ancianas y un tal Fitzko la asistieron en su propósito. Este monstruo solía matar a sus desafortunadas víctimas, mientras las ancianas se ocupaban de recoger su sangre, en la cual Elizabeth se bañaba hasta las cuatro de la madrugada. Después de sus abluciones parecía más hermosa que antes.

Ella continuó con este hábito tras la muerte de su marido en el año 1604, con el fin de ganar nuevos pretendientes. Las desdichadas muchachas que eran atraídas al castillo con promesas de una buena colocación, eran encerradas en una celda, donde sus cuerpos eran golpeados hasta que se hinchaban. Con frecuencia Elizabeth torturaba ella misma a sus víctimas, a veces les cambiaba sus ropas cuando estaban empapadas de sangre y luego reanudaba sus crueldades. Los cuerpos hinchados eran posteriormente cortados con navajas. En ocasiones las chicas eran quemadas y luego descuartizadas, pero casi todas eran golpeadas hasta la muerte. Al final la crueldad de Elizabeth se hizo tan obsesiva que se dedicaba a clavarles agujas a quienes se sentaban a su lado en los carruajes, especialmente si eran personas de su mismo sexo. Una de sus sirvientas fue desnudada completamente, untada con miel y expulsada de su mansión. Cuando ella estaba enferma, no podía olvidar su sadismo y mordía a quienes se acercaban a su lecho de enferma, como si se hubiera convertido en una bestia salvaje.

Causó la muerte de un total de 650 muchachas, algunas de las cuales fueron asesinadas en el territorio neutral de Tscheita, donde ella había hecho construir una celda con ese propósito. Otras murieron en diferentes localidades. La muerte y la sed de sangre se habían convertido en verdaderas necesidades para ella.

Cuando finalmente los padres de las niñas desaparecidas ya no pudieron ser engatusados más tiempo, el castillo fue registrado y los indicios de los crímenes no tardaron en ser descubiertos. Sus cómplices fueron ejecutados y a ella la encerraron durante el resto de su vida*.

Otro caso igualmente llamativo es el del Mariscal de Retz. Se trataba de un hombre educado, erudito, cortesano y buen comandante militar. Pero repentinamente se apoderó de él un deseo de matar y destruir, mientras leía a Suetonio en su biblioteca. Se dejó llevar por el impulso, convirtiéndose en uno de los mayores monstruos de crueldad que el mundo haya engendrado**.

*Wagener y Baring-Gould creen ingenuamente que así terminó la historia de Elizabeth, pero Sara Lena y sus lectores sabemos que no fue exactamente así.

**Mientras que Elizabeth Báthory fue, junto con Vlad Tepes, la principal inspiración del mito de Drácula, Gilles de Retz, más pederasta e infanticida que vampiro, dio lugar a la leyenda del malvado Barbazul.

CUENTO ORIENTAL DE VAMPIROS

Texto: Leyenda oriental recogida por Sabine Baring-Gould. Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

A principios del siglo XV vivía en Bagdad un anciano mercader, cuyos negocios le habían producido una gran fortuna y que tenía un único hijo, al cual amaba tiernamente. Resolvió casar a su vástago con la hija de otro mercader: una muchacha de considerable fortuna, pero carente de todo atractivo personal. Abul-Hassan, el hijo del mercader, vio un retrato de la dama y le pidió a su padre que aplazara la boda, pues necesitaba tiempo para hacerse a la idea. Pero lo que hizo fue enamorarse de otra muchacha, que era hija de un erudito, y no dejó en paz a su padre hasta que este le permitió casarse con su amada. El viejo mercader se resistió todo lo que pudo, pero, viendo que su hijo estaba resuelto a casarse con la hermosa Nadilla y que había rechazado completamente a la fea hija del mercader, hizo lo que suelen hacer los padres en semejantes circunstancias: dio su brazo a torcer.

La boda se celebró con gran esplendor y después vino una feliz luna de miel, que hubiera sido aún más dichosa de no ser por un pequeño detalle, que acabaría teniendo graves consecuencias. Abul-Hassan se percató de que su esposa abandonaba el lecho nupcial cuando pensaba que su esposo estaba dormido y no volvía hasta una hora antes del alba. Impelido por la curiosidad, una noche Hassan se hizo el dormido y vio cómo su esposa se levantaba para salir de la habitación, como hacía habitualmente. La siguió discretamente y vio cómo entraba en un cementerio. La luz lunar le mostró cómo se introducía en un sepulcro y decidió seguirla. Una vez dentro, se encontró con una escena espeluznante. Una horda de vampiros se había reunido con los despojos de las tumbas que habían violado y se estaban dando un festín con la carne de cadáveres largo tiempo enterrados*. Su propia esposa, que nunca cenaba en casa, estaba participando en el horrible banquete. Cuando pudo huir sin llamar la atención, Abul-Hassan volvió a su habitación.

No le dijo nada a su esposa hasta que a la noche siguiente llegó la hora de la cena. Ella se resistió a probarla y entonces él exclamó lleno de ira:

¡Claro, reservas tu apetito para tus banquetes con los vampiros!

Nadilla se quedó callada, palideció y tembló. Luego se dirigió a su alcoba sin pronunciar una sola palabra. A medianoche se levantó para atacar a su esposo con uñas y dientes. Lo hirió en la garganta y, tras abrirle una vena, intentó sorber su sangre, pero Abul-Hassan se levantó de un salto, la derribó y la mató de un golpe. La enterraron al día siguiente, pero tres días después, a medianoche, reapareció y atacó nuevamente a su esposo, en un segundo intento de chuparle la sangre. Él consiguió zafarse de ella y a la mañana siguiente abrió su tumba, quemó su cadáver y arrojó las cenizas al río Tigris**.

*El ghoul o vampiro de las leyendas árabes, además de beber sangre, es aficionado a comer restos de cadáveres humanos.

**Ecos de esta leyenda pueden apreciarse en el cuento "Vampirismus" del célebre autor alemán E. T. A. Hoffmann, quien en su versión elimina o reduce los elementos más fantásticos de la historia.

FALSAS CREENCIAS SOBRE LA MITOLOGÍA CLÁSICA

 

Texto: Javier Fontenla. Fuente de imagen: Pixabay.

Mito 1: Las sirenas eran hermosas mujeres submarinas con cola de pez.

En realidad, la imagen de las sirenas que todos conocemos -hermosa mujer con cola de pez- es relativamente moderna, pues en la mitología griega se describen como aves con cabeza de mujer (y, por supuesto, no viven en el fondo del mar, donde sus alas les resultarían inútiles, sino en las rocas de ciertas islas salvajes). La sirena pisciforme probablemente surgió tras el encuentro entre un manatí y un marinero con demasiada imaginación. Para que luego hablen de Disney…

Mito 2: Aquiles era invulnerable.

Se suele creer que el gran guerrero Aquiles era prácticamente indestructible, pues siendo niño su madre, la diosa Tetis, lo había sumergido en las aguas sagradas de la Estigia (desgraciadamente, lo había sujetado por el talón, de modo que esa parte de su anatomía siguió siendo vulnerable). Pero, en realidad, esa leyenda surgió en los últimos tiempos de la Antigüedad y es muy posterior a los poemas homéricos. En la Ilíada se dice que Aquiles es el más fuerte, rápido y valiente de los guerreros griegos, pero en ningún momento se menciona esa presunta invulnerabilidad, que, por otra parte, contradice la visión clásica del héroe como alguien que no teme desafiar a la Muerte (si el héroe fuera inmortal o invulnerable, ese desafío no existiría y, por tanto, sus hazañas carecerían de mérito). Por otra parte, tal como dice el propio Aquiles -o sea, Brad Pitt- en la película Troya, "si eso (que soy invulnerable) fuera cierto, no necesitaría armadura".

Mito 3: La historia de Ulises tiene un final feliz.

Ciertamente la parte de su historia que conocemos a través de la Odisea termina con un feliz reencuentro familiar, pero Homero no nos cuenta qué le pasa después. Según ciertas tradiciones, fue desterrado de Ítaca, como castigo por haber masacrado a los pretendientes de su esposa Penélope, y murió lejos de su querida isla natal. Dante también le atribuye un final trágico al héroe: según la Divina Comedia, naufragó mientras intentaba explorar el Atlántico y, para colmo de males, fue al Infierno como castigo por todos sus embustes. Tampoco faltan quienes dicen que Ulises acabó repudiando o incluso asesinando a la propia Penélope, como castigo por no haberle sido tan fiel como suele creerse. Según otra tradición, Teógono, hijo natural de Ulises y de la hechicera Circe, llegó a Ítaca en su busca, pero al encontrarlo lo mató por error. Posteriormente Teógono se casó con Penélope, su madrastra política, mientras que Telémaco, el hijo legítimo de Ulises y Penélope, se casó con Circe, madre de su hermanastro (para que luego hablen de las telenovelas...). 

Mito 4: La historia de Jasón y Medea tiene un final feliz.

Después de un largo y peligroso viaje, Jasón consiguió robar el Vellocino de Oro con la ayuda de su amante, la hechicera Medea. Una vez obtenida aquella valiosa reliquia, volvió a Grecia, para recuperar el trono que su malvado tío Pelías le había arrebatado siendo niño (una vez más intervino Medea, quien acabó con el usurpador haciendo que sus propias hijas lo descuartizaran). Pero la cosa no terminó ahí: Jasón y Medea habían tenido dos hijos, pero, cuando ella dejó de resultarle útil, él decidió repudiarla para casarse con la princesa Creúsa, quien le proporcionaría un matrimonio mucho más ventajoso. Entonces Medea, furiosa a causa de los celos, asesinó a Creúsa con una túnica envenenada y mató a sus propios hijos, para luego huir en un carruaje arrastrado por serpientes voladoras, dejando a Jasón hundido en la desesperación.

Mito 5: La historia de Hércules tiene un final feliz.

Hércules consiguió superar exitosamente las doce pruebas que le había encomendado Euristeo como medio para expiar sus pecados. Pero la cosa no termina ahí: una vez realizadas sus hazañas, Hércules se enamoró de la princesa Deyanira, pero el centauro Neso también se fijó en ella e intentó raptarla para violarla. Entonces Hércules mató al centauro, usando como arma una flecha envenenada con la sangre de la Hidra de Lerna. El moribundo Neso le dijo a Deyanira que guardara algo de su propia sangre y que se la suministrara a Hércules como ungüento amoroso. Pasado el tiempo, Deyanira pensó que Hércules ya no la amaba tanto como antes y, para evitar que la abandonara, le regaló una túnica teñida con la sangre de Neso. Pero esta se había vuelto tan venenosa como la de la Hidra y abrasó el cuerpo de Hércules, proporcionándole al héroe una muerte lenta y dolorosa, así como una venganza póstuma al astuto Neso.

VAMPIRO (EMILIA PARDO BAZÁN)

 


Texto: Emilia Pardo Bazán (España, 1851-1921). Imagen: Pixabay. La escritora gallega Emilia Pardo Bazán nos ofrece un cuento aparentemente desenfadado y costumbrista, que sin embargo esconde un siniestro desenlace.

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince? Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que…. ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.

Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.

-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.

Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablose de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.

Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.

Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.

¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.

Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:

-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.

El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.

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