EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD (EDGAR ALLAN POE)

 


Texto: Edgar Allan Poe, traducido por Francisco Javier Fontenla. 
Imagen: Carlos Miranda.

Es imposible que cualquier otro plan hubiera sido calculado de una forma más cuidadosa. Llevaba semanas e incluso meses planeando todos los detalles del asesinato. Había rechazado un millar de posibles métodos porque todos ellos acarreaban una posibilidad de ser descubiertos. Al final, mientras leía un libro de memorias francés, supe que una tal Madame Pilau había sufrido una indisposición casi mortal, a causa de una vela accidentalmente envenenada. Aquella idea empezó a agitar mi imaginación. Mi víctima solía leer en la cama y su dormitorio estaba pobremente ventilado. Pero no tengo por qué importunaros con detalles superfluos ni tampoco necesito explicaros con qué facilidad sustituí la vela de su habitación por otra que yo mismo había fabricado. A la mañana siguiente él fue hallado muerto en su propia cama y el forense dictaminó que su óbito se había debido a la “voluntad de Dios”.

Yo heredé sus bienes y todo transcurrió adecuadamente durante varios años. La idea de ser descubierto no me preocupaba en absoluto. Me había ocupado de destruir todos los indicios del crimen. No había ningún hilo por el cual pudieran declararme culpable, ni siquiera tenían motivos para sospechar de mí. Me sentía sumamente satisfecho con mi propia sensación de absoluta seguridad. Durante un largo de tiempo me acostumbré a vivir con ese sentimiento, el cual me procuraba más satisfacciones que las ganancias materiales brindadas por mi delito. Pero llegó una época en la cual esa agradable sensación se convirtió gradualmente en un pensamiento obsesivo, del que no podía librarme ni siquiera por un instante. Es bastante frecuente que atormente nuestros oídos y nuestra memoria el recuerdo de alguna canción cualquiera o de los más ramplones acordes de cualquier ópera. El malestar no sería menor si la canción o la ópera fueran meritorias. Del mismo modo, yo siempre estaba dándole vueltas a la misma idea en mi mente, repitiéndome a mí mismo “estoy a salvo”.

Un día, mientras deambulaba por las calles, me sorprendí a mí mismo murmurando a media voz aquella frase obsesiva. En un arranque de petulancia, la remodelé en los siguientes términos: “estoy a salvo, sí… siempre y cuando no cometa la necedad de confesar abiertamente”.

Inmediatamente después de haber mascullado aquellas palabras, sentí cómo un gélido escalofrío se apoderaba de mi corazón. Yo ya había tenido alguna experiencia con aquellos ataques de “perversidad”, cuya naturaleza no me resulta fácil explicar, y entonces recordé que nunca había sido capaz de resistir con éxito semejantes ataques. En aquel preciso momento empezó a atormentarme mi casual autosugestión de que quizás pudiera ser tan necio como para confesar mi crimen, tal como si dicho pensamiento fuera el fantasma de mi víctima, dispuesto a arrastrarme hacia el Infierno.

Al principio hice un esfuerzo para desembarazar mi alma de aquel pensamiento de pesadilla. Caminé con ímpetu y creciente rapidez por las calles, hasta que finalmente empecé a correr. Sentí un enloquecedor deseo de gritar. Cada nuevo pensamiento no servía más que para envolverme en un nuevo terror, hasta que comprendí que, si seguía pensando en mi situación, estaría perdido. Aún entonces intenté buscar algo de paz. Empecé a saltar como un loco por las calles atestadas de gente. Al final llamé la atención del populacho, que empezó a perseguirme. Entonces supe que el destino se cernía sobre mí. Si hubiera podido, me habría arrancado la lengua, pero entonces una voz ruda resonó en mis oídos, mientras una mano aún más ruda me agarraba por los hombros. Me giré, mientras boqueaba intentando respirar. Durante un momento sentí los tormentos de la asfixia, era como si además hubiera perdido la vista, el oído e incluso el raciocinio. Luego, según creo, algún demonio invisible debió de golpear mi espalda con su poderosa zarpa, obligándome a revelar el secreto que durante tanto tiempo había ocultado en el fondo de mi alma.

Dicen que hablé con voz clara, pero con marcado énfasis y apasionada celeridad, como si tuviera miedo de que alguien me interrumpiera antes de que hubiera podido pronunciar aquellas frases, breves pero explícitas, que me condenaban al patíbulo y al Infierno.

Tras haber dicho todo lo que hacía falta para condenarme, me desplomé sin sentido.

¿Para qué decir más? Hoy llevo encima estas cadenas y estoy aquí. Mañana seré libre… ¿pero dónde?


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