Texto:
Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
Aquella noche Andrés, un joven profesor de secundaria
experto en antropología y ocultismo, volvió a su apartamento tras pasar el día
de excursión con sus alumnos. Lo primero que hizo fue encender su ordenador y
escribir el siguiente texto:
“Como hacía buen tiempo, tras realizar las visitas
culturales de rigor decidimos pasar la tarde en la playa. Cuando vi a Helena
Nóvoa (una alumna de bachillerato) en bañador, me llamó la atención algo
extraño: aquella chica tenía en el hombro izquierdo una marca semejante a la
cabeza de un lobo. Le pregunté si era un tatuaje, pero ella me aseguró que se
trataba de una marca de nacimiento. Luego saqué mi móvil y, mientras fingía
enviar un mensaje, le saqué una foto sin que ella se diera cuenta, para poder
estudiar su marca con detenimiento cuando volviera a casa. Durante el viaje de
vuelta me senté al lado de Ana, una compañera que lleva mucho tiempo en el
instituto, y conseguí que ella me contara algunas cosas interesantes sobre la
familia de Helena. Nueve meses antes de su nacimiento sus padres fueron de
excursión a las montañas, donde los sorprendió una súbita riada. El presunto
padre de Helena murió ahogado y su madre sobrevivió de milagro. Fue hallada
inconsciente en medio del bosque, adonde había sido arrastrada por el agua. Se
recuperó sin problemas y poco después descubrió que estaba embarazada. Lo
curioso es que el bosque donde apareció había sido en otros tiempos un lugar
sagrado, donde las antiguas sacerdotisas y hechiceras se reunían por las noches
para adorar a Lupercus, el dios de los bosques. Y esa adoración incluía
ofrecerle sus cuerpos a dicha divinidad, que, según la leyenda, tomaba la forma
de un macho cabrío o de un lobo gigante para copular con ellas. Puede que todo
esto no tenga nada que ver con la marca de Helena, pero creo que en otros
tiempos menos racionalistas tanto ella como su madre habrían tenido serios
problemas con la Inquisición”.
Tras redactar las líneas que hemos citado, Andrés
apagó el ordenador y fue al supermercado a comprar algo para la cena. Cuando
volvió a su apartamento, alguien le propinó un fuerte golpe en la cabeza, que
lo dejó inconsciente durante unos minutos. Cuando recuperó el sentido,
descubrió que estaba atado de pies y manos. A su lado se hallaba un hombre
pálido y apuesto, que lo observaba con una mirada entre cruel y burlona. Andrés
se estremeció cuando reconoció a Alberto Santos, un asesino al que había dado
por muerto varios años antes. Venciendo su miedo, se dirigió al intruso con voz
trémula:
-¿Qué quieres de mí?
Alberto sonrió y le respondió con fría serenidad:
-Creo que es evidente. He venido para terminar el
trabajo que dejé pendiente en Sudamérica. Sabes demasiado sobre mis actividades
y por eso vas a morir esta misma noche. Pero quiero que sufras un poco antes de
morir, como sufrí yo la última vez que nos vimos. Por cierto, ¿quién es la
chica de la foto?
-¿De qué foto hablas?
-He estado revisando tu celular mientras estabas
inconsciente. Me refiero a una foto de esta misma tarde, donde aparece una
chica en bikini. Supongo que será una de tus alumnas. ¿Acaso eres uno de esos
profesores pervertidos que tienen fantasías húmedas con sus pupilas?
Aquella acusación carecía de fundamento, pero Andrés
decidió mentir:
-¡Pues así es! Sé que está mal, pero no puedo
remediarlo. Estoy enamorado de esa chica.
-¡Qué interesante! Entonces supongo que querrás
despedirte de ella antes de morir. ¿Qué tal si te traigo su cabeza? Así te
marcharás bien acompañado al Infierno.
-¡Jamás te diré dónde vive!
-Ni falta que hace. Seguro que en tu agenda escolar
tienes los datos de todos tus alumnos, incluidas sus fotos y direcciones.
Tras encontrar la dirección de Helena, Alberto dejó a
Andrés en el apartamento bien atado y amordazado, robó un coche y se dirigió a
una casa situada en las afueras de la ciudad. Cuando llegó allí, forzó la
puerta trasera y entró en la casa armado con un cuchillo. La madre de Helena
estaba preparando la cena en la cocina, mientras su hija escuchaba música en su
habitación. Alberto subió las escaleras sin que ninguna de las dos se percatase
de que había un intruso en la casa. Cuando entró en el cuarto de la muchacha,
se arrojó sobre ella, le tapó la boca y se dispuso a degollarla. Pero entonces
algo que no era humano (ni tampoco un animal ordinario) entró en el cuarto por
la ventana y se marchó pocos segundos después, dejando atrás el cadáver
ensangrentado de Alberto. Helena resultó ilesa, pero sintió tanto miedo que se
desmayó y luego no pudo recordar lo que había visto.
Las autoridades no consiguieron encontrar ni
identificar al misterioso ser que había matado a Alberto. Solo Andrés hubiera
podido dar una explicación al respecto, pero optó por callarse. De todas
formas, nadie podría creer que Lupercus había matado a Alberto para salvar a su
hija, tal como él mismo había planeado.
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