LA HACIENDA DEL MAL

 

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

El joven antropólogo Andrés Beck, desoyendo los consejos prudentes de sus compañeros, viajó a la selva amazónica en busca de cierta tribu no contactada. Al parecer, dicha tribu era bastante peligrosa, pues quienes osaban internarse en su territorio desaparecían para siempre, de modo que nadie quiso acompañarlo y se vio obligado a emprender su aventura completamente solo. 
Tras una larga y penosa caminata a través de la selva, llegó a un lugar que no figuraba en los mapas. En medio de un extenso claro se erguía una casa de estilo europeo, grande y casi suntuosa. Junto a la casa había un edificio de madera semejante a un granero y un redil, cuyo único inquilino era un “tigrillo” u ocelote, el hermoso gato salvaje de las selvas americanas. El felino le dedicó a Andrés una mirada inquietante, pero la valla que rodeaba el redil era demasiado alta incluso para un gato. Andrés no le prestó demasiada atención al ocelote y se acercó a la casa, con la esperanza de que sus dueños le permitieran pasar la noche bajo techo. Fue recibido por un hombre blanco, aún joven y bastante apuesto, que se presentó como el dueño de la hacienda y le dijo en portugués:
Me llamo Alberto Santos y soy portugués, pero llevo varios años viviendo en la selva, lejos de una civilización cuyas convenciones rechazo. Sea bienvenido a mi hogar, donde usted podrá quedarse todo el tiempo que quiera.
Alberto parecía un hombre amable y también culto, pues su casa estaba llena de libros, algunos de los cuales versaban sobre materias bastante extrañas. Mientras cenaban, Andrés le preguntó si sabía algo de las personas desaparecidas, pero obtuvo una respuesta negativa:
Usted es el primer hombre blanco que he visto desde que me establecí en la selva. Como ya ha podido comprobar, todos mis criados son indios de pura raza. Hablando del tema, le presento a Manú (este era un indio que permanecía silencioso junto a la puerta del comedor). Será su criado personal mientras permanezca en mi hacienda. No le dará mucha conversación, pues lleva poco tiempo aquí y aún no habla portugués, pero sabe hacer bien su trabajo sin necesidad de explicaciones.
Una vez acabada la cena, Andrés sintió un sopor irresistible, que atribuyó al cansancio. Tras despedirse de Alberto, se encaminó hacia su dormitorio, guiado por el silencioso Manú. Pero, una vez dentro de la alcoba, el indio cerró la puerta y se dirigió al sorprendido Andrés en un portugués bastante inteligible, aunque sin alzar la voz en ningún momento:
No se acueste. Tome esto y bébalo ahora mismo. No hable, le va la vida en ello.
Andrés no se atrevió a decir nada y bebió rápidamente el contenido del frasco que Manú le había ofrecido. Luego el indio le susurró:
El señor Santos es un asesino, que droga a sus huéspedes para que se duerman. Luego los mata y le da su sangre a una bestia que trajo de la selva. Él cree que no sé hablar portugués y yo, por mi propio bien, no he intentado corregir su error. La pócima que acaba de beber anulará los efectos del somnífero que le ha dado con la cena, pero debe marcharse pronto y sin que él se entere. No puedo decirle nada más, solo desearle suerte.
Aunque Andrés no las tenía todas consigo, salió de la casa por la ventana del dormitorio y se dirigió a la selva. Cuando pasó junto al redil del ocelote, este lo miró con sus malignos ojos fosforescentes, pero Andrés no se asustó y le dijo en voz baja:
Puedes mirarme todo lo que quieras, pero no tendrás mi sangre.
Entonces oyó un gemido procedente del edificio de madera que había tomado por un granero. Pensando que podía haber alguien dentro, entró allí con su linterna encendida y vio a una chica de piel blanca, bien atada y amordazada. Andrés la liberó y le preguntó cómo había llegado allí. La chica, que dijo llamarse Eva y ser española, le contó que trabajaba como cooperante de una ONG médica en una misión católica, pero que había sido raptada por Alberto. Como parecía muy asustada, Andrés hizo ademán de abrazarla, pero entonces Alberto entró en el edificio, diciendo tranquilamente:
Buenas noticias, querida. Esta noche tendrás compañía. No sé si te gustará, pero al menos no volverás a cenar gato.
Nada más verlo, la muchacha se arrojó sobre él como un lobo hambriento y lo mordió en la garganta. A continuación, empezó a beber su sangre con avidez y diabólica fruición. Andrés huyó a la selva, comprendiendo lo que le hubiera secedido de haber abrazado a aquella chica que decía llamarse Eva (si es que realmente los vampiros tienen nombre).

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