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HIJO DEL PECADO (CUENTO FANTÁSTICO)

 

Aquella mañana un hombre de mediana edad llamó al timbre de una lujosa mansión, situada en las afueras de cierta ciudad española. Le abrió la puerta una hermosa mujer de tez pálida y cabello castaño, que no aparentaba más de treinta años. La dueña de la casa, que parecía bastante nerviosa e incluso asustada, miró con recelo al desconocido y le preguntó bruscamente:

¿Quién es usted y qué desea?

Soy el inspector Javier Ortega de la Policía Nacional. ¿Es usted la doctora María Teresa Vázquez?

En efecto. Aunque puede llamarme Maite, si lo prefiere.

Creo que usted tiene un hijo llamado Ruy, alumno de secundaria en el colegio de Santa Cecilia.

Aunque aquella mujer parecía demasiado joven para ser madre de un adolescente, dio una respuesta afirmativa. Ortega le comunicó con tono compungido:

Debo comunicarle que su hijo ha sido acusado de cometer una masacre en su colegio esta misma mañana. La única superviviente es una joven profesora, a la cual su hijo dejó con vida para someterla a abusos sexuales. En realidad, lo único que tenemos contra él es la palabra de esa chica, que ha sufrido un fuerte trauma emocional. Por tanto, tiene usted todo el derecho del mundo a rechazar su testimonio, al menos hasta que la policía científica pueda ratificarlo.

Maite interrumpió al policía y le dijo con tono frío:

Pueden creer todo lo que diga esa muchacha. Mi hijo ya no es un ser humano, sino un demonio. Y yo tengo la culpa de todo.

Disculpe. ¿Está usted hablando en sentido literal?

Puede estar seguro de que sí.

¿Podría darme más detalles? Comprenda que se trata de algo muy difícil de creer.

He guardado el secreto durante mucho tiempo, pero ahora ya no importa. Durante mi juventud me interesé por la magia y usé mi fortuna para adquirir el Codex Satanicus, un famoso libro de magia negra. Usando sus hechizos pude invocar a uno de esos poderes primordiales que solemos llamar “demonios”. Ese ser y yo hicimos un pacto: le permití plantar su semilla en mi cuerpo a cambio de que él retrasara mi proceso de envejecimiento. Por eso aparento diez años menos de los que tengo realmente.

Y, si no he entendido mal, Ruy es el fruto de su unión con ese... demonio.

En efecto. Durante toda su infancia fue un niño bueno y cariñoso, pero ayer se reveló súbitamente su naturaleza demoníaca y ya no puedo controlarlo.

¿Sabe usted dónde podría hallarse su hijo en estos momentos?

Creo que sí. Pero antes de enviar allí a sus agentes, le ruego que me dé una oportunidad para detenerlo sin derramamiento de sangre. Aún conservo el libro que he mencionado. En sus páginas figura un hechizo que podría exorcizar al espíritu maligno que posee a mi hijo. Pero me temo que solo será efectivo si lo leo yo misma y si Ruy está lo suficiente cerca para oírlo

Entonces, ¿está dispuesta a ir allí con su libro? ¿No será muy arriesgado?

Para mí no. Si Ruy quisiera matarme, ya lo habría intentado.

Tras pedirle a Ortega que la esperara en el vestíbulo, Maite bajó a un cuarto secreto del sótano, cuya existencia solo ella conocía. Poco después salió de la mansión llevando en sus manos un viejo libro y subió al coche de Ortega, que se dirigió rápidamente hacia la casa donde se había refugiado Ruy.

Entraron por la puerta trasera (ella tenía la llave) y encontraron a Ruy descansando tranquilamente en el salón. Nada más verlo, Maite abrió su libro en la página donde figuraba el hechizo, pero antes de que pudiera leerlo Ortega sacó una pistola y le dijo:

¡Calladita, nena! Y dame ese libro si no quieres que te vuele la cabeza.

Maite comprendió que había caído en una trampa, pero, como no tenía otra opción, obedeció a Ortega sin decir nada. Tras arrebatarle su libro, el falso inspector la ató y amordazó con cinta adhesiva. Entonces Ruy se acercó a ellos con una sonrisa sarcástica en los labios. Acarició con falsa ternura las trémulas mejillas de su madre y le dijo con voz melosa:

Te has dejado engañar por Ortega, mamá. Él no es policía, sino un profesor del colegio, que accedió a servirme a cambio de ciertos ofrecimientos. Su placa y su pistola proceden de un verdadero policía al que matamos esta mañana. Yo quería saber dónde guardabas el libro y, como sabía que nunca me lo dirías, opté por organizar esta pequeña farsa. Ortega ha hecho bien su trabajo, pero ahora ya no lo necesito para nada.

Ruy sacó su pistola y disparó fríamente sobre Ortega, cuya arma siempre había estado descargada. A continuación, abrió el Codex Satanicus y leyó una invocación dirigida al demonio que lo había engendrado. Pronunció en voz alta estas palabras: “ven a mí desde tu reino oscuro para tomar mi cuerpo y mi alma, gran Ix-Tab”. Proferido el ensalmo, se oyó la horrenda carcajada de un ser invisible. Aún resonaban sus ecos cuando Ruy se desplomó, lívido como un muerto. Maite no pudo reprimir un estremecimiento cuando lo vio caer, aunque había sido ella misma quien había planeado aquella añagaza. Previendo que Ortega podía ser un traidor, mientras se hallaba en el sótano había alterado el texto del hechizo, para que resultara mortal si lo leía alguien que no fuera ella misma. Solo había tenido que borrar una letra para sustituir el nombre del demonio al que pretendía llamar Ruy por el de la diosa maya de la muerte.

Poco después Ruy recobró la conciencia y se levantó. Aunque estaba muy pálido y confuso, parecía completamente ileso. Para alivio de Maite, Ix-tab solo le había arrebatado a Ruy su alma demoníaca, mientras que su esencia humana no había sufrido daños. El muchacho desató a su madre, le quitó la mordaza y le preguntó:

Mamá, ¿qué ha pasado? ¡No recuerdo nada!

Maite lo abrazó y le dijo:

No ha pasado nada que valga la pena recordar.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

ARTEMISA, LA CÓLERA DE LA NOCHE

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: "Artemisa dos Santos, a Cólera da Noite", obra de Carlos Miranda.

Dedicado a Carlos Miranda.

En la historia de Lagina interviene una taumaturga portuguesa a la cual ella misma teme desde hace siglos, a causa de la implacable ferocidad que ha definido su trayectoria en el mundo de las artes oscuras. Artemisa dos Santos se convirtió en la Cólera de La Noche cuando pereció en un auto de fe celebrado en Lisboa a mediados del siglo XVI, tras haberse comprobado su íntimo vínculo con fuerzas oscuras tan antiguas como el surgimiento del Caos. La bruja más siniestra del Reino de Portugal había subyugado su espíritu a la voluntad de seres inmateriales, desconocidos e incomprensibles para la gente común, con el fin de cobrar venganza contra todas aquellas personas que desde muy temprana edad habían convertido su vida en un infierno.

Transcurrido el segundo aniversario de su nacimiento, Artemisa fue abandonada por sus padres en un bosque próximo a Lisboa. Ambos progenitores eran ladrones itinerantes de la peor calaña y los cuidados que requería la niña suponían un lastre para sus actividades delictivas. Hasta entonces la habían conservado con ellos porque la mendicidad era otro de sus muchos oficios y los recién nacidos siempre estimulan la caridad de las gentes piadosas (y también la de otras gentes que quizás no eran tan piadosas, pero que no reparaban en gastar una moneda con tal de ver los pechos de una madre joven y lozana amamantando a su hija). Sin embargo, alimentar a una criatura que ya ha dejado atrás la lactancia se había convertido en un gasto oneroso, superior a los beneficios que obtenían pidiendo limosna en los pórticos de las iglesias.

Aquella misma noche dos oficiales de la guardia real encontraron a la pequeña mientras recorrían el bosque siguiendo el rastro de unos bandoleros. Aquellos hombres resolvieron entregársela a las monjas del convento más cercano y, al cumplir los doce años, Artemisa fue enviada a la hacienda de los Cardoso, una familia aristocrática que necesitaba renovar su numerosa servidumbre. Así fue como empezó la peor época de su breve vida, pues, aunque había conocido muchas privaciones y maltratos durante su estancia en el convento, esta había sido un recorrido por los Campos Elíseos en comparación con lo que le aguardaba en la hacienda.

Apenas cumplidos los veintidós años, la muchacha degolló al jefe de dicha familia con la ayuda de uno de los guardias, que pertenecía en secreto a un círculo clandestino de avezados nigromantes. Aquel hombre llevaba varios años adoctrinándola discretamente y, como en medio de su maldad aún conservaba ciertos valores morales, se indignó al presenciar los tormentos que sufría la pobre criada a manos de sus arrogantes y lascivos señores. Entonces, además de suministrarle un cuchillo bien afilado, le transmitió conocimientos esotéricos para que, cuando llegase el momento idóneo, pudiera desatar una maldición contra los descendientes de sus maltratadores.

Después de asesinar al señor Cardoso, la joven huyó de la finca para integrarse formalmente en la cofradía de hechiceros. Pero solo permaneció un par de años en ese grupo, porque, transcurrido ese plazo, aniquiló a todos sus miembros (incluyendo a su mentor) en un ataque de ira. El detonante fue un intento de violación por parte de otro neófito, lo cual revivió el recuerdo de los abusos padecidos en la casa de los Cardoso.

Cuando consiguió recuperar el control de su mente y de su magia, Artemisa no sintió el menor remordimiento por la masacre que había cometido, pues un odio ardiente, hijo del dolor y de la vergüenza, se había adueñado de todo su ser, no permitiéndole otro vínculo con la realidad que un irrefrenable deseo de venganza.

Pronto inició una guerra sin cuartel contra las clases pudientes del reino, sin distinguir entre culpables e inocentes ni reparar en los “daños colaterales” que sus acciones pudieran provocarle al pueblo llano. Como a lo largo de su vida solo había conocido la crueldad y la lujuria, creía firmemente que no se merecía el amor de nadie, ni siquiera el de aquellos padres que la habían abandonado en un bosque infestado de alimañas (apenas podía recordar sus rostros, pero también había tramado una cruenta venganza contra ellos).

Embriagada por el incesante furor de su guerra contra la Humanidad entera, Artemisa olvidó cualquier otro sentimiento, incluso la prudencia, y un día del año 1547 fue capturada por soldados de la guardia real. Aprovechando que perdía todos sus poderes al amanecer y que se hallaba extenuada tras haber cometido una nueva masacre, aquellos hombres la amarraron y se la entregaron a un tribunal eclesiástico, que no tardó en dictar una sentencia de muerte en la hoguera. Como declinó una última oportunidad para arrepentirse de sus culpas, no le concedieron el privilegio de ser estrangulada y murió quemada viva a los veintisiete años de edad, riendo a carcajadas mientras el fuego devoraba su carne mortal.

Pero el espíritu de Artemisa no pasó mucho tiempo en el otro mundo. Gracias a su profundo nexo con los seres de las tinieblas primordiales, pasó de ser un alma en pena a convertirse en una poderosa entidad sobrenatural, que gozaba aterrorizando a todos aquellos que tenían el infortunio de cruzarse en su camino.

Una noche de otoño del año 1550 la hechicera Lagina, que se creía la única señora de la noche en las tierras ibéricas, se internó en cierto bosque de las Hurdes extremeñas, un agreste territorio situado entre los reinos de Portugal y de Castilla, con el fin de realizar ciertos ritos de brujería. Entonces tuvo la mala suerte de posar sus ojos sobre una silueta purpúrea, al mismo tiempo silenciosa y amenazante, que se acercaba hacia ella en medio de las tinieblas.

Por primera vez en cientos de años, Lagina se vio paralizada por el miedo y ni siquiera pudo formular uno de sus hechizos, pues aquel terror paralizante la había privado incluso de la respiración. Desperdició todas sus fuerzas intentando imponerse al poderío de Artemisa, la Cólera de La Noche, pero pronto comprendió que se hallaba acorralada e impotente frente al poder de aquella entidad espectral.

Entonces otra figura misteriosa, que llevaba varias horas siguiendo el rastro de la bruja, surgió de las sombras, con la intención de matar a Lagina mientras estaba indefensa. Sin embargo, Artemisa no podía permitir que nadie le disputara una presa y, desatando una fuerza invisible, golpeó brutalmente al recién llegado, haciendo que su cuerpo impactara contra el tronco de un alcornoque. Pese a ser casi invulnerable, el vampiro Hecateo se quedó aturdido durante algún tiempo, pues había sufrido un ataque excesivamente violento.

Mientras sus dos enemigos estaban distraídos luchando entre ellos, Lagina consiguió recuperar el dominio de sus propios poderes, pero apenas consiguió contrarrestar la terrible fuerza de Artemisa. Los más terribles hechizos solo podían ralentizar unos instantes el implacable movimiento de aquel espectro purpúreo, que no dejaba de acercarse a la aterrorizada hechicera, lenta pero inexorablemente.

Para fortuna para la hermosa griega, el manto rosado de la aurora hizo su aparición en el firmamento antes de que Artemisa hubiera conseguido alcanzarla. Como ni los espectros ni los vampiros pueden hacer frente a la petulancia de Helios, tanto Artemisa como Hecateo se vieron obligados a huir. Ambos eran seres de las tinieblas, cuya única morada posible era la oscuridad de la noche. Así pues, le dejaron el camino libre a la hechicera más poderosa de Grecia, a la beldad de los infiernos mediterráneos… a Lagina, la hermosa sacerdotisa inmortal. 


EL INVENTO DEL CAPITÁN WALTON (CUENTO)

Una oscura noche del año 1851 un forastero entró en la taberna de cierta aldea británica. Casi todos los parroquianos se habían retirado a sus casas, con la única excepción de un anciano andrajoso, que bebía con la triste avidez de quienes intentan ahogar sus penas en alcohol. El recién llegado no pidió ninguna bebida, pero le entregó al tabernero unas cuantas monedas a cambio de su discreción. Luego se sentó enfrente del anciano y le dijo en voz baja:

Me gustaría hablar con usted, capitán Walton. Le ruego que deje de beber y haga el favor de escucharme.

He fracasado como escritor y como marinero. Yo también le ruego algo, Lord Raven: que no me obligue a fracasar como borracho.

La borrachera es, sin duda, un noble oficio, querido Walton. Pero, mientras la ginebra no sea gratuita, necesitará dinero para practicarlo.

Lord Raven depositó sobre la mesa una buena cantidad de guineas. Al ver las monedas, Walton pareció olvidarse de su embriaguez y dijo:

—¿Qué quiere usted de mí?

Según mis informes, usted fue la última persona que habló con el célebre doctor Víctor Frankenstein antes de su trágica muerte. Me consta que aún conserva su diario. Pero creo que eso no fue lo único que le entregó Frankenstein antes de morir. ¿Verdad que también tiene su libro de notas?

Así es.

Y, habiendo sido usted en otros tiempos un hombre de gran curiosidad científica, es de suponer que lo habrá estudiado detenidamente durante todos estos años.

No lo niego. Pero aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Qué diablos quiere usted de mí?

Ahora mismo se lo diré. Como bien ha dicho, es algo que atañe al Diablo.

Extracto de una carta enviada por el doctor Abraham Marcius a Sir Robert Hodgson. Dicha carta fue escrita varios días después del encuentro entre Lord Raven y el capitán Walton:

“Me place comunicarle que por fin mis colaboradores y yo hemos dado muerte al vampiro que atormentaba por las noches a su hija Evelyn. Conseguimos localizarlo mientras dormía en la cripta de cierta abadía abandonada, situada en las afueras de Londres. Pudimos localizar su refugio gracias al testimonio de un pastor, que la noche anterior había salido al campo en busca de una oveja perdida y, por pura casualidad, se fijó en el carruaje del vampiro, que se dirigía hacia la abadía con una llamativa carga de ataúdes. Suponemos que el monstruo pensaba distribuir esos féretros por distintos puntos de la capital, para tener refugios alternativos en caso de que uno de ellos fuera localizado y neutralizado. Esta misma mañana penetramos en la cripta de la abadía y una estela de sangre nos llevó al ataúd donde dormía el vampiro, al que eliminamos clavándole una estaca en el corazón. Posteriormente incineramos sus restos mortales y arrojamos las cenizas al Támesis. Puede decirle a su hija que desde hoy ya no tendrá ningún motivo para temer la puesta del sol. Y, por supuesto, también podrá deshacerse de las flores de ajo que habíamos colocado en su dormitorio y cuyo olor, según creo, no echará de menos.”

El vampiro Hecateo, alias Lord Raven, sonrió cuando acabó de leer la carta que había encontrado en el escritorio de Sir Robert, mientras se dirigía al cuarto de la bella e indefensa Evelyn. Pensó:

Definitivamente, fue una buena idea pedirle a Walton que me ayudara a fabricar un hombre artificial como el de Frankenstein, pero con rasgos semejantes a los míos. Por lo que pone aquí, el imbécil de Marcius pensó que los ataúdes estaban vacíos. Claro, él no podía imaginar que contenían la materia prima necesaria para la fabricación del homúnculo. Y tampoco se imagina que no me mató a mí, sino a un simple simulacro. En fin, mañana se enterará, cuando el furibundo Sir Robert le comunique que su hija ha sido agraciada con otra de mis visitas nocturnas.

Texto: Javier Fontenla, basado en la obra Frankenstein de Mary Shelley. Imagen: Pixabay.

XELA (CUENTO)

 

Xela era una niña que vivía con Laura, su madre viuda, en una casita del bosque. Pese a ser guapa, amable y estudiosa, no tenía muchos amigos, pues casi todos sus compañeros de clase pensaban que estaba loca o era una especie de bruja. Eso se debía a que Xela aseguraba que en ocasiones podía ver y oír a los espíritus del bosque, así como a las almas de los muertos. La única persona que creía en ella era su amigo Javier, un niño al que le gustaba mucho la fantasía. Como también le gustaba Xela, el cinco de marzo (día de su cumpleaños) le regaló una antología de los cuentos de Lovecraft. No tuvo éxito, pues ella, pese a ser bastante aficionada a la lectura, solo leyó un par de relatos y luego se olvidó del libro. Le dijo a su madre:

Ese escritor no sabía nada de magia.

Mientras tanto, un peligroso presidiario había conseguido huir de la cárcel, llevándose consigo una pistola eléctrica que le había arrebatado a un guardia después de golpearlo.

Aquel mismo día Laura y Xela estaban en la cocina de su casa, pelando patatas para hacer una tortilla. Laura creyó oír algo y le dijo a su hija:

Creo que el gato del vecino ha vuelto a entrar en casa. Voy a ver si consigo echarlo antes de que haga otro estropicio.

Laura salió tranquilamente de la cocina, pero entonces apareció el prófugo, que la agarró y la amenazó con su pistola. Xela, al ver a su madre en peligro, intentó reaccionar, pero el intruso le dijo:

Quieta y calladita, nena, si no quieres que tu mamá sufra por tu culpa. Ahora vais las dos a ser buenas chicas y a hacer todo lo que yo os diga.

Comprendiendo que no tenían más remedio que obedecer, madre e hija se sometieron a las órdenes del intruso. Este las ató a ambas con unos cordones y luego fue en busca de cinta aislante para amordazarlas. Pero, mientras estaba distraído registrando los cajones, Xela, que de algún modo había conseguido liberarse de sus ligaduras, se acercó a él sin hacer ruido, le arrebató la pistola y lo dejó fuera de combate con una descarga. Luego ató al criminal antes de que se recuperara y liberó a su madre. Cuando ya estuvo más tranquila, Laura le preguntó a Xela:

¿Cómo pudiste desatarte en tan poco tiempo?

La niña sonrió y le dijo a su madre:

Fue muy fácil, mamá. Gracias a un cuento del libro de Lovecraft, conocí a un gran mago del siglo XX llamado Harry Houdini, cuyo espíritu me dio unas lecciones rápidas de escapismo. Hoy he aprendido algo: que incluso los libros que no nos gustan pueden sernos útiles en alguna ocasión.

Y Laura también aprendió que su hija realmente podía comunicarse con los muertos.

Texto: Javier Fontenla. Fuente de imagen: Pixabay-Darksouls.

AMIGOS (CUENTO)


Texto: Francisco Javier Fontenla García. Fuente de imagen: Pixabay.

Hace muchos años apareció en un pueblo de Rusia una misteriosa niña, que tocaba su flauta con mágica dulzura. Los aldeanos, conmovidos por el hechizo de la música, se olvidaron por un momento de sus problemas cotidianos y dejaron volar sus almas hacia el reino de lo ideal. La niña no dejó de tocar hasta que se puso el sol. Entonces sus oyentes se retiraron a sus hogares, no sin antes regalarle a la niña unas cuantas monedas, que ella agradeció con una sonrisa y una graciosa reverencia. Luego se acercó a un mendigo que se hallaba sentado en el portal de la iglesia. Se trataba de un hombre alto, cuyo rostro siempre permanecía oculto por un aparatoso vendaje. No era oriundo del pueblo, sino un vagabundo que nunca pasaba demasiado tiempo en el mismo sitio. Según sus propias palabras, su cara había quedado desfigurada durante la guerra contra Polonia.

Cuando estuvo cerca del mendigo, la muchachita le dijo con una voz tan dulce como su música:

Toma estas monedas.

El hombre la miró extrañado y protestó:

-No puedo aceptarlas, señorita. Ese dinero es suyo, usted se lo ha ganado con su maravillosa música.

Pero tú las necesitas más que yo. Tómalas, por favor.

Tanto insistió la niña que el mendigo terminó aceptándolas. Luego le preguntó:

¿Pero cómo piensas comprar comida si regalas tu dinero?

La niña le guiñó un ojo y sonrió:

Eso no importa, yo me conformo con poco.

De todas formas, deberías comer algo. ¿Por qué no te quedas conmigo y compartimos la cena? Si no te da vergüenza, claro.

Por supuesto que no. Será un honor compartir el pan con un héroe de guerra.

Bueno, en realidad yo no soy ningún héroe. Ni siquiera he luchado en la guerra. Lo de mi cara… es algo de lo que no me gusta hablar.

No te preocupes. Yo también tengo mis secretos.

Pero seguro que los tuyos no son tan terribles como los míos. He cometido tantos pecados que quizás debería haberme suicidado. Pero no quiero morir sin antes haber redimido mis culpas con buenas acciones.

Eso está bien. Además, no es necesario buscar la muerte. Generalmente, es ella la que te encuentra a ti cuando llega el momento.

Un grito de terror rompió la paz del crepúsculo. Unos niños que jugaban en las afueras del pueblo habían sido acorralados por una manada de lobos. Entonces la niña de la flauta empezó a tocar su instrumento y los lobos huyeron al bosque. Pero los aldeanos, en vez de darle las gracias, le dijeron:

­¿Quién eres tú? ¿Acaso eres una bruja?

Ella no mostró ningún miedo y respondió tranquilamente:

Si fuera una bruja, no habría salvado a vuestros hijos.

Las palabras de la niña solo sirvieron para enardecer los ánimos. Rápidamente se formó un coro de voces enfurecidas:

¡Claro que eres una bruja! Nos has hechizado a todos con tu música para robarnos el alma.

¡Por supuesto! Si fueras una niña normal, no le habrías regalado las monedas al mendigo. Lo que pasa es que tú no necesitas el dinero, porque te alimentas de sangre humana.

¡Cierto! Esta noche matarás a nuestros hijos. Por eso no podías permitir que los lobos se los llevaran.

Los campesinos, tan enfurecidos como asustados, agarraron piedras para lapidar a la niña, que se limitó a contemplarlos en silencio y con cara triste. Pero entonces el mendigo se interpuso y les dijo, amenazándolos con su bastón:

¡Le romperé la cabeza a quien ose tocar a esta niña!

Los aldeanos recularon asustados por la ira del mendigo, pero uno de ellos disparó sobre él, matándolo en el acto. La niña lo miró con tristeza y le retiró las vendas del rostro, que era demasiado monstruoso para ser humano. Sin embargo, ella no mostró ninguna repugnancia, sino que le dijo en voz baja:

Lo sabía, tú eras la criatura del doctor Frankenstein. Durante más de un siglo has vagado solo por el mundo, escondiéndote de los hombres. Desde esta noche vagarás conmigo para siempre.

Dicho esto, aquella niña sacó su flauta y la tocó con mayor dulzura que nunca. Entonces aparecieron doce luciérnagas, que empezaron a trazar círculos de luz en el gélido aire nocturno. Una pared de fuego surgió entre la niña y los campesinos, que huyeron a sus casas, completamente aterrorizados y definitivamente convencidos de que aquella muchacha era una bruja (o quizás la Muerte en persona). Cuando todos se fueron, aquella misteriosa niña se marchó de allí acompañada por las luciérnagas, que no dejaban de danzar en torno a ella. Pero estas ya no eran doce, sino trece.

(Un cariñoso recuerdo para Mary Shelley, creadora del doctor Frankenstein y de su inmortal aunque aquí muera criatura sin nombre.)


LOS PATOS SALVAJES (LEYENDA JAPONESA)

Leyenda japonesa recogida por Lafcadio Hearn en su antología Kwaidan. Versión de Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pexels.

A finales del siglo XIX vivía en Japón un cazador llamado Sonjo, que una tarde se internó en el bosque y se ocultó entre los arbustos que crecían a la vera del río Akanuma, con la esperanza de cazar algunas aves silvestres antes de que cayera la noche. Entonces pasó por allí una hermosa pareja de oshidoris o patos de los mandarines. En la cultura japonesa esas aves simbolizan el amor y la fidelidad conyugal, pero eso significaba muy poco para Sonjo, quien no dudó en dispararle una flecha al macho, matándolo en el acto. En cambio, no pudo capturar a la hembra, que consiguió esconderse entre los juncos.

Aquella noche Sonjo tuvo un extraño sueño. Creyó ver que aparecía a su lado una hermosa mujer con lágrimas en los ojos. Aquella misteriosa dama entonó con voz llorosa la letra de una triste canción: “Bajo la luz del crepúsculo lo invité a reunirse conmigo. Pero ahora su alma duerme sola en las tenebrosas orillas del río Akanuma. ¡Ay, no puedo expresar tanto dolor!”

Tras terminar su cántico, la mujer se dirigió a Sonjo y le dijo con voz preñada de amargura: “Tú no sabes, ni puedes saber, cuánto mal me has hecho. Pero mañana, cuando te acerques a las orillas del Akanuma, lo sabrás. ¡Te aseguro que lo sabrás!” Dicho esto, la dama se sumió en un llanto desgarrador y su cuerpo se desvaneció en la nada. 

Aquel extraño sueño seguía presente en el ánimo de Sonjo cuando se despertó a la mañana siguiente. Recordando las misteriosas frases pronunciadas por la mujer del sueño, decidió acercarse a las orillas del río Akanuma, pues deseaba saber qué significaban exactamente sus palabras. Cuando llegó allí, vio a la hembra oshidori nadando sola sobre la superficie del río. Cuando ella vio al cazador, en vez de escapar como había hecho la tarde anterior, miró a Sonjo de una forma muy extraña. Luego se clavó el pico en su propio pecho, hasta desgarrarse la carne, y murió desangrada ante la estupefacta mirada de Sonjo. Cuando este se hubo recuperado de la impresión, sacó su cuchillo y se afeitó la cabeza usando las aguas del río como espejo. Luego fue al pueblo, vendió sus armas y compró una túnica de monje. Pasó el resto de su vida predicando el amor y la compasión hacia todo ser vivo.

 



EL ENANITO FIEL

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: cuadro de Sophie Anderson en dominio público (fuente: Wikimedia Commons).

Muerta Blancanieves, el cuervo de la madrastra se posó sobre su cuerpecillo exánime y les dijo así a los ocho enanitos (sí, ocho, han leído bien):

-Nunca, nunca más la veréis/ y por su causa sufriréis.

Siete de los ocho enanitos, mudos y cabizbajos, se pusieron a llorar en silencio, pero el octavo enanito, que siempre había querido a Blancanieves con un amor profundo y sincero (aunque no completamente platónico), le dijo al cuervo en medio de sus sollozos:

-Nunca, nunca más la veremos/ ¡pero jamás la olvidaremos!

El cuervo se burló de él con un graznido y se fue con su malvada dueña.

Un año después volvió al lugar donde el cuerpo incorrupto de Blancanieves yacía dentro de un sarcófago de cristal. Siete de los ocho enanitos nunca pasaban por allí, no porque hubieran olvidado a su amiga, sino porque no querían reavivar sus penas atormentándose sin sentido. Pero el octavo enanito pasaba allí todo el tiempo que le permitían sus quehaceres, velando día y noche el cuerpo de su amada, siempre triste y lloroso como el primer día. El cuervo se fijó en él y le dijo:

-Nunca, nunca más la verás/ y por su causa sufrirás.

Sin dejar de sollozar, el enanito le respondió:

-Nunca, nunca más la veré/ ¡pero siempre la recordaré!

El cuervo se burló de él con un graznido y se fue.

Pasó otro año y el ave de mal agüero visitó una vez más el sarcófago de Blancanieves. Vio que el enanito fiel seguía allí y le dijo:

-Nunca, nunca más la verás/ y por su causa sufrirás.

El enanito, aunque tenía lágrimas en los ojos, le dedicó al cuervo una triste sonrisa y le dijo:

-Nunca, nunca más la veré/ ¡pero para siempre la amaré!

Tan profundo y poderoso era el amor reflejado por aquellas palabras que incluso el endurecido corazón del cuervo sintió un estremecimiento al oírlas. En vez de burlarse del enanito y marcharse, como había hecho en otras ocasiones, se quedó inmóvil y empezó a llorar, más conmovido por la abnegación del enanito que por el triste destino de Blancanieves.

Entonces apareció el hada buena del bosque y le dijo al enanito:

-Buen enanito, tu amor es tan grande y puro que en verdad no puede quedar sin premio. Así pues, te concedo el don de despertar a Blancanieves.

Apenas hubo pronunciado el hada estas palabras, el enanito enamorado despertó a Blancanieves con la fuerza de su amor (hoy se dice que los enanitos solo eran siete porque uno de ellos cuenta como príncipe). A continuación, el hada le dijo al cuervo:

-Pájaro sarcástico y agorero, tu malvada dueña ha muerto y, como castigo por haberte burlado dos veces del enanito, estarás doblemente condenado. En primer lugar, a partir de hoy vagarás sin rumbo por toda la eternidad. Y, en segundo lugar, para que nadie te vea más que como pájaro de mal agüero y emisario del Averno, solo podrás pronunciar las palabras tristes con las cuales intentaste minar el amor del enanito. Pero, como hoy has llorado por él, te concedo una gracia que aliviará en parte tu condena: algún día te encontrarás con un gran poeta de un país lejano, que te hará inmortal en sus versos, para que tu recuerdo no sea olvidado NUNCA MÁS.

 


LOS TRES MOSQUETEROS DE WEIRD TALES


Reedito este artículo como doble homenaje a Clark Ashton Smith (nacido el viernes 13 de enero de 1899) y a Robert Ervin Howard (nacido el 22 de enero de 1906)
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Thor golpeando a la serpiente gigante, de Johann Heinrich Fuseli.

En la América de los años veinte y treinta se produjo la eclosión de las revistas pulp, que por poco precio (eran los tiempos de la Gran Depresión) ofrecían a sus lectores relatos sin demasiadas pretensiones literarias, pero que respondían perfectamente a los gustos de la época. Cada revista se especializaba en un género concreto: la aventura, los detectives, la ciencia-ficción y, en el caso de Weird Tales (expresión traducible por “Cuentos Extraños”), la fantasía oscura. El escritor norteamericano Lyon Sprague de Camp llamó en cierta ocasión “los tres mosqueteros de Weird Tales” a los autores de la revista que más recordamos actualmente (aunque en su época no siempre fueron los más exitosos).

Quizás el más importante de los tres fue Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), maestro de la literatura macabra y en sus últimos años también importante autor de ciencia-ficción. A pesar de ser un devoto admirador de Poe y de los novelistas góticos, Lovecraft tuvo el mérito de renovar el género macabro con la creación de una mitología particular, centrada en libros malditos, cultos ancestrales y lugares embrujados. En el mundo lovecraftiano acechan las sombras de dioses terribles, que gobernaron el mundo hace millones de años, mucho antes de que existiera la Humanidad, y que esperan desde las tinieblas el momento adecuado para recuperar su hegemonía. El protagonista típico de Lovecraft es un erudito o investigador, demasiado amigo de meterse donde no lo llaman... y que acaba pagando con creces su exceso de curiosidad. Probablemente las obras más conocidas de Lovecraft son La llamada de Cthulhu y El horror de Dunwich, ambas publicadas precisamente en Weird Tales.

Robert Ervin Howard (1906-1936) apenas vivió treinta años (se suicidó con un revólver por no poder asumir la muerte de su madre), pero tuvo tiempo de escribir numerosos relatos, entre los cuales destacan aquellos que pertenecen al género fantástico. Al igual que Lovecraft, con quien mantuvo una intensa relación epistolar, Howard escribió cuentos de terror y fantasía oscura, pero sus protagonistas no suelen ser investigadores demasiado curiosos, sino poderosos guerreros de tiempos pasados, capaces de enfrentarse con valor a todos los horrores que encuentran en su camino. Esa mezcla de terror y aventuras puede apreciarse en las historias de su personaje más famoso, Conan el Bárbaro, un guerrero prehistórico destinado a convertirse en un icono de la cultura popular, así como en el principal referente de un nuevo género: la fantasía heroica, también llamada “espada y brujería”.

Clark Ashton Smith (1899-1961) es actualmente el menos conocido de estos autores, a pesar de sus indudables méritos literarios. Al contrario que Lovecraft y Howard, Smith, más interesado en la poesía y en las artes plásticas que en la narrativa, no aportó grandes novedades al género fantástico ni creó ningún mito de la cultura popular, pero poseía una singular imaginación macabra y un envidiable estilo literario. Tal como dijo de Camp, “desde Poe nadie había amado un cadáver putrefacto tanto como él”. Su morbosa fantasía le permitió crear mundos fantásticos de maravilla y terror, algunos ambientados en un pasado remoto (Hiperbórea, Averoigne…) y otros en un futuro igualmente lejano (Zothique). En esos mundos pueden encontrarse toda clase de horrores (demonios y monstruos prehistóricos en Hiperbórea, vampiros y licántropos en Averoigne, nigromantes y muertos vivientes en Zothique, etc.). Al igual que Howard, Smith mantuvo relaciones epistolares con Lovecraft y también recibió su influencia en algunos de sus relatos (para ser exactos, fue una influencia mutua, pues Lovecraft incorporó a su mitología particular dioses y libros prohibidos inventados por Smith).


LA MUÑEQUITA DE TRAPO (CUENTO)

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: The Turtle Dove, pintura de Sophie G. Anderson, tomada de Wikimedia Commons.

Durante mucho tiempo la muñequita estuvo sola y olvidada en un cuarto vacío, hasta que los dueños de la casa decidieron deshacerse de ella, pues solo servía para revivir recuerdos tristes. Arrancaron de su vestido una vieja tarjeta de felicitación, donde aún podía leerse “para Annie, feliz cumpleaños”, y se la regalaron a un vecino pobre, que vivía de vender objetos de segunda mano en los mercadillos callejeros.

Como se acercaban las fiestas navideñas, un hombre andaba buscando regalos para sus dos niñas. A su hija mayor, que se llamaba Sarai, le regaló un móvil, pero a la pequeña Amanda le compró una muñequita de trapo que encontró en un puesto de la calle. Ni él mismo podría explicar por qué eligió aquella vieja muñeca de segunda mano en vez de una nueva. Quizás fue porque aquella tarde caía una ligera llovizna sobre la ciudad y las gotas que resbalaban sobre las mejillas de la muñequita parecían lágrimas, como si aquel pobre juguete llorara de soledad. Lo cierto es que Amanda aceptó encantada aquella muñeca, a la cual, con inocencia infantil, adjudicó rápidamente un nombre de persona: Annie. Cuando sus padres le preguntaron por qué había escogido aquel nombre, Amanda, muy seria, les respondió que no lo había elegido ella, sino que se lo había dicho la misma muñeca. Y además añadió que Annie le contaba muchas cosas de cuando ella todavía no era una muñeca de trapo, sino una niña de carne y hueso, como la misma Amanda. Entonces sus padres sonrieron y no dijeron nada, pues sabían que su hija era una niña muy fantasiosa. Por el contrario, Sarai (que iba a cumplir trece años y, por tanto, ya se consideraba mayor) no perdía ocasión de burlarse de su hermanita, a la cual llamaba tonta por hablar con muñecas. Así comenzaron muchas peleas entre las dos niñas, a menudo acompañadas de mutuos lanzamientos de ropa y de otras muestras de hostilidad, que los sufridos padres tenían que detener riñendo seriamente a ambas contendientes. La madre, preocupada, le sugirió a su marido que sería mejor deshacerse de Annie, para que Amanda dejara de imaginar cosas raras. Pero a él le pareció una idea muy cruel y se limitó a encoger los hombros sin decir nada.

Una fría tarde otoñal, mientras las niñas estaban solas en la casa, entró un ladrón forzando la puerta. Sarai, que estaba estudiando en su cuarto y de paso escuchando música con los auriculares, no se enteró de nada. Amanda, que se hallaba en el salón jugando (y quizás hablando) con Annie, sí que advirtió la presencia del intruso, pero este la atrapó y le tapó la boca con la mano. Entonces sonó un grito que se oyó en todo el edificio. El ladrón, asustado, soltó a Amanda y huyó de la casa a toda prisa, no sin antes darle un buen empujón a la sorprendida Sarai, quien había salido de su cuarto para ver qué pasaba. Amanda aseguró que había sido Annie quien había gritado al verla en peligro, pero, naturalmente, nadie le hizo caso. Harto ya de tantas fantasías, su padre, aunque de mala gana, decidió deshacerse de la muñeca. Mientras Amanda estaba en la escuela, agarró a Annie y la abandonó en un vertedero de las afueras. Aquella noche cayó un fuerte aguacero sobre la ciudad y una riada arrastró a la pobre muñequita hacia el olvido. Antes de que desapareciera para siempre, unas gotas de lluvia, o quizás lágrimas, resbalaron sobre sus tristes mejillas de trapo. Pero allí ya no había nadie para verlas.


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