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EL VIEJO CAPITÁN (CUENTO)

 

Nos hallamos en cierta localidad portuaria de Nueva Inglaterra hacia el año 1920. La solitaria casa del Viejo Capitán rara vez recibía visitas, pero aquella tarde un joven escritor llamó a su puerta. Aunque poca gente conocía íntimamente al Viejo Capitán, se decía que había vivido muchas experiencias extraordinarias a lo largo de su ajetreada vida. El joven escritor quería entrevistarse con él, guiado por la esperanza de que pudiera sugerirle el germen de alguna historia interesante. Afortunadamente, el anciano resultó ser una persona mucho más amable de lo que su visitante se había imaginado. Al joven escritor también le agradó descubrir que la casa estaba llena de gatos, pues él, al igual que su vetusto anfitrión, sentía cierta debilidad por los pequeños felinos. El Viejo Capitán no solo los trataba con cariño, sino que además hablaba con ellos como si pudieran entenderlo y les daba nombres de persona, que al parecer se correspondían con los de sus antiguos compañeros de navegación. Tras rehusar un vaso de ginebra y aceptar un té con pastelillos, el escritor le pidió al anciano que le hiciera un breve resumen de su vida. El capitán sonrió y dijo:

Lo cierto es que he vivido bastantes aventuras emocionantes. Nací en el seno de una familia distinguida, pero la Guerra Civil y el cólera aunaron sus esfuerzos para dejarme huérfano a una edad muy temprana. Por ese motivo tuve que dejar la escuela y embarcarme como grumete cuando aún no había cumplido los doce años. Durante mi larga vida como marinero he navegado por lugares remotos y extraños. Nunca me he casado, pero sí he mantenido relaciones amorosas con varias mujeres de distintas razas. Curiosamente, a los veinticinco años, siendo ya primer oficial de un barco mercante, aún era completamente virgen. Entonces los monzones nos obligaron a buscar cobijo en cierta isla oriental, habitada por una tribu de costumbres matriarcales. Por algún motivo le caí en gracia a la princesa de la isla, que era una chica tan bella como caprichosa. Intentó seducirme, pero yo, que en aquella época aún no estaba acostumbrado a tratar con mujeres, rechacé sus intentos con cierta brusquedad. Aquella noche encontré una cobra entre las ropas de mi cama y comprendí que la había ofendido. Al día siguiente le ofrecí mis disculpas a la princesa y me excusé diciéndole que estaba casado (como “prueba” de ello le mostré una vieja foto de mi madre). Ella no debió de quedar muy satisfecha con mis explicaciones, pues mientras dormía la siesta encontré una araña venenosa en mi cama. Finalmente accedí a acostarme con la princesa y al anochecer encontré un hermoso gatito jugando en mi camarote. Aquel cachorro pertenecía a una especie endémica de la isla y poseer uno se consideraba un gran honor entre los nativos. Comprendí que la princesa por fin había quedado satisfecha y acepté su regalo con verdadero placer. Poco después abandoné la isla y no volví a verla nunca más. Por lo que sé, murió hace algunos años y hoy gobierna la isla su hija mayor, de quien se dice que tiene los ojos azules. A veces he sentido la tentación de visitarla, pero nunca me he atrevido, pues no me gustaría tener que elegir entre cometer un incesto o encontrarme con otro bicho venenoso en mi cama. En cuanto al gato, fue mi mejor amigo durante los doce años que vivió. Todos los felinos de mi casa son descendientes suyos y han heredado sus cualidades.

En aquel punto la narración del anciano marinero fue interrumpida por las sirenas de un vehículo policial. Pocos segundos después el comisario en persona llamó a la puerta del Viejo Capitán, quien aquella tarde recibió más visitas de las que solía recibir en un año entero. El comisario se dirigió a él en voz alta, pues ignoraba la presencia del joven escritor:

Capitán, varias niñas han desaparecido misteriosamente mientras jugaban en el bosque y, a juzgar por ciertos indicios, cabe pensar que han sido raptadas. Mis hombres ya están peinando la zona, pero le agradeceríamos que nos prestase su ayuda una vez más.

El comisario se marchó y entonces el joven escritor se dirigió al anciano:

Disculpe mi ignorancia, capitán, pero no acierto a comprender cómo podría usted ayudar en este asunto.

En realidad, serán mis gatos quienes harán el trabajo. Olvidé decirle que poseen cualidades fuera de lo normal. Mientras esperamos su retorno, le contaré cómo descubrí en Arabia las ruinas de una ciudad sin nombre o, si lo prefiere, le hablaré de los vestigios prehistóricos que encontré durante mi última visita al África central.

En el interior de una fábrica abandonada tres niñas atadas, amordazadas e indefensas se hallaban a merced del maníaco que las había raptado. Aquel psicópata ya estaba a punto de degollarlas cuando creyó oír un sonido extraño procedente del exterior. Salió del edificio armado con un cuchillo, pero nunca más volvió. En cambio, diez minutos después entraron en la fábrica varios gatos, que se relamían y bostezaban como si se hubieran dado un buen banquete. Los felinos rompieron a mordiscos las ataduras de las niñas, que huyeron de allí a toda prisa, sin prestarle atención a un esqueleto que yacía entre los arbustos, sin una sola brizna de carne sobre sus huesos.

Aquella noche el Viejo Capitán despidió al joven escritor y le dijo:

Espero que haya obtenido algún provecho literario de nuestro encuentro, señor Lovecraft.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

VAMPIRAS

 

Texto de Francisco JavierFontenla, imagen de Pixabay.

Antes de nada, un pequeño apunte lingüístico. Cuando yo estaba en la escuela (allá por la Prehistoria), se consideraba que el femenino oficial de “vampiro” era “vampiresa”, pero actualmente la RAE acepta y recomienda el uso de “vampira”, quedando el término “vampiresa” para referirse a las típicas y tópicas mujeres fatales del cine.

Seguramente la historia del vampirismo comienza con la leyenda de Lilith, la primera mujer de Adán según ciertas tradiciones hebreas (su nombre también es mencionado en el Libro de Isaías). Por lo visto, Lilith salió algo rebelde y se unió a los demonios (tras su "divorcio" Dios tuvo que crear a Eva, para que Adán no se quedara soltero). Lilith chupaba la sangre de los niños y también la de los hombres que conseguía seducir con su eterna belleza. En ocasiones entraba en los dormitorios de las parejas que hacían el amor durante la noche, para robar el esperma que quedaba entre las ropas de la cama y hacer con él espíritus impuros, semejantes a los íncubos y súcubos de la Europa medieval. Lilith reaparece en varias obras literarias, entre ellas el Fausto de Goethe.

Los antiguos griegos creían en las empusas, monstruos femeninos que adoptaban la apariencia de mujeres hermosas para seducir a los incautos, con el propósito de chuparles la sangre mientras dormían. Era posible reconocer a una empusa porque tenía pies de cabra, pero sus amantes solían fijarse en otras partes de su anatomía, de modo que no descubrían el engaño hasta que era demasiado tarde.

Lamia fue convertida en serpiente por la maldición de Hera, después de haber mantenido relaciones amorosas con Zeus. Pero podía adoptar una apariencia agradable, que aprovechaba para seducir a los hombres y matarlos, igual que hacían las empusas. En cierta ocasión conoció a un filósofo griego llamado Menipo, que se enamoró de ella. Pero Apolonio de Tiana, maestro y amigo de Menipo, desconfiaba de aquella misteriosa mujer. Cuando se celebró el banquete nupcial, Apolonio acudió como invitado y reveló la naturaleza demoníaca de Lamia. Según una tradición recogida por el escritor Filóstrato, le dijo a Menipo las siguientes palabras: “estás abrazando a una serpiente”. Entonces Lamia, sabiendo que no podía engañar a un hombre tan sabio como Apolonio, desapareció para siempre. Su leyenda inspiró a grandes poetas, como Goethe y John Keats.

Los romanos creían que ciertas brujas (las “striges”) podían adoptar la forma de lechuzas o comadrejas para entrar en las casas y chuparles la sangre a los niños. Esa leyenda pervivió hasta tiempos relativamente recientes en las “meigas chuchonas” gallegas y en las guaxas o guajonas del norte de España.

Estas viejas leyendas, unidas a la figura real de la asesina húngara Elizabeth Báthory, dieron lugar a buena parte da literatura vampírica que floreció en Europa durante el siglo XIX, coincidiendo con el movimiento romántico y con el decadentismo. Este subgénero nace con dos obras de poesía narrativa donde aparecen vampiras: La novia de Corinto de Goethe y Christabel de Samuel Taylor Coleridge. Luego vinieron Lamia de Keats, Vampirismus de Hoffmann, La muerta enamorada de Gautier, Carmilla de Le Fanu, Las flores del mal de Baudelaire, Thanatopía de Rubén Darío y Drácula, la célebre novela de Bram Stoker, donde Jonathan Harker se encuentra con tres sensuales vampiras. Todas estas hijas de la noche son hermosas y saben seducir a los hombres antes de dejarlos sin sangre, igual que hacían las lamias y empusas de la mitología clásica. Un caso particular es el de Carmilla, que muestra claras tendencias lésbicas, motivo por el cual ciertas adaptaciones de la novela no pudieron estrenarse en España, tras haber sido vetadas por la censura franquista. Carmilla reaparece en obras de ficción modernas, como Vampire Hunter D: Bloodlust o Castlevania.

Para terminar este artículo, no podemos olvidar El legado, la gran novela de Sara Lena Jiménez Tenorio, que nos cuenta, entre otras muchas cosas, la historia de Elizabeth Báthory, quien quizás todavía nos acecha desde las sombras.

EL AVATAR

 

Texto de Francisco Javier Fontenla, basado en clásicos de la novela policial. Imagen de Pixabay.

Hans Larsen era un adolescente norteamericano de carácter sencillo y buen corazón, aunque en las profundidades de su Yo había algo que ni él mismo comprendía. Cuando Hans era pequeño, sus padres lo habían llevado a la consulta de un prestigioso psicólogo, con la esperanza de que este le curase su terrible fobia a los perros. Aquel psicólogo lo hipnotizó para ayudarlo a recordar el hecho traumático que le había provocado aquella fobia, pero el resultado fue sorprendente: al parecer, aquel suceso no había tenido lugar en la vida actual de Hans, sino en otra vida anterior. Y, desde entonces, el muchacho empezó a tener extraños sueños, durante los cuales recordaba cosas que, aparentemente, no le habían sucedido a él, sino a sus avatares de épocas pasadas.

Por otra parte, Hans estaba secretamente prendado de Lucy, una atractiva compañera de clase que destacaba en el club de teatro, y, como buen enamorado tímido, había adquirido la costumbre de pasear solo por lugares agrestes. Una tarde estival, mientras caminaba por el campo, encontró un cadáver ensangrentado. Cuando se acercó para echar un vistazo, le pareció que se trataba de Martha Howard, la adinerada madre adoptiva de Lucy. Como le daba miedo quedarse allí, salió corriendo en busca de ayuda, pero resbaló y cayó por un terraplén. Al caer se llevó un golpe en la cabeza, que despertó a una de sus identidades del pasado. Entonces tuvo lugar una extraña conversación dentro de su mente:

¡Ay, qué dolor de cabeza! Me siento como si me hubiera pegado el monstruo de la Rue Morgue.

¡Oiga! ¿Quién es usted y qué está haciendo dentro de mi cabeza?

-Soy tu Yo de hace doscientos años. Me presento: mi nombre es Augusto Dupin, caballero y detective. ¿No has leído los relatos que me dedicó mi desdichado cronista y amigo Edgar Allan Poe?

Pues no.

¡Típica ignorancia de un joven del siglo XXI! En fin, será mejor que busquemos a los agentes de la ley.

Hans tuvo que caminar hasta la ciudad, pues allí su móvil no tenía cobertura. Tras examinar el cadáver, la policía ratificó que se trataba, efectivamente, de la señora Martha Howard. John Howard, segundo marido de la víctima y padrastro de Lucy, hubiera sido un sospechoso ideal, pues la muerte de su mujer le proporcionaba una sustanciosa herencia. Pero tenía una buena coartada, pues estaba jugando al golf con unos amigos cuando Hans descubrió el cadáver. Y, según el forense, la víctima llevaba poco tiempo muerta, por lo que no hubiera podido asesinarla antes de ir al campo de golf.

Cuando Hans volvió a la ciudad, se encerró en su cuarto, tras pedirles a sus padres que no lo molestaran, con la excusa de que estaba muy afectado. Entonces volvió a oír en su mente la voz de Monsieur Dupin:

Creo que ya he resuelto el caso. Examinando atentamente tus recuerdos, descubrí un elemento discordante en la escena del crimen. Me refiero a las moscas.

Pues yo no recuerdo que allí hubiera ninguna mosca.

¡Ese es precisamente el elemento discordante! Estamos en verano y un cadáver abandonado en medio del campo tendría que haberlas atraído rápidamente. De hecho, cuando la policía llegó allí había bastantes por los alrededores, pero cuando viste el cuerpo por primera vez no había ni una sola. Eso me sugiere una idea que, con un poco de suerte, podremos corroborar en breve.

Aquella misma noche John Howard y su hijastra Lucy abandonaron la comisaría, tras reconocer el cadáver y prestar declaración. Cuando llegaron al parking subterráneo, la muchacha besó con pasión a su padrastro y le dijo:

—¡Felicidades, John! Gracias al imbécil de Hans, tu plan ha salido perfectamente.

Sí, cariño. Ya tengo los documentos falsos y los billetes que nos permitirán huir del país antes de que tengan pruebas contra nosotros.

Pero entonces alguien que se hallaba oculto tras una columna se plantó delante de ellos y les dijo:

Buenas noches, soy el imbécil del que hablaban.

Lucy gritó, sorprendida y furiosa:

¡Hans! ¿Qué haces aquí?

¿No es obvio, guapa? Espiaros para comprobar que mis sospechas (es decir, las sospechas de Monsieur Dupin) eran ciertas. Ya lo veo claro: una buena actriz, que conocía mis costumbres y los sitios por donde solía pasear, se hizo pasar por su madre muerta, para darle una coartada a su cómplice. Mientras yo corría en busca de ayuda, te largaste sin ser vista por nadie. Usted, Mister Howard, mató a su esposa cuando volvió de jugar al golf y se la llevó al lugar donde yo había encontrado a Lucy, pensando que no me daría cuenta del cambiazo. Pero en eso se equivocó completamente. Por cierto, he grabado en mi móvil lo que acaban de decir y también les he hecho una foto muy comprometedora.

Howard, furioso, se arrojó sobre Hans, pero este, aprovechando los conocimientos de “savate” (boxeo francés) transmitidos por Monsieur Dupin, esquivó fácilmente su acometida y le propinó un fuerte golpe en la mandíbula, que lo dejó sin sentido. Hecho esto, Hans le dijo a la sorprendida Lucy:

¿Cómo pudiste ayudar al asesino de la mujer que te adoptó cuando te quedaste huérfana?

Ella no me recogió por caridad, sino para lavar su mala conciencia por haber provocado la ruina de mis verdaderos padres. Yo, en cambio, lo hice todo por amor. Si tú me amaras de verdad, lo entenderías y me dejarías escapar.

Yo quizás lo haría, Lucy. Pero dentro de mi mente hay alguien que tiene otras ideas al respecto.

Mientras la muchacha y su padrastro eran detenidos por la policía, Hans volvió solo a su casa. Viendo que estaba muy triste, Dupin le dijo:

Consuélate, hombre. En el fondo siempre has sabido que esa chica no era buena para ti, ¿verdad?

Aun así, yo la amaba… pese a que hace quinientos años hizo que sus perros me devoraran por haberla visto desnuda.

DOS EN UNO (CUENTO)

 

Cuando era pequeña, Amanda Martins tenía el poder de comunicarse con las almas de los muertos y, como vivía en la ciudad de Baltimore (Maryland, EE. UU.), se hizo amiga del fantasma de Edgar Allan Poe, que solía deambular por las calles donde había pasado sus últimos momentos de vida. Cuando llegó a la pubertad, Amanda perdió sus facultades paranormales, pero el fantasma de Poe siguió cuidándola sin que ella lo supiera.

Un día de verano Amanda fue a la playa con sus compañeros de clase, pero desgraciadamente el agua estaba llena de algas, que le daban mucha grima. Como no le apetecía bañarse en esas circunstancias, propuso dar un paseo por la costa, pero solo Joel, su mejor amigo, quiso acompañarla. Tras una larga caminata, los dos amigos llegaron a un lugar solitario y agreste, frecuentado únicamente por cuervos y aves marinas. Pero de pronto aparecieron unos desconocidos, que anestesiaron a los muchachos con una granada de gas somnífero y se llevaron a Amanda. El espíritu de Poe, que andaba por allí (o mejor dicho volaba, pues había poseído a un cuervo), entró en el cuerpo de Joel y lo ayudó a despertarse. Entonces tuvo lugar un curioso diálogo en el cerebro del muchacho:

¡Oiga! ¿Quién es usted y qué está haciendo dentro de mi cabeza?

Pues soy Edgar Allan Poe. ¿Es que nunca has oído hablar de mí?

Bueno, sí, estudio Literatura… ¿Pero usted no murió hace doscientos años?

Mejor dejemos esos detalles para otra ocasión. Ahora lo importante es rescatar a Amanda.

Sí, pero usted está muerto y yo tengo catorce años. No somos los Vengadores precisamente.

No importa. Tú confía en mi experiencia.

Amanda había sido capturada por los sicarios de Klaus Nessler, un peligroso delincuente experto en ocultismo. Cuando vio a Amanda, le dijo:

Encantado de conocerte, querida. Tengo entendido que puedes hablar con los muertos. Y yo quiero conocer todos los secretos que los hechiceros de la Antigüedad se llevaron a la tumba.

Pues me temo que se va a quedar con las ganas. Hace tiempo que perdí mis poderes.

Vamos a comprobar si eso es cierto.

Nessler llamó a su nieta Magda, una niña de diez años que tenía el poder de la telepatía, y le ordenó infiltrarse en los pensamientos de su prisionera. Magda clavó sus fríos ojos azules en las pupilas de Amanda, realizó una exploración de su mente y le dijo a su abuelo:

Dice la verdad. Ya no nos sirve para nada.

Nessler suspiró apesadumbrado y dijo:

Es una lástima. Pero quizás todavía podamos sacarle alguna utilidad a esta señorita. Su padre es agente del FBI, lo cual la convierte en una valiosa rehén.

Los sicarios de Nessler ataron a Amanda, le taparon la boca con cinta adhesiva e hicieron ademán de introducirla en un vehículo todoterreno, pero entonces apareció Joel-Poe (llamémoslo así). Nessler lo encañonó con una pistola y le dijo:

Dame una buena razón para que no te mate.

Mientras Nessler profería sus amenazas, tuvo lugar otra conversación mental en la cabeza del muchacho:

Oiga, señor Poe. Usted ya está muerto y todo esto le parecerá muy divertido, pero este cuerpo es mío y no quiero que lo conviertan en un colador.

Tú tranquilo, déjame hablar a mí.

Entonces Joel-Poe se dirigió a Nessler con aparente tranquilidad (para ser más exactos, fue Poe quien habló con la voz de Joel):

Mientras seguía su rastro, encontré por casualidad el tesoro del capitán Kidd. Le daré las señas exactas si deja en paz a mi amiga.

¡No me hagas reír! Ni un niño pequeño se creería esa bola.

Si no se fía de mis palabras, dígale a la señorita aquí presente que use sus poderes para leer mis pensamientos.

Nessler le susurró a Magda:

Cariño, introdúcete en la mente de ese imbécil y comprueba si lo que dice es verdad o un farol.

Magda hizo lo que le había dicho su abuelo, pero al entrar en la mente de Poe se encontró con todos los horrores creados por su morbosa imaginación e, incapaz de resistir el susto, sufrió un desmayo fulminante. Nessler, enfurecido, le gritó a Joel-Poe:

¿Qué le has hecho a mi nieta? ¡Cúrala o te mataré!

Si me mata, su nieta se quedará así para siempre y terminará en un manicomio En cambio, si nos deja en paz, pronto se recuperará sin la menor secuela. Le doy mi palabra de caballero de Virginia.

¿Caballero de Virginia? ¡Tú sí que deberías estar en un manicomio!

Ya me han llamado loco muchas veces, pero yo estoy de pie y su nieta no. Elija de una vez.

Nessler dudó durante unos segundos y eso aparentemente estuvo a punto de arruinar el plan de Poe, pues Magda ya había empezado a mostrar signos de recuperación. Pero, mientras todo el mundo estaba pendiente de Joel-Poe, Amanda había aplicado unos trucos que le había enseñado su padre para desatarse (en realidad, Poe había contado con eso desde el primer momento) y hacerse con una de las granadas de gas somnífero que Nessler guardaba en su vehículo. Usando el gas, Amanda dejó a toda la banda fuera de combate.

Una vez reducidos los criminales, Amanda y Joel (ya solo Joel) se fundieron en un cálido abrazo, bajo la mirada cómplice de un espíritu que los observaba desde el cielo.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

ANABEL (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando era niño sentía hacia mi hermosa prima Anabel un cariño singularmente intenso y profundo. Así pues, no es de extrañar que su prematura muerte a los catorce años de edad me infligiera una herida incurable en el corazón. Siendo yo su pariente carnal, se me permitió hacerle una última visita en el cuarto donde agonizaba. Aunque depauperada por la enfermedad que la consumía, seguía pareciéndome muy bella y, cuando me vio, reunió sus últimas fuerzas para dedicarme la más dulce de las sonrisas. Luego me dijo con una voz apenas audible:

No llores por mí, Eduardo. Te prometo que estaré contigo cuando más me necesites.

Luego empezó a vomitar sangre y una enfermera me ordenó abandonar el cuarto. Poco tiempo después mi padre me anunció, compungido, que Anabel se había ido para siempre.

Cuando llegué a la edad adulta, seguía recordándola con una tristeza que solo la memoria de sus últimas palabras podía atenuar. Quiso el Destino que un hombre rico me contratara para darle clases de Dibujo a su hija Carla, una hermosa niña de catorce años, cuya sorprendente semejanza con Anabel se me antojó turbadora. Físicamente eran idénticas, salvo por un pequeño detalle: Anabel tenía los ojos verdes, mientras que los de Carla eran azules. También se parecían en algunos rasgos de su personalidad, como su amor a los gatos (pese a las protestas de sus padres, Carla había adoptado varios felinos callejeros, siendo su predilecta una gata negra a la que llamaba Bella). Cuando me enteré de que mi pupila había nacido exactamente nueve meses después de la muerte de Anabel, una idea extravagante empezó a echar raíces en mi mente, siempre predispuesta al delirio. Llegué a convencerme de que mi prima había vuelto al mundo para salvarme de la melancolía, cumpliendo así la promesa que había proferido en su lecho de muerte.

Pasado algún tiempo, intenté despertar en Carla algún recuerdo de su vida anterior que sirviera para confirmar mis sospechas. Yo solía darle clase en el salón de su casa y una tarde le dije lo que pensaba. Al principio pensó que estaba bromeando, pero luego, al percatarse de que hablaba en serio, se asustó y debió de pensar que era un loco o un pedófilo. Llamó aterrorizada a su madre y le dijo que yo la estaba acosando. La dueña de la casa (una mujer bella de cuerpo, pero prosaica de espíritu) no quiso escuchar mis explicaciones, que, por otra parte, difícilmente la hubieran convencido. Me expulsó de su casa y me dijo que, si volvía a acercarme a Carla, pondría una denuncia en la comisaría.

Aquella amarga decepción destruyó por completo todas mis ilusiones e, impelido por la tristeza, me interné en las profundidades del bosque para llorar en silencio. Ya había anochecido cuando creí oír un leve rumor de pasos sobre la hojarasca. Encendí la linterna de mi móvil y vi que a mi lado estaba Bella, la gata favorita de Carla. La acaricié en el lomo y le dije en voz alta, como si ella pudiera entenderme:

¡Hola, preciosa! Es bueno saber que al menos alguien de esa casa me echa de menos. Pero será mejor que te devuelva a tu dueña. Solo faltaría que, además de por acoso, me denuncie por robo de mascotas.

Volví a la casa de Carla con la intención de dejar a la gata en el jardín y marcharme, pero entonces advertí algo anormal: la puerta estaba entreabierta, lo cual era extraño a aquellas horas de la noche. Examiné la cerradura y vi que estaba rota, como si alguien la hubiera forzado. Entré en el vestíbulo procurando no hacer ruido y me dirigí hacia la única habitación de la casa que tenía las luces encendidas. Allí estaban Carla y sus padres, los tres atados y amordazados con cinta adhesiva. Me acerqué a ellos para liberarlos, pero de pronto apareció un ladrón armado con un cuchillo, que se arrojó sobre mí con evidentes intenciones homicidas. Sin duda hubiera acabado conmigo de no ser por la rápida intervención de Bella, que se abalanzó sobre el intruso y le laceró el rostro con sus garras. Yo aproveché aquella oportunidad para agarrar una lámpara y golpearlo en la cabeza hasta dejarlo inconsciente. Cuando me detuve para tomar aliento, oí maullar a la gata, que me miraba desde el alféizar de la ventana con sus brillantes ojos verdes… en los cuales, aunque parezca una locura, creí reconocer la dulce y tierna mirada de otros ojos verdes que había amado en mi infancia. Quise acercarme a ella, pero dio un salto y desapareció para siempre entre las sombras de la noche.

AMANDA (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay-Darksouls.

Cuando Amanda era pequeña, tenía el don de ver fantasmas. Naturalmente, nadie la creía, ni siquiera sus propios padres, y todos pensaban que era una loca o una mentirosa. Con semejante reputación, no es de extrañar que fuera poco querida en el colegio. Para colmo de males, April May, la chica más “popular” de su clase, la miraba por encima del hombro e incluso la acosaba con ayuda de sus amigas. Amanda no se atrevía a decirles nada a sus profesores ni a sus padres, porque nunca se tomaban en serio sus palabras.
Ella estudiaba en un prestigioso colegio de Baltimore y siempre había sido una niña muy aplicada, pero sus notas habían bajado mucho desde que April la acosaba y se hallaba al borde de suspender Literatura. Su última esperanza de aprobar era presentarle a su profesor un buen poema, lo cual repercutiría favorablemente en su nota. Quería escribir un texto que reflejara su tristeza y su soledad, pero a causa de los nervios no se le ocurrían las palabras adecuadas. Finalmente tomó una medida desesperada: una mañana, en vez de ir al colegio, se dirigió a un parque donde se aparecía con frecuencia el fantasma de Edgar Allan Poe, que había muerto cerca de allí en 1849. Cuando lo encontró, Amanda le pidió ayuda para escribir su poema y él le respondió:
-Si quieres escribir algo realmente triste, deberías buscar un entorno más inspirador, donde puedas captar el verdadero espíritu de la tristeza.

Pues últimamente yo me siento triste en todas partes.

La buena poesía no es sentimiento, sino impresión.

Entonces buscaré un sitio más melancólico. Estoy pensando en una casa de las afueras, que parece sacada de uno de sus cuentos.

Tras una larga caminata, Amanda y el fantasma de Poe llegaron a un descampado, donde se erguía una vieja y siniestra mansión, abandonada desde hacía muchos años. Pero entonces apareció un agente de policía, que le dijo a Amanda con malos modos:

¡Vete a jugar a otra parte, niña! No se puede entrar aquí, las ratas se han vuelto agresivas.

Amanda dio la vuelta, fingiendo marcharse, pero se quedó cerca de la casa, escondida entre unos arbustos. Poe le preguntó:

¿En qué estás pensando?

Si ese hombre fuera un verdadero policía, no me habría mandado a paseo, sino que hubiera llamado a mi casa para preguntar por qué no estoy en clase. Tengo que averiguar qué es lo que pasa realmente dentro de esa casa.

A Amanda no le costó demasiado entrar por una ventana de la parte trasera, pues era bastante ágil. Una vez dentro del edificio, oyó unos gemidos ahogados procedentes del desván. Subió las escaleras procurando no hacer ruido y al llegar arriba se llevó una sorpresa: allí estaba su peor enemiga, April May, atada y amordazada. Olvidando todo el daño que le había hecho aquella chica, Amanda le quitó la mordaza e intentó tranquilizarla. April le dijo, con la voz entrecortada por el miedo:

El hombre de la entrada… ese que lleva uniforme de policía… me secuestró esta mañana, cuando salí de casa para ir al colegio.

Bueno, tranquila, April, nadie va a hacerte daño. Mira, aquí tengo mi móvil. Ahora mismo llamaré a la policía y…

Entonces la puerta del desván se abrió de golpe y tanto Amanda como April se quedaron mudas de terror, cuando el falso policía entró con una pistola en la mano. Aquel hombre sonrió cruelmente y le dijo a Amanda:

Has visto demasiado y ahora tengo que matarte. Así tu amiga sabrá lo que le espera cuando sus papás hayan pagado el rescate.

Amanda se había quedado paralizada por el miedo, pero el fantasma de Poe, que seguía a su lado, le dijo:

Ese caballero me parece algo grosero. Quizás deberíamos aumentar su cultura literaria.

El fantasma poseyó la mente del criminal y entonces fue este el que se quedó paralizado de terror cuando invadieron su cerebro todas las pesadillas creadas por la lúgubre fantasía de Poe, desde vísceras que seguían latiendo más allá de la muerte hasta gatos negros en cuya única pupila ardían las llamas del infierno. Amanda aprovechó aquella ocasión para empujarlo con todas sus fuerzas, haciendo que se cayera por las escaleras.

Cuando el secuestrador recuperó la conciencia, ya estaban allí varios policías de verdad, que se ocuparon de arrestarlo.

Una vez libre, April se abrazó llorando a Amanda, poniendo punto final a una enemistad que ninguna de las dos quería recordar. Pero Amanda sí se acordó de una cosa: de guiñarle un ojo a cierto fantasma, que la observaba cariñosamente desde un rincón.

EL OSO

Bram el Sanguinario, un mercenario gaélico que había vendido su espada al difunto caudillo vikingo Harald el Saqueador, atravesaba los oscuros bosques noruegos buscando un nuevo señor o, en su defecto, una aventura que saciara su perpetua sed de sangre. La nieve crujía bajo sus pesadas botas de cuero y un viento gélido, cuyos silbidos se confundían con los lejanos aullidos de los lobos, le azotaba el rostro sin misericordia. Pero él seguía avanzando sin vacilar, impulsado por una fuerza que iba más allá de lo meramente físico. 

De repente, un bramido atronador lo detuvo en seco. Bram se puso en guardia, dispuesto a afrontar cualquier peligro que lo amenazara. Y entonces una colosal sombra bípeda surgió de las tinieblas del bosque. Se trataba de un enorme oso pardo, sobre cuyas siniestras intenciones no cabía la menor duda. Pero Bram no se amilanó ante aquel formidable enemigo, mucho más poderoso que cualquier adversario humano. Empuñó su hacha y cargó contra la bestia con toda la fuerza de sus poderosos músculos. Moviéndose con agilidad digna de un gato salvaje, esquivó la acometida de sus zarpas y le asestó un terrible hachazo en el lomo. La bestia rugió enfurecida e intentó contraatacar, pero Bram no le dio tregua y la golpeó repetidamente, sin detenerse hasta que el oso se quedó inmóvil sobre la nieve teñida de sangre. Bram contempló el cadáver del animal con una sonrisa cruel en sus labios. Sabía que su hazaña llegaría a oídos de los principales caudillos del norte y que pronto todos ellos se disputarían sus servicios. Tras desollar al animal, se encaminó hacia una aldea cercana, llevando en sus hombros la piel del oso como trofeo. Pero entonces se puso el sol y la luna llena, semejante a un pálido ángel de la muerte, iluminó el cielo nocturno con sus espectrales rayos de plata. Impulsada por el hechizo del plenilunio, la piel del oso pareció cobrar vida y se fundió con la carne del sorprendido Bram, quien comprendió demasiado tarde que el animal al que había matado no era una bestia ordinaria, sino un berserk u hombre-oso. Y a partir de aquella noche Bram también lo sería hasta el fin de sus días… o al menos hasta que otro guerrero más poderoso lo matara y heredara su maldición.

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay. Dedicado a la memoria de Robert Ervin Howard, padre de la fantasía heroica moderna, fallecido el 11 de junio de 1936.

 

LOS GATOS DE ULTHAR (H. P. LOVECRAFT)

 

Texto original: H. P. Lovecraft. Adaptación: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Se dice que en Ulthar, más allá del río Skai, nadie puede matar a un gato. Los gatos son ciertamente animales misteriosos, familiarizados con las cosas extrañas que nosotros no podemos ver. En ellos reside el espíritu del antiguo Egipto y recuerdan historias de viejas ciudades olvidadas. Son parientes del rey de la selva y conocen los más siniestros secretos de la misteriosa África. Son más viejos que la Esfinge y recuerdan lo que ella ha olvidado.

Antes de que la prohibición de matar gatos hubiera sido promulgada, vivía en Ulthar cierta pareja de ancianos, cuya principal fuente de placer era atrapar y matar a los pequeños felinos de la vecindad. No se sabe por qué lo hacían, pero seguramente utilizaban medios muy peculiares para acabar con sus víctimas, a juzgar por los extraños sonidos que se oían durante la noche. Los cazadores de gatos eran dos viejos de rostro taciturno, que vivían en una cabaña pequeña y lúgubre. Sus vecinos no se atrevían a decirles nada, pues, si bien aborrecían a los dos ancianos, también les tenían miedo. Cuando perdían a sus mascotas y oían sonidos extraños después del anochecer, se limitaban a lamentarse impotentes, agradeciéndole al Destino que no hubieran sido sus hijos las víctimas de aquellos viejos sádicos. El caso es que los habitantes de Ulthar eran gentes sencillas e ignoraban muchas cosas.

Cierto día llegó allí una caravana de extraños vagabundos procedentes del Sur. Eran gentes de tez oscura y no tenían ninguna relación con las otras tribus nómadas que solían acercarse a Ulthar. Se establecieron en el bazar, donde se dedicaban a anunciarle el porvenir a quien les entregase una moneda de plata. No se sabe de dónde venían, pero se dice que rezaban a extraños dioses y que pintaban en los flancos de sus carruajes figuras humanas con cabeza de gato o de halcón. Su líder llevaba sobre la cabeza un curioso tocado, con dos cuernos entre los cuales se veía una representación del disco solar.

Uno de los miembros de aquella singular caravana era un niño huérfano, cuyo único amigo era un pequeño gato negro. Tras haber perdido a su familia durante una epidemia, solo le había quedado aquella mascota para consolarlo de sus desdichas. Un niño puede encontrar un gran placer en la compañía de un gatito negro. Así pues, aquel muchacho, al que sus compañeros llamaban Menes, sonreía a menudo mientras jugaba con el pequeño felino cerca de su carruaje.

El tercer día después de la llegada de los nómadas a Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito. Algunos vecinos de la ciudad que se habían acercado al bazar le hablaron de los dos ancianos y de los sonidos que se oían por las noches. Después de oír aquellos rumores, la tristeza de Menes dio paso al ensimismamiento y luego a la oración. Alzó sus brazos, se dirigió al sol y empezó a rezar en una lengua desconocida. Entonces algunos vecinos creyeron ver extrañas formas en las nubes, semejantes a las figuras híbridas que adornaban los carruajes de los vagabundos. Pero, después de todo, no es raro que las personas imaginativas se dejen impresionar por los caprichos de la Naturaleza.

Aquella noche los nómadas abandonaron Ulthar para no volver nunca más. Y los vecinos de la ciudad se sintieron preocupados al advertir que todos sus gatos habían desaparecido. El viejo patriarca Kranon maldijo a los vagabundos, pensando que se habían llevado todos los gatos de Ulthar para vengar la desaparición del gatito de Menes. En cambio, el magistrado Nith culpó a los dos ancianos de aquella extraña desaparición. Pero nadie osó acercarse a su cabaña para investigar si realmente eran ellos los culpables. Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a los gatos de la ciudad dando vueltas en torno a aquella lúgubre choza, con tanta solemnidad como si estuvieran realizando una especie de ritual desconocido. Sin embargo, los vecinos no prestaron atención a las palabras del niño.

Las gentes de Ulthar se retiraron a sus casas y al día siguiente vieron que todos sus gatos habían vuelto, aunque parecían más gordos que antes. Como hasta entonces ningún gato había vuelto vivo de la choza donde vivían los dos ancianos, las sospechas recayeron nuevamente sobre los nómadas de piel oscura. Fuera como fuera, aquellos gatos no quisieron probar bocado durante varios días y se limitaron a yacer perezosamente, tendidos junto al fuego o bajo los rayos del sol.

Una semana después los vecinos se percataron de que por las noches ya no se veía ninguna luz en la choza de los dos ancianos. De hecho, nadie los había visto durante los últimos días. Venciendo el temor que le inspiraba aquella siniestra pareja, el patriarca se acercó a la cabaña para investigar qué les había sucedido, acompañado por el herrero y por el picapedrero. Tras echar abajo la frágil puerta de la choza, penetraron en su interior y encontraron dos esqueletos tirados en el suelo.

Circularon muchos rumores entre los vecinos de Ulthar. Se habló de los dos ancianos, de la caravana de vagabundos, del pequeño Menes, del gatito negro y de las extrañas formas que habían adoptado las nubes. Y fue entonces cuando las autoridades de Ulthar prohibieron para siempre hacerles daño a los gatos.

LA CANCIÓN DE LOS MURCIÉLAGOS (ROBERT E. HOWARD)

Texto: Robert Ervin Howard (1906-1936). Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando la oscuridad se cierne sobre los montes y las estrellas emiten un resplandor espectral, los murciélagos vienen volando desde el valle y desde el río. Dan vueltas y más vueltas mientras entonan una canción infernal: “Una vez fuimos reyes, gobernábamos un mundo embrujado y todo nos pertenecía. La diadema del poder coronaba nuestras cabezas, pero entonces el rey Salomón nos convirtió en bestias y destruyó nuestra gloria.” Siguieron dando vueltas en torno al sol poniente, hasta que su vuelo fantasmal se desvaneció en la noche. ¿Qué fue su canción sino el murmullo de unas alas moviéndose bajo las estrellas? ¿O acaso fue el lamento de una horda de fantasmas, que aún hablan en susurros de su olvidada grandeza?


EL LOBO NEGRO (CUENTO)

 

Cuando terminé la carrera de Magisterio, me fui a trabajar como maestro rural a una pequeña villa de las montañas. Durante mi estancia en el pueblo, donde no era fácil encontrar alojamiento, me hospedé en la casa de doña Socorro, una viuda de buena familia que, a causa de ciertos reveses económicos, se había visto obligada a convertir su vieja mansión en una casa de huéspedes. Con nosotros vivían Elvira, la única hija de doña Socorro, y una criada llamada Benita. Después de tantos años aún tengo grabada en el corazón la belleza de Elvira, que era una hermosísima muchacha de tez pálida, cabellos oscuros y ojos azules. Yo la amaba en silencio con todo el romanticismo de las pasiones juveniles y, aunque era demasiado tímido (y también demasiado pobre) para declararle claramente mis sentimientos, aprovechaba cualquier oportunidad para dedicarle mis atenciones. No es que ella me hiciera mucho caso, pero tampoco me rechazaba abiertamente y, en todo caso, siempre se mostraba muy amable conmigo. Al igual que su madre, era muy devota y siempre llevaba ceñido a su cuello un bonito crucifijo de plata.

La paz que reinaba en el lugar se rompió por culpa un lobo solitario, negro como la noche y extraordinariamente agresivo. Los campesinos creían que aquel animal tan feroz no podía ser un lobo normal, sino un espíritu maligno. Pero yo, que en aquella época era bastante escéptico, no temía al lobo ni renunciaba a dar un paseo por el monte antes de cenar. A fin de cuentas, aquella bestia nunca se había acercado al pueblo en pleno día y yo procuraba volver al pueblo antes del anochecer.

Una tarde, mientras paseaba por el páramo, me sorprendió un fuerte aguacero, por lo que tuve que buscar refugio en una casa abandonada, donde se decía que había duendes. Una vez dentro, oí unos sollozos procedentes de un cuarto próximo al vestíbulo. Fui a echar un vistazo y me encontré con una chica de unos catorce o quince años. Aunque estaba muy pálida y tenía la ropa hecha jirones, me pareció casi tan guapa como mi amada Elvira. La muchacha se asustó al verme, pero conseguí que se calmara, tras asegurarle que no pretendía hacerle ningún daño y que solo había entrado allí para refugiarme de la tormenta. Cuando me hube ganado su confianza, me contó su triste historia:

Me llamo María y vivía en una granja al otro lado de la sierra. Mis padres murieron y mi padrastro no dejaba de maltratarme, así que decidí escaparme de casa. Pero me sorprendió la tormenta y tuve que entrar aquí para refugiarme.

Compadecido, le dije que viniera conmigo y, como ella no tenía dinero, me ofrecí a pagarle el hospedaje en casa de doña Socorro. María me agradeció mi ayuda con numerosas muestras de gratitud y, como ya había escampado, nos fuimos juntos a la villa, adonde llegamos poco antes del anochecer. Lo primero que hice fue contarle la historia de María a doña Socorro, quien, conmovida, acogió a la huérfana con suma amabilidad y se negó a cobrar nada por su alojamiento.

Cuando nos sentamos para cenar, oímos unos sonidos horribles procedentes del patio. Abrimos la ventana para ver qué sucedía y la luz de la luna nos mostró una escena escalofriante: el lobo negro estaba allí y acababa de matar al perro de doña Socorro. Al principio me asusté, pero luego pensé que no podía quedar como un cobarde delante de mi adorada Elvira, así que agarré una escopeta de caza y me dispuse a salir para enfrentarme a la bestia. Entonces Elvira se quitó, por primera vez en muchos años, su crucifijo y me rogó que me lo pusiera, para que me protegiera del Mal. No pude hacer otra cosa que aceptar su regalo y salí con él colgado del cuello. Sin embargo, no me sirvió de mucho, pues el gatillo de la escopeta se encasquilló y el lobo, en vez de huir, se arrojó sobre mí, haciéndome caer al suelo. Aquella bestia me desgarró los brazos con sus dientes y estuvo a punto de matarme, pero entonces apareció un vecino, que mató al lobo de un tiro.

Sin embargo, los horrores de aquella infausta noche no habían hecho nada más que empezar. Yo aún seguía en el suelo cuando oí gritos de terror procedentes de la casa de doña Socorro. Pensando que Elvira podía estar en peligro, me levanté rápidamente y entré a toda prisa en la casa. Mientras corría, una terrible intuición asaltó mi espíritu. El lobo negro no era más que una bestia sedienta de sangre, pero se me ocurrió que el verdadero monstruo podía ser alguien a quien yo mismo había introducido en la casa: aquella misteriosa niña que decía llamarse María, a la que no conocíamos de nada y que había aparecido de repente en una casa supuestamente maldita. Mientras esas sospechas torturaban mi mente, abrí la puerta del comedor y me encontré con una escena dantesca. Doña Socorro (que fallecería de un ataque cardíaco aquella misma noche) y la criada se habían desmayado de puro terror, una hermosa e inocente muchacha yacía muerta sobre su propia sangre… y otra muchacha desaparecía para siempre entre las tinieblas de la noche, riendo como un monstruo y dirigiéndome una última mirada impregnada de irónica maldad. Todo aquello me horrorizó, pero apenas me sorprendió, pues ya me había mentalizado para ver algo así. Pero hubo algo que sí me sorprendió: la muchacha muerta era María y su asesina había sido Elvira, la dulce criatura a la cual yo tanto amaba… y que aquella noche, por primera vez desde su infancia, se había despojado de su bendito crucifijo, el cual hasta entonces había contenido su sed de sangre.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


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