Bram el Sanguinario, un
mercenario gaélico que había vendido su espada al difunto caudillo vikingo
Harald el Saqueador, atravesaba los oscuros bosques noruegos buscando un nuevo
señor o, en su defecto, una aventura que saciara su perpetua sed de sangre. La
nieve crujía bajo sus pesadas botas de cuero y un viento gélido, cuyos silbidos
se confundían con los lejanos aullidos de los lobos, le azotaba el rostro sin
misericordia. Pero él seguía avanzando sin vacilar, impulsado por una fuerza
que iba más allá de lo meramente físico.
De repente, un bramido
atronador lo detuvo en seco. Bram se puso en guardia, dispuesto a afrontar
cualquier peligro que lo amenazara. Y entonces una colosal sombra bípeda surgió
de las tinieblas del bosque. Se trataba de un enorme oso pardo, sobre cuyas
siniestras intenciones no cabía la menor duda. Pero Bram no se amilanó ante
aquel formidable enemigo, mucho más poderoso que cualquier adversario humano.
Empuñó su hacha y cargó contra la bestia con toda la fuerza de sus poderosos
músculos. Moviéndose con agilidad digna de un gato salvaje, esquivó la
acometida de sus zarpas y le asestó un terrible hachazo en el lomo. La bestia
rugió enfurecida e intentó contraatacar, pero Bram no le dio tregua y la golpeó
repetidamente, sin detenerse hasta que el oso se quedó inmóvil sobre la nieve
teñida de sangre. Bram contempló el cadáver del animal con una sonrisa cruel en
sus labios. Sabía que su hazaña llegaría a oídos de los principales caudillos
del norte y que pronto todos ellos se disputarían sus servicios. Tras desollar
al animal, se encaminó hacia una aldea cercana, llevando en sus hombros la piel
del oso como trofeo. Pero entonces se puso el sol y la luna llena, semejante a
un pálido ángel de la muerte, iluminó el cielo nocturno con sus espectrales
rayos de plata. Impulsada por el hechizo del plenilunio, la piel del oso
pareció cobrar vida y se fundió con la carne del sorprendido Bram, quien
comprendió demasiado tarde que el animal al que había matado no era una bestia
ordinaria, sino un berserk u hombre-oso. Y a partir de aquella noche Bram
también lo sería hasta el fin de sus días… o al menos hasta que otro guerrero
más poderoso lo matara y heredara su maldición.
Texto: Francisco Javier
Fontenla. Imagen: Pixabay. Dedicado a la memoria de Robert Ervin Howard, padre
de la fantasía heroica moderna, fallecido el 11 de junio de 1936.
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