Texto: Óscar Rivera. Imagen: Pixabay.
Diez años atrás.
Un pistolero y ladrón de bancos
muy temido y peligroso, al que apodaban el Tuerto, había entrado con dos
hombres más a la cabaña de una familia. Un hombre, una mujer y una niña de
catorce años se encontraban bendiciendo sus alimentos para cenar. El Tuerto
abrió la puerta y los tres se acercaron lentamente a la mesa. Sus acompañantes
se situaron detrás de la mujer y la niña. Él en cambio, se sentó a un extremo
de la mesa frente al padre de la niña, fijó su fría mirada en el hombre y, sin
mediar palabra, desenfundó sus armas y apuntó hacia la mujer y su hija.
—¡Por favor, no les hagas daño!
Ellas no tienen nada que ver en esto. Nuestras deudas fueron saldadas hace
mucho tiempo —dijo el hombre.
—¡Aún me debes una vida! Jamás
olvidaré lo que hiciste y lo recordaré hasta el día en que muera —respondió el
Tuerto.
Entonces, dejó de apuntar a
ellas y dirigió sus pistolas hacia el hombre. El padre le lanzó una mirada suplicante,
pero él, le disparó varias veces en presencia de su mujer y su hija. La mujer
corrió hacia la víctima y, mientras abrazaba su cuerpo ensangrentado y
agonizante, empezó a llorar de forma inconsolable, temblando de rabia y de
miedo. La joven, viendo a su padre muerto sobre el piso, se abalanzó sobre el
asesino y acometió contra él, con todas sus fuerzas.
—¡Maldito cobarde! ¡Maldito!,
¡Eres un maldito! Algún día nos volveremos a encontrar y te arrepentirás de lo
que acabas de hacer. Para entonces, estaré preparada y vengaré su muerte —le
gritaba, llorando invadida por la furia y el dolor.
El Tuerto le sonrió con una
mueca preñada de maldad y sarcasmo. Luego les dijo a sus cómplices que la
sostuvieran. El Tuerto sacó una navaja de su bota y, sujetando la cabeza de
la adolescente, le hizo una incisión en el rostro. Seguidamente, los tres
bandidos abandonaron la cabaña sin apartar su mirada de ella.
Tras la muerte de su padre, la
niña se fue a vivir con su abuelo paterno, el viejo sheriff del condado, que
era un cazador experimentado y tenía sangre india en las venas. El anciano
solía llevarla consigo a las montañas, donde le enseñó a rastrear la caza y,
sobre todo, a manejar todo tipo de armas, incluyendo el arco y las flechas. Con
el paso del tiempo ella llegó a ser tan diestra como él en el uso de las armas.
...
Lone Pine (Alabama Hills),
California. Diez años después.
Tras su máscara plateada, un
jinete solitario, miró hacia abajo desde el otro lado de la colina. Observó
atentamente a unos hombres que cabalgaban muy unidos, pero no eran de la
región. Llevaban sombreros de alas anchas, botas con espuelas, largas
chaparreras, lazos y hermosos revólveres de plata y oro. Los notó ansiosos y
con actitud sospechosa. Al otro lado de la colina, se veía venir un tren que
viajaba hacia el este a media velocidad. Su chimenea humeante dejaba una estela
negra a su paso y los ecos de su silbato, se escuchaban en todo el valle. Traía
algunos vagones con carga, otros con pasajeros y otros cuantos con sus puertas
selladas. A medida que el tren se acercaba, los vaqueros aceleraban el paso de
sus caballos. Se ubicaron a ambos lados de los rieles, entonces, el enmascarado
supo que algo malo iba a pasar. Se montó en su hermoso caballo blanco y, al
galope siguió la dirección del tren ocultándose entre rocas y colinas, sin
dejar de observar a los extranjeros con sus binóculos. Quería descubrir cuáles
eran sus intenciones. Días antes de que el Tuerto fuera enjuiciado, el ayudante
del sheriff, quien estaba asociado con su banda, informó a sus cómplices de que
el tren que lo trasladaba también llevaba al este un importante cargamento de
oro. Los Capuchas Negras, como se hacían llamar, conociendo esa
información, idearon un plan para liberar a su jefe y, de paso, hurtar el oro del
tren.
Mientras miraba el paisaje y
conducía su locomotora, el maquinista silbaba alegremente una popular melodía
texana. Ignoraba lo que transportaba, pues no se lo habían comunicado por
motivos de seguridad. Al Tuerto, lo llevaban encadenado en uno de los vagones
sellados, bien custodiado y encerrado en una celda incorporada al coche hecha
con barrotes de acero y numerosos candados. En otro de los vagones, se hallaba
el oro, que debía ser entregado en el banco principal del pueblo de Laredo. El forajido
fue informado del cargamento por el ayudante del sheriff minutos antes de ser
trasladado. El tren se acercaba a un túnel, donde los hombres del Tuerto planearon
abordarlo.
El maquinista los vio, y
alertado por su instinto, aceleró la marcha para evadirlos.
—Si logro llegar al túnel, los
perderé y todo estará bien —pensó para sí mismo.
Los hombres que bloqueaban la
entrada al túnel montados en sus caballos, al ver que el tren venía a toda
marcha, tuvieron que apartarse. Dando vuelta, rodearon la colina al galope para
alcanzarlo al otro lado. Para cuando ellos llegaron, el jinete fantasma ya se hallaba
escondido tras unas rocas cercanas al lugar, vigilando sus movimientos. Después
de observarlos durante el trayecto, se dio cuenta de que sus intenciones no
eran buenas. Preparó su escopeta, un arco y flechas que llevaba en su espalda y
dos pistolas de oro puro que había heredado de su abuelo, el comisario Johnson,
recordado en el condado por ser un sheriff recto y justiciero. Algunos
integrantes de la cuadrilla alcanzaron el tren y saltaron de sus caballos para abordarlo. Una vez llegaron al techo, brincando de coche en coche, se
desplazaron hasta el vagón donde llevaban al prisionero. Dispararon a las
cadenas y los candados de seguridad que impedían el acceso al vagón e
ingresaron matando a varios de los guardias. Una vez tuvieron el control de la
situación, exigieron al jefe de los guardias que les ordenara a sus hombres
abrir la celda. Sin más opciones, dio la orden. Se abrió la puerta y aquella
mirada fría y aterradora del Tuerto vio de nuevo la luz. Sus hombres obligaron
a los guardias a quitarle los candados y grilletes y, cuando fue liberado,
dieron muerte a todos los guardias.
Uno de sus hombres llevaba
atado su caballo corriendo cerca al vagón. El Tuerto, realizó algunos
movimientos para estirarse y después saltó del tren sobre su caballo.
—¡Ahora, vamos por el botín! No
podemos perder más tiempo. Estamos cerca a la frontera, si el tren la cruza
estamos perdidos —dijo a sus hombres.
—Jim, ve al frente y obliga al
conductor a detener el tren —ordenó a uno de sus pistoleros.
James Cassidy, quien estaba al
mando de la operación, se dirigió al coche que contenía el oro seguido de otros
tres bandidos. Acercándose al vagón, dinamitaron las puertas por fuera
haciéndolas volar. Los guardias que custodiaban el vagón, murieron al instante
por la explosión. El Tuerto fue el primero en entrar, desenfundó sus pistolas y
disparó a los candados que aseguraban las cajas fuertes, pero todavía debía
descubrir las claves para abrirlas y extraer los lingotes.
El tren no se detenía, y el
jinete enmascarado se acercaba cada vez más. Cuando el tren cruzó el túnel, se
situó detrás de ellos, aprovechando el ruido que hacía el galope de sus
caballos confundiéndolo con el suyo. Sacó su arco y usando sus flechas, fue
eliminando en silencio a los bandidos que, uno a uno, caían de sus caballos sin
llamar la atención de los que estaban adelante. El Tuerto no había notado su
presencia ni se había dado cuenta de que solo quedaban él y Jim seguían con vida. Tenía su mente centrada en encontrar las claves de
las cajas fuertes para poder hacerse con el oro.
El jinete enmascarado avanzó
hacia la locomotora y cuando logró alcanzarla, pudo ver al maquinista forcejeando
y luchando por su vida con el bandido. Este lo tenía contra uno de los
costados, casi asfixiado y a punto de matarlo. De inmediato, acudió en su ayuda
disparando una flecha certera desde su caballo.
—Mantén la velocidad y no te detengas
por nada. Yo me encargaré del resto —le gritó al conductor.
Trepó a la cabina, subió al
techo y, saltando de coche en coche, pudo llegar al vagón donde estaba su verdadero objetivo. Una vez allí, se lanzó sobre el Tuerto con la agilidad de un gato salvaje y los dos cayeron al suelo. Forcejearon durante unos segundos, dando lugar a un intercambio de golpes que dejó extenuados a ambos contendientes. El jinete intentó sacar una pistola, pero su oponente era superior en el combate cuerpo a cuerpo y consiguió sujetarlo antes de que pudiera usar el arma. Tras reducir a su misterioso adversario, el Tuerto lo encañonó
con su revólver y le preguntó:
—¿Quién eres? ¿A caso me
conoces? ¿Tienes algo contra mí?
—Me llamo Jane, te conozco más
de lo que crees. Y no te equivocas, sí tengo una cuenta que saldar contigo —exclamó el jinete.
El Tuerto, al escuchar su voz
femenina, le quitó su máscara y al instante pudo reconocer el rostro de Jane
Johnson, en el cual aún se distinguía la cicatriz que él mismo le había
infligido diez años atrás, aunque ya muy tenue.
El Tuerto emitió un hondo
suspiro y le dijo:
—Comprendo perfectamente tus
deseos de venganza. Yo también vi morir a mi padre siendo muy joven. Ahora,
conocerás mi historia. Un día, mientras yo estaba alimentando los caballos que guardábamos en el establo, escuché unas voces desconocidas fuera de la casa. Eso me pareció muy extraño,
pues nadie solía visitarnos. Como no estaba armado y tenía miedo, solo observé escondido
detrás de un árbol. Vi cómo unos hombres desconocidos entraron en la cabaña,
golpearon a mi padre y lo ataron a una silla obligándolo a ver cómo uno de
ellos abusaba de mi madre. Jamás olvidaré la expresión de sus rostros. No pude
contener mis lágrimas al ver la impotencia de mi padre y el dolor de mi madre
indefensa. Consumado el acto, ahí sentado, le rociaron petróleo y le prendieron
fuego. A ella, la golpearon dejándola inconsciente y se la llevaron en un
caballo. Cuando se fueron, corrí lo más rápido que pude para ayudar a mi padre,
pero ya estaba muerto. Entonces salí del rancho antes de que el fuego me
atrapara. Impulsado por la sed de venganza, emprendí la búsqueda de esos
hombres que arruinaron nuestras vidas. Tiempo después, supe que mi madre había
muerto mientras daba a luz a una niña, fruto de ese acto de horror. Dediqué
varios años de mi vida a planear mi venganza. Para poder sobrevivir, durante
mucho tiempo tuve que hacer muchas cosas, algunas buenas y otras muy malas, que
me convirtieron en quien soy ahora. Participé en numerosos tiroteos y asaltos. En uno de ellos, al dinamitar la puerta de un banco, tropecé mientras intentaba alejarme de la explosión y una esquirla alcanzó mi ojo izquierdo. Desde entonces todo el mundo empezó a llamarme el Tuerto y hasta yo mismo opté por olvidarme de mi verdadero nombre, aunque nunca pude olvidar mi sed de venganza. Tras catorce años de búsqueda infructuosa,
encontré trabajo en una granja, cuyos capataces eran miembros de
la banda que había matado a mi padre y deshonrado a mi madre. Primero me gané
su confianza, luego los atrapé uno por uno, los torturé y los maté lentamente.
Sentí un cierto alivio, pero una espina muy profunda me seguía mortificando el
alma continuamente. Ahora debía encontrar al jefe de la banda quien era el
dueño de la granja. Su paradero me fue revelado por uno de los capataces a los que
yo había matado. Averigüé dónde vivía y entonces fui a devolverle la visita. Al
entrar en su casa, me encontré una hermosa familia, que compartía
cristianamente su mesa. Allí estaba él, con su mujer y su hija. Había dejado
atrás su pasado criminal convirtiéndose en un hombre de bien, respetado por
todo el pueblo, pero eso no amortiguó el odio que me carcomía por dentro. Resurgieron en mi mente los recuerdos de aquel día y sentí cómo lágrimas de rabia inundaban mis ojos. Sentí desprecio al verlo tan feliz con una familia, habiéndome negado el
derecho a tener la mía. Lo que ocurrió después, ya lo sabes tan bien como yo.
El
Tuerto terminó su relato y entonces Jane gritó furiosa:
—¡Eres despreciable! ¡Y además
un mentiroso! Mi padre era un hombre bueno, no un forajido como tú.
—Eso fue después de que
asesinara a mi padre y ultrajara mi madre, o mejor, a nuestra madre, y aunque
te cueste aceptarlo, ese fue nuestro destino, que tú y yo seamos hermanos.
Entiendo lo que sientes, pero eso no cambiará las cosas. Tu padre era un villano,
igual que nosotros dos —replicó el tuerto.
—¡Te equivocas! Yo no soy una ladrona ni una asesina, no me parezco a ti en nada. Yo hago el bien. Llevo la justicia
a los débiles y hago que la ley castigue a los que se lo merecen, como tú mismo.
—¿Quieres matarme, Jane? ¿Eso
quieres? Hazlo, saca tu arma y dispara. No dudes, pon tu pistola en mi frente y
hala el gatillo. Mátame y cobra tu venganza. Vamos, dispara y mátame de una
vez.
Jane, llorando y llena de odio
por la ironía de sus palabras, desenfundó sus pistolas y le disparó en ambas
piernas. El bandido cayó al piso sangrando y enmudeció aterrorizado. No pensó
que ella fuera capaz de hacer algo así, sabiendo que era su hermano. Luego ella
le dijo, con la voz alterada por su ira incontenible:
—No te mataré de un balazo en
la cabeza, sería premiar tu crueldad y tu cobardía sin dolor. Pero lo haré
lentamente y sin piedad. Tendrás tiempo suficiente para revivir en tu memoria,
las imágenes de todas esas personas a quienes les cegaste y arruinaste la vida.
Te cobraré una a una cada lágrima que derramé y todo lo que he sufrido desde
aquel día. Tal vez fluya la misma sangre que nos corre por las venas, pero en mi
interior palpita el corazón recto de mi padre y predomina la dignidad de mi
madre. Con la autoridad que me otorga la ley a la que represento, hoy haré
justicia y pediré a Dios por tu perdón, porque de mi parte, nunca lo tendrás.
Ahora, espero que tengas las agallas de morir mirándome a los ojos, como
miraste a mi padre el día que lo asesinaste.
Jane se acercó al Tuerto y, tras registrar sus ropas, encontró en una de sus botas la misma navaja con la cual le había
marcado el rostro diez años antes. Lo agarró del cabello, empujó su cabeza
hacia atrás y, mirándolo fijamente a los ojos, le cortó el cuello. Luego, sin
apartar su mirada de él para ver cómo se desangraba lentamente, se fue acercando lentamente hacia la puerta del vagón. Cuando el Tuerto hubo exhalado su
último suspiro, Jane Johnson dirigió una mirada al cielo. Luego saltó sobre la grupa de su corcel blanco y regresó a su
pueblo sin mirar atrás, con el corazón pleno de orgullo por haber cumplido con su deber y honrado el recuerdo de su padre.
23/02/2022 Oscar Rivera –
Kcriss. Con la participación especial de Javier Fontenla. Derechos de autor reservados. © Prohibida su copia y/o difusión a
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