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ANABEL (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando era niño sentía hacia mi hermosa prima Anabel un cariño singularmente intenso y profundo. Así pues, no es de extrañar que su prematura muerte a los catorce años de edad me infligiera una herida incurable en el corazón. Siendo yo su pariente carnal, se me permitió hacerle una última visita en el cuarto donde agonizaba. Aunque depauperada por la enfermedad que la consumía, seguía pareciéndome muy bella y, cuando me vio, reunió sus últimas fuerzas para dedicarme la más dulce de las sonrisas. Luego me dijo con una voz apenas audible:

No llores por mí, Eduardo. Te prometo que estaré contigo cuando más me necesites.

Luego empezó a vomitar sangre y una enfermera me ordenó abandonar el cuarto. Poco tiempo después mi padre me anunció, compungido, que Anabel se había ido para siempre.

Cuando llegué a la edad adulta, seguía recordándola con una tristeza que solo la memoria de sus últimas palabras podía atenuar. Quiso el Destino que un hombre rico me contratara para darle clases de Dibujo a su hija Carla, una hermosa niña de catorce años, cuya sorprendente semejanza con Anabel se me antojó turbadora. Físicamente eran idénticas, salvo por un pequeño detalle: Anabel tenía los ojos verdes, mientras que los de Carla eran azules. También se parecían en algunos rasgos de su personalidad, como su amor a los gatos (pese a las protestas de sus padres, Carla había adoptado varios felinos callejeros, siendo su predilecta una gata negra a la que llamaba Bella). Cuando me enteré de que mi pupila había nacido exactamente nueve meses después de la muerte de Anabel, una idea extravagante empezó a echar raíces en mi mente, siempre predispuesta al delirio. Llegué a convencerme de que mi prima había vuelto al mundo para salvarme de la melancolía, cumpliendo así la promesa que había proferido en su lecho de muerte.

Pasado algún tiempo, intenté despertar en Carla algún recuerdo de su vida anterior que sirviera para confirmar mis sospechas. Yo solía darle clase en el salón de su casa y una tarde le dije lo que pensaba. Al principio pensó que estaba bromeando, pero luego, al percatarse de que hablaba en serio, se asustó y debió de pensar que era un loco o un pedófilo. Llamó aterrorizada a su madre y le dijo que yo la estaba acosando. La dueña de la casa (una mujer bella de cuerpo, pero prosaica de espíritu) no quiso escuchar mis explicaciones, que, por otra parte, difícilmente la hubieran convencido. Me expulsó de su casa y me dijo que, si volvía a acercarme a Carla, pondría una denuncia en la comisaría.

Aquella amarga decepción destruyó por completo todas mis ilusiones e, impelido por la tristeza, me interné en las profundidades del bosque para llorar en silencio. Ya había anochecido cuando creí oír un leve rumor de pasos sobre la hojarasca. Encendí la linterna de mi móvil y vi que a mi lado estaba Bella, la gata favorita de Carla. La acaricié en el lomo y le dije en voz alta, como si ella pudiera entenderme:

¡Hola, preciosa! Es bueno saber que al menos alguien de esa casa me echa de menos. Pero será mejor que te devuelva a tu dueña. Solo faltaría que, además de por acoso, me denuncie por robo de mascotas.

Volví a la casa de Carla con la intención de dejar a la gata en el jardín y marcharme, pero entonces advertí algo anormal: la puerta estaba entreabierta, lo cual era extraño a aquellas horas de la noche. Examiné la cerradura y vi que estaba rota, como si alguien la hubiera forzado. Entré en el vestíbulo procurando no hacer ruido y me dirigí hacia la única habitación de la casa que tenía las luces encendidas. Allí estaban Carla y sus padres, los tres atados y amordazados con cinta adhesiva. Me acerqué a ellos para liberarlos, pero de pronto apareció un ladrón armado con un cuchillo, que se arrojó sobre mí con evidentes intenciones homicidas. Sin duda hubiera acabado conmigo de no ser por la rápida intervención de Bella, que se abalanzó sobre el intruso y le laceró el rostro con sus garras. Yo aproveché aquella oportunidad para agarrar una lámpara y golpearlo en la cabeza hasta dejarlo inconsciente. Cuando me detuve para tomar aliento, oí maullar a la gata, que me miraba desde el alféizar de la ventana con sus brillantes ojos verdes… en los cuales, aunque parezca una locura, creí reconocer la dulce y tierna mirada de otros ojos verdes que había amado en mi infancia. Quise acercarme a ella, pero dio un salto y desapareció para siempre entre las sombras de la noche.

AMANDA (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay-Darksouls.

Cuando Amanda era pequeña, tenía el don de ver fantasmas. Naturalmente, nadie la creía, ni siquiera sus propios padres, y todos pensaban que era una loca o una mentirosa. Con semejante reputación, no es de extrañar que fuera poco querida en el colegio. Para colmo de males, April May, la chica más “popular” de su clase, la miraba por encima del hombro e incluso la acosaba con ayuda de sus amigas. Amanda no se atrevía a decirles nada a sus profesores ni a sus padres, porque nunca se tomaban en serio sus palabras.
Ella estudiaba en un prestigioso colegio de Baltimore y siempre había sido una niña muy aplicada, pero sus notas habían bajado mucho desde que April la acosaba y se hallaba al borde de suspender Literatura. Su última esperanza de aprobar era presentarle a su profesor un buen poema, lo cual repercutiría favorablemente en su nota. Quería escribir un texto que reflejara su tristeza y su soledad, pero a causa de los nervios no se le ocurrían las palabras adecuadas. Finalmente tomó una medida desesperada: una mañana, en vez de ir al colegio, se dirigió a un parque donde se aparecía con frecuencia el fantasma de Edgar Allan Poe, que había muerto cerca de allí en 1849. Cuando lo encontró, Amanda le pidió ayuda para escribir su poema y él le respondió:
-Si quieres escribir algo realmente triste, deberías buscar un entorno más inspirador, donde puedas captar el verdadero espíritu de la tristeza.

Pues últimamente yo me siento triste en todas partes.

La buena poesía no es sentimiento, sino impresión.

Entonces buscaré un sitio más melancólico. Estoy pensando en una casa de las afueras, que parece sacada de uno de sus cuentos.

Tras una larga caminata, Amanda y el fantasma de Poe llegaron a un descampado, donde se erguía una vieja y siniestra mansión, abandonada desde hacía muchos años. Pero entonces apareció un agente de policía, que le dijo a Amanda con malos modos:

¡Vete a jugar a otra parte, niña! No se puede entrar aquí, las ratas se han vuelto agresivas.

Amanda dio la vuelta, fingiendo marcharse, pero se quedó cerca de la casa, escondida entre unos arbustos. Poe le preguntó:

¿En qué estás pensando?

Si ese hombre fuera un verdadero policía, no me habría mandado a paseo, sino que hubiera llamado a mi casa para preguntar por qué no estoy en clase. Tengo que averiguar qué es lo que pasa realmente dentro de esa casa.

A Amanda no le costó demasiado entrar por una ventana de la parte trasera, pues era bastante ágil. Una vez dentro del edificio, oyó unos gemidos ahogados procedentes del desván. Subió las escaleras procurando no hacer ruido y al llegar arriba se llevó una sorpresa: allí estaba su peor enemiga, April May, atada y amordazada. Olvidando todo el daño que le había hecho aquella chica, Amanda le quitó la mordaza e intentó tranquilizarla. April le dijo, con la voz entrecortada por el miedo:

El hombre de la entrada… ese que lleva uniforme de policía… me secuestró esta mañana, cuando salí de casa para ir al colegio.

Bueno, tranquila, April, nadie va a hacerte daño. Mira, aquí tengo mi móvil. Ahora mismo llamaré a la policía y…

Entonces la puerta del desván se abrió de golpe y tanto Amanda como April se quedaron mudas de terror, cuando el falso policía entró con una pistola en la mano. Aquel hombre sonrió cruelmente y le dijo a Amanda:

Has visto demasiado y ahora tengo que matarte. Así tu amiga sabrá lo que le espera cuando sus papás hayan pagado el rescate.

Amanda se había quedado paralizada por el miedo, pero el fantasma de Poe, que seguía a su lado, le dijo:

Ese caballero me parece algo grosero. Quizás deberíamos aumentar su cultura literaria.

El fantasma poseyó la mente del criminal y entonces fue este el que se quedó paralizado de terror cuando invadieron su cerebro todas las pesadillas creadas por la lúgubre fantasía de Poe, desde vísceras que seguían latiendo más allá de la muerte hasta gatos negros en cuya única pupila ardían las llamas del infierno. Amanda aprovechó aquella ocasión para empujarlo con todas sus fuerzas, haciendo que se cayera por las escaleras.

Cuando el secuestrador recuperó la conciencia, ya estaban allí varios policías de verdad, que se ocuparon de arrestarlo.

Una vez libre, April se abrazó llorando a Amanda, poniendo punto final a una enemistad que ninguna de las dos quería recordar. Pero Amanda sí se acordó de una cosa: de guiñarle un ojo a cierto fantasma, que la observaba cariñosamente desde un rincón.

EL OSO

Bram el Sanguinario, un mercenario gaélico que había vendido su espada al difunto caudillo vikingo Harald el Saqueador, atravesaba los oscuros bosques noruegos buscando un nuevo señor o, en su defecto, una aventura que saciara su perpetua sed de sangre. La nieve crujía bajo sus pesadas botas de cuero y un viento gélido, cuyos silbidos se confundían con los lejanos aullidos de los lobos, le azotaba el rostro sin misericordia. Pero él seguía avanzando sin vacilar, impulsado por una fuerza que iba más allá de lo meramente físico. 

De repente, un bramido atronador lo detuvo en seco. Bram se puso en guardia, dispuesto a afrontar cualquier peligro que lo amenazara. Y entonces una colosal sombra bípeda surgió de las tinieblas del bosque. Se trataba de un enorme oso pardo, sobre cuyas siniestras intenciones no cabía la menor duda. Pero Bram no se amilanó ante aquel formidable enemigo, mucho más poderoso que cualquier adversario humano. Empuñó su hacha y cargó contra la bestia con toda la fuerza de sus poderosos músculos. Moviéndose con agilidad digna de un gato salvaje, esquivó la acometida de sus zarpas y le asestó un terrible hachazo en el lomo. La bestia rugió enfurecida e intentó contraatacar, pero Bram no le dio tregua y la golpeó repetidamente, sin detenerse hasta que el oso se quedó inmóvil sobre la nieve teñida de sangre. Bram contempló el cadáver del animal con una sonrisa cruel en sus labios. Sabía que su hazaña llegaría a oídos de los principales caudillos del norte y que pronto todos ellos se disputarían sus servicios. Tras desollar al animal, se encaminó hacia una aldea cercana, llevando en sus hombros la piel del oso como trofeo. Pero entonces se puso el sol y la luna llena, semejante a un pálido ángel de la muerte, iluminó el cielo nocturno con sus espectrales rayos de plata. Impulsada por el hechizo del plenilunio, la piel del oso pareció cobrar vida y se fundió con la carne del sorprendido Bram, quien comprendió demasiado tarde que el animal al que había matado no era una bestia ordinaria, sino un berserk u hombre-oso. Y a partir de aquella noche Bram también lo sería hasta el fin de sus días… o al menos hasta que otro guerrero más poderoso lo matara y heredara su maldición.

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay. Dedicado a la memoria de Robert Ervin Howard, padre de la fantasía heroica moderna, fallecido el 11 de junio de 1936.

 

EL LOBO NEGRO (CUENTO)

 

Cuando terminé la carrera de Magisterio, me fui a trabajar como maestro rural a una pequeña villa de las montañas. Durante mi estancia en el pueblo, donde no era fácil encontrar alojamiento, me hospedé en la casa de doña Socorro, una viuda de buena familia que, a causa de ciertos reveses económicos, se había visto obligada a convertir su vieja mansión en una casa de huéspedes. Con nosotros vivían Elvira, la única hija de doña Socorro, y una criada llamada Benita. Después de tantos años aún tengo grabada en el corazón la belleza de Elvira, que era una hermosísima muchacha de tez pálida, cabellos oscuros y ojos azules. Yo la amaba en silencio con todo el romanticismo de las pasiones juveniles y, aunque era demasiado tímido (y también demasiado pobre) para declararle claramente mis sentimientos, aprovechaba cualquier oportunidad para dedicarle mis atenciones. No es que ella me hiciera mucho caso, pero tampoco me rechazaba abiertamente y, en todo caso, siempre se mostraba muy amable conmigo. Al igual que su madre, era muy devota y siempre llevaba ceñido a su cuello un bonito crucifijo de plata.

La paz que reinaba en el lugar se rompió por culpa un lobo solitario, negro como la noche y extraordinariamente agresivo. Los campesinos creían que aquel animal tan feroz no podía ser un lobo normal, sino un espíritu maligno. Pero yo, que en aquella época era bastante escéptico, no temía al lobo ni renunciaba a dar un paseo por el monte antes de cenar. A fin de cuentas, aquella bestia nunca se había acercado al pueblo en pleno día y yo procuraba volver al pueblo antes del anochecer.

Una tarde, mientras paseaba por el páramo, me sorprendió un fuerte aguacero, por lo que tuve que buscar refugio en una casa abandonada, donde se decía que había duendes. Una vez dentro, oí unos sollozos procedentes de un cuarto próximo al vestíbulo. Fui a echar un vistazo y me encontré con una chica de unos catorce o quince años. Aunque estaba muy pálida y tenía la ropa hecha jirones, me pareció casi tan guapa como mi amada Elvira. La muchacha se asustó al verme, pero conseguí que se calmara, tras asegurarle que no pretendía hacerle ningún daño y que solo había entrado allí para refugiarme de la tormenta. Cuando me hube ganado su confianza, me contó su triste historia:

Me llamo María y vivía en una granja al otro lado de la sierra. Mis padres murieron y mi padrastro no dejaba de maltratarme, así que decidí escaparme de casa. Pero me sorprendió la tormenta y tuve que entrar aquí para refugiarme.

Compadecido, le dije que viniera conmigo y, como ella no tenía dinero, me ofrecí a pagarle el hospedaje en casa de doña Socorro. María me agradeció mi ayuda con numerosas muestras de gratitud y, como ya había escampado, nos fuimos juntos a la villa, adonde llegamos poco antes del anochecer. Lo primero que hice fue contarle la historia de María a doña Socorro, quien, conmovida, acogió a la huérfana con suma amabilidad y se negó a cobrar nada por su alojamiento.

Cuando nos sentamos para cenar, oímos unos sonidos horribles procedentes del patio. Abrimos la ventana para ver qué sucedía y la luz de la luna nos mostró una escena escalofriante: el lobo negro estaba allí y acababa de matar al perro de doña Socorro. Al principio me asusté, pero luego pensé que no podía quedar como un cobarde delante de mi adorada Elvira, así que agarré una escopeta de caza y me dispuse a salir para enfrentarme a la bestia. Entonces Elvira se quitó, por primera vez en muchos años, su crucifijo y me rogó que me lo pusiera, para que me protegiera del Mal. No pude hacer otra cosa que aceptar su regalo y salí con él colgado del cuello. Sin embargo, no me sirvió de mucho, pues el gatillo de la escopeta se encasquilló y el lobo, en vez de huir, se arrojó sobre mí, haciéndome caer al suelo. Aquella bestia me desgarró los brazos con sus dientes y estuvo a punto de matarme, pero entonces apareció un vecino, que mató al lobo de un tiro.

Sin embargo, los horrores de aquella infausta noche no habían hecho nada más que empezar. Yo aún seguía en el suelo cuando oí gritos de terror procedentes de la casa de doña Socorro. Pensando que Elvira podía estar en peligro, me levanté rápidamente y entré a toda prisa en la casa. Mientras corría, una terrible intuición asaltó mi espíritu. El lobo negro no era más que una bestia sedienta de sangre, pero se me ocurrió que el verdadero monstruo podía ser alguien a quien yo mismo había introducido en la casa: aquella misteriosa niña que decía llamarse María, a la que no conocíamos de nada y que había aparecido de repente en una casa supuestamente maldita. Mientras esas sospechas torturaban mi mente, abrí la puerta del comedor y me encontré con una escena dantesca. Doña Socorro (que fallecería de un ataque cardíaco aquella misma noche) y la criada se habían desmayado de puro terror, una hermosa e inocente muchacha yacía muerta sobre su propia sangre… y otra muchacha desaparecía para siempre entre las tinieblas de la noche, riendo como un monstruo y dirigiéndome una última mirada impregnada de irónica maldad. Todo aquello me horrorizó, pero apenas me sorprendió, pues ya me había mentalizado para ver algo así. Pero hubo algo que sí me sorprendió: la muchacha muerta era María y su asesina había sido Elvira, la dulce criatura a la cual yo tanto amaba… y que aquella noche, por primera vez desde su infancia, se había despojado de su bendito crucifijo, el cual hasta entonces había contenido su sed de sangre.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


HIJO DEL PECADO (CUENTO FANTÁSTICO)

 

Aquella mañana un hombre de mediana edad llamó al timbre de una lujosa mansión, situada en las afueras de cierta ciudad española. Le abrió la puerta una hermosa mujer de tez pálida y cabello castaño, que no aparentaba más de treinta años. La dueña de la casa, que parecía bastante nerviosa e incluso asustada, miró con recelo al desconocido y le preguntó bruscamente:

¿Quién es usted y qué desea?

Soy el inspector Javier Ortega de la Policía Nacional. ¿Es usted la doctora María Teresa Vázquez?

En efecto. Aunque puede llamarme Maite, si lo prefiere.

Creo que usted tiene un hijo llamado Ruy, alumno de secundaria en el colegio de Santa Cecilia.

Aunque aquella mujer parecía demasiado joven para ser madre de un adolescente, dio una respuesta afirmativa. Ortega le comunicó con tono compungido:

Debo comunicarle que su hijo ha sido acusado de cometer una masacre en su colegio esta misma mañana. La única superviviente es una joven profesora, a la cual su hijo dejó con vida para someterla a abusos sexuales. En realidad, lo único que tenemos contra él es la palabra de esa chica, que ha sufrido un fuerte trauma emocional. Por tanto, tiene usted todo el derecho del mundo a rechazar su testimonio, al menos hasta que la policía científica pueda ratificarlo.

Maite interrumpió al policía y le dijo con tono frío:

Pueden creer todo lo que diga esa muchacha. Mi hijo ya no es un ser humano, sino un demonio. Y yo tengo la culpa de todo.

Disculpe. ¿Está usted hablando en sentido literal?

Puede estar seguro de que sí.

¿Podría darme más detalles? Comprenda que se trata de algo muy difícil de creer.

He guardado el secreto durante mucho tiempo, pero ahora ya no importa. Durante mi juventud me interesé por la magia y usé mi fortuna para adquirir el Codex Satanicus, un famoso libro de magia negra. Usando sus hechizos pude invocar a uno de esos poderes primordiales que solemos llamar “demonios”. Ese ser y yo hicimos un pacto: le permití plantar su semilla en mi cuerpo a cambio de que él retrasara mi proceso de envejecimiento. Por eso aparento diez años menos de los que tengo realmente.

Y, si no he entendido mal, Ruy es el fruto de su unión con ese... demonio.

En efecto. Durante toda su infancia fue un niño bueno y cariñoso, pero ayer se reveló súbitamente su naturaleza demoníaca y ya no puedo controlarlo.

¿Sabe usted dónde podría hallarse su hijo en estos momentos?

Creo que sí. Pero antes de enviar allí a sus agentes, le ruego que me dé una oportunidad para detenerlo sin derramamiento de sangre. Aún conservo el libro que he mencionado. En sus páginas figura un hechizo que podría exorcizar al espíritu maligno que posee a mi hijo. Pero me temo que solo será efectivo si lo leo yo misma y si Ruy está lo suficiente cerca para oírlo

Entonces, ¿está dispuesta a ir allí con su libro? ¿No será muy arriesgado?

Para mí no. Si Ruy quisiera matarme, ya lo habría intentado.

Tras pedirle a Ortega que la esperara en el vestíbulo, Maite bajó a un cuarto secreto del sótano, cuya existencia solo ella conocía. Poco después salió de la mansión llevando en sus manos un viejo libro y subió al coche de Ortega, que se dirigió rápidamente hacia la casa donde se había refugiado Ruy.

Entraron por la puerta trasera (ella tenía la llave) y encontraron a Ruy descansando tranquilamente en el salón. Nada más verlo, Maite abrió su libro en la página donde figuraba el hechizo, pero antes de que pudiera leerlo Ortega sacó una pistola y le dijo:

¡Calladita, nena! Y dame ese libro si no quieres que te vuele la cabeza.

Maite comprendió que había caído en una trampa, pero, como no tenía otra opción, obedeció a Ortega sin decir nada. Tras arrebatarle su libro, el falso inspector la ató y amordazó con cinta adhesiva. Entonces Ruy se acercó a ellos con una sonrisa sarcástica en los labios. Acarició con falsa ternura las trémulas mejillas de su madre y le dijo con voz melosa:

Te has dejado engañar por Ortega, mamá. Él no es policía, sino un profesor del colegio, que accedió a servirme a cambio de ciertos ofrecimientos. Su placa y su pistola proceden de un verdadero policía al que matamos esta mañana. Yo quería saber dónde guardabas el libro y, como sabía que nunca me lo dirías, opté por organizar esta pequeña farsa. Ortega ha hecho bien su trabajo, pero ahora ya no lo necesito para nada.

Ruy sacó su pistola y disparó fríamente sobre Ortega, cuya arma siempre había estado descargada. A continuación, abrió el Codex Satanicus y leyó una invocación dirigida al demonio que lo había engendrado. Pronunció en voz alta estas palabras: “ven a mí desde tu reino oscuro para tomar mi cuerpo y mi alma, gran Ix-Tab”. Proferido el ensalmo, se oyó la horrenda carcajada de un ser invisible. Aún resonaban sus ecos cuando Ruy se desplomó, lívido como un muerto. Maite no pudo reprimir un estremecimiento cuando lo vio caer, aunque había sido ella misma quien había planeado aquella añagaza. Previendo que Ortega podía ser un traidor, mientras se hallaba en el sótano había alterado el texto del hechizo, para que resultara mortal si lo leía alguien que no fuera ella misma. Solo había tenido que borrar una letra para sustituir el nombre del demonio al que pretendía llamar Ruy por el de la diosa maya de la muerte.

Poco después Ruy recobró la conciencia y se levantó. Aunque estaba muy pálido y confuso, parecía completamente ileso. Para alivio de Maite, Ix-tab solo le había arrebatado a Ruy su alma demoníaca, mientras que su esencia humana no había sufrido daños. El muchacho desató a su madre, le quitó la mordaza y le preguntó:

Mamá, ¿qué ha pasado? ¡No recuerdo nada!

Maite lo abrazó y le dijo:

No ha pasado nada que valga la pena recordar.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

ARTEMISA, LA CÓLERA DE LA NOCHE

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: "Artemisa dos Santos, a Cólera da Noite", obra de Carlos Miranda.

Dedicado a Carlos Miranda.

En la historia de Lagina interviene una taumaturga portuguesa a la cual ella misma teme desde hace siglos, a causa de la implacable ferocidad que ha definido su trayectoria en el mundo de las artes oscuras. Artemisa dos Santos se convirtió en la Cólera de La Noche cuando pereció en un auto de fe celebrado en Lisboa a mediados del siglo XVI, tras haberse comprobado su íntimo vínculo con fuerzas oscuras tan antiguas como el surgimiento del Caos. La bruja más siniestra del Reino de Portugal había subyugado su espíritu a la voluntad de seres inmateriales, desconocidos e incomprensibles para la gente común, con el fin de cobrar venganza contra todas aquellas personas que desde muy temprana edad habían convertido su vida en un infierno.

Transcurrido el segundo aniversario de su nacimiento, Artemisa fue abandonada por sus padres en un bosque próximo a Lisboa. Ambos progenitores eran ladrones itinerantes de la peor calaña y los cuidados que requería la niña suponían un lastre para sus actividades delictivas. Hasta entonces la habían conservado con ellos porque la mendicidad era otro de sus muchos oficios y los recién nacidos siempre estimulan la caridad de las gentes piadosas (y también la de otras gentes que quizás no eran tan piadosas, pero que no reparaban en gastar una moneda con tal de ver los pechos de una madre joven y lozana amamantando a su hija). Sin embargo, alimentar a una criatura que ya ha dejado atrás la lactancia se había convertido en un gasto oneroso, superior a los beneficios que obtenían pidiendo limosna en los pórticos de las iglesias.

Aquella misma noche dos oficiales de la guardia real encontraron a la pequeña mientras recorrían el bosque siguiendo el rastro de unos bandoleros. Aquellos hombres resolvieron entregársela a las monjas del convento más cercano y, al cumplir los doce años, Artemisa fue enviada a la hacienda de los Cardoso, una familia aristocrática que necesitaba renovar su numerosa servidumbre. Así fue como empezó la peor época de su breve vida, pues, aunque había conocido muchas privaciones y maltratos durante su estancia en el convento, esta había sido un recorrido por los Campos Elíseos en comparación con lo que le aguardaba en la hacienda.

Apenas cumplidos los veintidós años, la muchacha degolló al jefe de dicha familia con la ayuda de uno de los guardias, que pertenecía en secreto a un círculo clandestino de avezados nigromantes. Aquel hombre llevaba varios años adoctrinándola discretamente y, como en medio de su maldad aún conservaba ciertos valores morales, se indignó al presenciar los tormentos que sufría la pobre criada a manos de sus arrogantes y lascivos señores. Entonces, además de suministrarle un cuchillo bien afilado, le transmitió conocimientos esotéricos para que, cuando llegase el momento idóneo, pudiera desatar una maldición contra los descendientes de sus maltratadores.

Después de asesinar al señor Cardoso, la joven huyó de la finca para integrarse formalmente en la cofradía de hechiceros. Pero solo permaneció un par de años en ese grupo, porque, transcurrido ese plazo, aniquiló a todos sus miembros (incluyendo a su mentor) en un ataque de ira. El detonante fue un intento de violación por parte de otro neófito, lo cual revivió el recuerdo de los abusos padecidos en la casa de los Cardoso.

Cuando consiguió recuperar el control de su mente y de su magia, Artemisa no sintió el menor remordimiento por la masacre que había cometido, pues un odio ardiente, hijo del dolor y de la vergüenza, se había adueñado de todo su ser, no permitiéndole otro vínculo con la realidad que un irrefrenable deseo de venganza.

Pronto inició una guerra sin cuartel contra las clases pudientes del reino, sin distinguir entre culpables e inocentes ni reparar en los “daños colaterales” que sus acciones pudieran provocarle al pueblo llano. Como a lo largo de su vida solo había conocido la crueldad y la lujuria, creía firmemente que no se merecía el amor de nadie, ni siquiera el de aquellos padres que la habían abandonado en un bosque infestado de alimañas (apenas podía recordar sus rostros, pero también había tramado una cruenta venganza contra ellos).

Embriagada por el incesante furor de su guerra contra la Humanidad entera, Artemisa olvidó cualquier otro sentimiento, incluso la prudencia, y un día del año 1547 fue capturada por soldados de la guardia real. Aprovechando que perdía todos sus poderes al amanecer y que se hallaba extenuada tras haber cometido una nueva masacre, aquellos hombres la amarraron y se la entregaron a un tribunal eclesiástico, que no tardó en dictar una sentencia de muerte en la hoguera. Como declinó una última oportunidad para arrepentirse de sus culpas, no le concedieron el privilegio de ser estrangulada y murió quemada viva a los veintisiete años de edad, riendo a carcajadas mientras el fuego devoraba su carne mortal.

Pero el espíritu de Artemisa no pasó mucho tiempo en el otro mundo. Gracias a su profundo nexo con los seres de las tinieblas primordiales, pasó de ser un alma en pena a convertirse en una poderosa entidad sobrenatural, que gozaba aterrorizando a todos aquellos que tenían el infortunio de cruzarse en su camino.

Una noche de otoño del año 1550 la hechicera Lagina, que se creía la única señora de la noche en las tierras ibéricas, se internó en cierto bosque de las Hurdes extremeñas, un agreste territorio situado entre los reinos de Portugal y de Castilla, con el fin de realizar ciertos ritos de brujería. Entonces tuvo la mala suerte de posar sus ojos sobre una silueta purpúrea, al mismo tiempo silenciosa y amenazante, que se acercaba hacia ella en medio de las tinieblas.

Por primera vez en cientos de años, Lagina se vio paralizada por el miedo y ni siquiera pudo formular uno de sus hechizos, pues aquel terror paralizante la había privado incluso de la respiración. Desperdició todas sus fuerzas intentando imponerse al poderío de Artemisa, la Cólera de La Noche, pero pronto comprendió que se hallaba acorralada e impotente frente al poder de aquella entidad espectral.

Entonces otra figura misteriosa, que llevaba varias horas siguiendo el rastro de la bruja, surgió de las sombras, con la intención de matar a Lagina mientras estaba indefensa. Sin embargo, Artemisa no podía permitir que nadie le disputara una presa y, desatando una fuerza invisible, golpeó brutalmente al recién llegado, haciendo que su cuerpo impactara contra el tronco de un alcornoque. Pese a ser casi invulnerable, el vampiro Hecateo se quedó aturdido durante algún tiempo, pues había sufrido un ataque excesivamente violento.

Mientras sus dos enemigos estaban distraídos luchando entre ellos, Lagina consiguió recuperar el dominio de sus propios poderes, pero apenas consiguió contrarrestar la terrible fuerza de Artemisa. Los más terribles hechizos solo podían ralentizar unos instantes el implacable movimiento de aquel espectro purpúreo, que no dejaba de acercarse a la aterrorizada hechicera, lenta pero inexorablemente.

Para fortuna para la hermosa griega, el manto rosado de la aurora hizo su aparición en el firmamento antes de que Artemisa hubiera conseguido alcanzarla. Como ni los espectros ni los vampiros pueden hacer frente a la petulancia de Helios, tanto Artemisa como Hecateo se vieron obligados a huir. Ambos eran seres de las tinieblas, cuya única morada posible era la oscuridad de la noche. Así pues, le dejaron el camino libre a la hechicera más poderosa de Grecia, a la beldad de los infiernos mediterráneos… a Lagina, la hermosa sacerdotisa inmortal. 


EL INVENTO DEL CAPITÁN WALTON (CUENTO)

Una oscura noche del año 1851 un forastero entró en la taberna de cierta aldea británica. Casi todos los parroquianos se habían retirado a sus casas, con la única excepción de un anciano andrajoso, que bebía con la triste avidez de quienes intentan ahogar sus penas en alcohol. El recién llegado no pidió ninguna bebida, pero le entregó al tabernero unas cuantas monedas a cambio de su discreción. Luego se sentó enfrente del anciano y le dijo en voz baja:

Me gustaría hablar con usted, capitán Walton. Le ruego que deje de beber y haga el favor de escucharme.

He fracasado como escritor y como marinero. Yo también le ruego algo, Lord Raven: que no me obligue a fracasar como borracho.

La borrachera es, sin duda, un noble oficio, querido Walton. Pero, mientras la ginebra no sea gratuita, necesitará dinero para practicarlo.

Lord Raven depositó sobre la mesa una buena cantidad de guineas. Al ver las monedas, Walton pareció olvidarse de su embriaguez y dijo:

—¿Qué quiere usted de mí?

Según mis informes, usted fue la última persona que habló con el célebre doctor Víctor Frankenstein antes de su trágica muerte. Me consta que aún conserva su diario. Pero creo que eso no fue lo único que le entregó Frankenstein antes de morir. ¿Verdad que también tiene su libro de notas?

Así es.

Y, habiendo sido usted en otros tiempos un hombre de gran curiosidad científica, es de suponer que lo habrá estudiado detenidamente durante todos estos años.

No lo niego. Pero aún no ha respondido a mi pregunta. ¿Qué diablos quiere usted de mí?

Ahora mismo se lo diré. Como bien ha dicho, es algo que atañe al Diablo.

Extracto de una carta enviada por el doctor Abraham Marcius a Sir Robert Hodgson. Dicha carta fue escrita varios días después del encuentro entre Lord Raven y el capitán Walton:

“Me place comunicarle que por fin mis colaboradores y yo hemos dado muerte al vampiro que atormentaba por las noches a su hija Evelyn. Conseguimos localizarlo mientras dormía en la cripta de cierta abadía abandonada, situada en las afueras de Londres. Pudimos localizar su refugio gracias al testimonio de un pastor, que la noche anterior había salido al campo en busca de una oveja perdida y, por pura casualidad, se fijó en el carruaje del vampiro, que se dirigía hacia la abadía con una llamativa carga de ataúdes. Suponemos que el monstruo pensaba distribuir esos féretros por distintos puntos de la capital, para tener refugios alternativos en caso de que uno de ellos fuera localizado y neutralizado. Esta misma mañana penetramos en la cripta de la abadía y una estela de sangre nos llevó al ataúd donde dormía el vampiro, al que eliminamos clavándole una estaca en el corazón. Posteriormente incineramos sus restos mortales y arrojamos las cenizas al Támesis. Puede decirle a su hija que desde hoy ya no tendrá ningún motivo para temer la puesta del sol. Y, por supuesto, también podrá deshacerse de las flores de ajo que habíamos colocado en su dormitorio y cuyo olor, según creo, no echará de menos.”

El vampiro Hecateo, alias Lord Raven, sonrió cuando acabó de leer la carta que había encontrado en el escritorio de Sir Robert, mientras se dirigía al cuarto de la bella e indefensa Evelyn. Pensó:

Definitivamente, fue una buena idea pedirle a Walton que me ayudara a fabricar un hombre artificial como el de Frankenstein, pero con rasgos semejantes a los míos. Por lo que pone aquí, el imbécil de Marcius pensó que los ataúdes estaban vacíos. Claro, él no podía imaginar que contenían la materia prima necesaria para la fabricación del homúnculo. Y tampoco se imagina que no me mató a mí, sino a un simple simulacro. En fin, mañana se enterará, cuando el furibundo Sir Robert le comunique que su hija ha sido agraciada con otra de mis visitas nocturnas.

Texto: Javier Fontenla, basado en la obra Frankenstein de Mary Shelley. Imagen: Pixabay.

XELA (CUENTO)

 

Xela era una niña que vivía con Laura, su madre viuda, en una casita del bosque. Pese a ser guapa, amable y estudiosa, no tenía muchos amigos, pues casi todos sus compañeros de clase pensaban que estaba loca o era una especie de bruja. Eso se debía a que Xela aseguraba que en ocasiones podía ver y oír a los espíritus del bosque, así como a las almas de los muertos. La única persona que creía en ella era su amigo Javier, un niño al que le gustaba mucho la fantasía. Como también le gustaba Xela, el cinco de marzo (día de su cumpleaños) le regaló una antología de los cuentos de Lovecraft. No tuvo éxito, pues ella, pese a ser bastante aficionada a la lectura, solo leyó un par de relatos y luego se olvidó del libro. Le dijo a su madre:

Ese escritor no sabía nada de magia.

Mientras tanto, un peligroso presidiario había conseguido huir de la cárcel, llevándose consigo una pistola eléctrica que le había arrebatado a un guardia después de golpearlo.

Aquel mismo día Laura y Xela estaban en la cocina de su casa, pelando patatas para hacer una tortilla. Laura creyó oír algo y le dijo a su hija:

Creo que el gato del vecino ha vuelto a entrar en casa. Voy a ver si consigo echarlo antes de que haga otro estropicio.

Laura salió tranquilamente de la cocina, pero entonces apareció el prófugo, que la agarró y la amenazó con su pistola. Xela, al ver a su madre en peligro, intentó reaccionar, pero el intruso le dijo:

Quieta y calladita, nena, si no quieres que tu mamá sufra por tu culpa. Ahora vais las dos a ser buenas chicas y a hacer todo lo que yo os diga.

Comprendiendo que no tenían más remedio que obedecer, madre e hija se sometieron a las órdenes del intruso. Este las ató a ambas con unos cordones y luego fue en busca de cinta aislante para amordazarlas. Pero, mientras estaba distraído registrando los cajones, Xela, que de algún modo había conseguido liberarse de sus ligaduras, se acercó a él sin hacer ruido, le arrebató la pistola y lo dejó fuera de combate con una descarga. Luego ató al criminal antes de que se recuperara y liberó a su madre. Cuando ya estuvo más tranquila, Laura le preguntó a Xela:

¿Cómo pudiste desatarte en tan poco tiempo?

La niña sonrió y le dijo a su madre:

Fue muy fácil, mamá. Gracias a un cuento del libro de Lovecraft, conocí a un gran mago del siglo XX llamado Harry Houdini, cuyo espíritu me dio unas lecciones rápidas de escapismo. Hoy he aprendido algo: que incluso los libros que no nos gustan pueden sernos útiles en alguna ocasión.

Y Laura también aprendió que su hija realmente podía comunicarse con los muertos.

Texto: Javier Fontenla. Fuente de imagen: Pixabay-Darksouls.

AMIGOS (CUENTO)


Texto: Francisco Javier Fontenla García. Fuente de imagen: Pixabay.

Hace muchos años apareció en un pueblo de Rusia una misteriosa niña, que tocaba su flauta con mágica dulzura. Los aldeanos, conmovidos por el hechizo de la música, se olvidaron por un momento de sus problemas cotidianos y dejaron volar sus almas hacia el reino de lo ideal. La niña no dejó de tocar hasta que se puso el sol. Entonces sus oyentes se retiraron a sus hogares, no sin antes regalarle a la niña unas cuantas monedas, que ella agradeció con una sonrisa y una graciosa reverencia. Luego se acercó a un mendigo que se hallaba sentado en el portal de la iglesia. Se trataba de un hombre alto, cuyo rostro siempre permanecía oculto por un aparatoso vendaje. No era oriundo del pueblo, sino un vagabundo que nunca pasaba demasiado tiempo en el mismo sitio. Según sus propias palabras, su cara había quedado desfigurada durante la guerra contra Polonia.

Cuando estuvo cerca del mendigo, la muchachita le dijo con una voz tan dulce como su música:

Toma estas monedas.

El hombre la miró extrañado y protestó:

-No puedo aceptarlas, señorita. Ese dinero es suyo, usted se lo ha ganado con su maravillosa música.

Pero tú las necesitas más que yo. Tómalas, por favor.

Tanto insistió la niña que el mendigo terminó aceptándolas. Luego le preguntó:

¿Pero cómo piensas comprar comida si regalas tu dinero?

La niña le guiñó un ojo y sonrió:

Eso no importa, yo me conformo con poco.

De todas formas, deberías comer algo. ¿Por qué no te quedas conmigo y compartimos la cena? Si no te da vergüenza, claro.

Por supuesto que no. Será un honor compartir el pan con un héroe de guerra.

Bueno, en realidad yo no soy ningún héroe. Ni siquiera he luchado en la guerra. Lo de mi cara… es algo de lo que no me gusta hablar.

No te preocupes. Yo también tengo mis secretos.

Pero seguro que los tuyos no son tan terribles como los míos. He cometido tantos pecados que quizás debería haberme suicidado. Pero no quiero morir sin antes haber redimido mis culpas con buenas acciones.

Eso está bien. Además, no es necesario buscar la muerte. Generalmente, es ella la que te encuentra a ti cuando llega el momento.

Un grito de terror rompió la paz del crepúsculo. Unos niños que jugaban en las afueras del pueblo habían sido acorralados por una manada de lobos. Entonces la niña de la flauta empezó a tocar su instrumento y los lobos huyeron al bosque. Pero los aldeanos, en vez de darle las gracias, le dijeron:

­¿Quién eres tú? ¿Acaso eres una bruja?

Ella no mostró ningún miedo y respondió tranquilamente:

Si fuera una bruja, no habría salvado a vuestros hijos.

Las palabras de la niña solo sirvieron para enardecer los ánimos. Rápidamente se formó un coro de voces enfurecidas:

¡Claro que eres una bruja! Nos has hechizado a todos con tu música para robarnos el alma.

¡Por supuesto! Si fueras una niña normal, no le habrías regalado las monedas al mendigo. Lo que pasa es que tú no necesitas el dinero, porque te alimentas de sangre humana.

¡Cierto! Esta noche matarás a nuestros hijos. Por eso no podías permitir que los lobos se los llevaran.

Los campesinos, tan enfurecidos como asustados, agarraron piedras para lapidar a la niña, que se limitó a contemplarlos en silencio y con cara triste. Pero entonces el mendigo se interpuso y les dijo, amenazándolos con su bastón:

¡Le romperé la cabeza a quien ose tocar a esta niña!

Los aldeanos recularon asustados por la ira del mendigo, pero uno de ellos disparó sobre él, matándolo en el acto. La niña lo miró con tristeza y le retiró las vendas del rostro, que era demasiado monstruoso para ser humano. Sin embargo, ella no mostró ninguna repugnancia, sino que le dijo en voz baja:

Lo sabía, tú eras la criatura del doctor Frankenstein. Durante más de un siglo has vagado solo por el mundo, escondiéndote de los hombres. Desde esta noche vagarás conmigo para siempre.

Dicho esto, aquella niña sacó su flauta y la tocó con mayor dulzura que nunca. Entonces aparecieron doce luciérnagas, que empezaron a trazar círculos de luz en el gélido aire nocturno. Una pared de fuego surgió entre la niña y los campesinos, que huyeron a sus casas, completamente aterrorizados y definitivamente convencidos de que aquella muchacha era una bruja (o quizás la Muerte en persona). Cuando todos se fueron, aquella misteriosa niña se marchó de allí acompañada por las luciérnagas, que no dejaban de danzar en torno a ella. Pero estas ya no eran doce, sino trece.

(Un cariñoso recuerdo para Mary Shelley, creadora del doctor Frankenstein y de su inmortal aunque aquí muera criatura sin nombre.)


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