Texto
de Francisco Javier Fontenla, basado en clásicos de la novela
policial. Imagen de Pixabay.
Hans
Larsen era un adolescente norteamericano de carácter sencillo y buen
corazón, aunque en las profundidades de su Yo había algo que ni él
mismo comprendía. Cuando Hans era pequeño, sus padres lo habían
llevado a la consulta de un prestigioso psicólogo, con la esperanza
de que este le curase su terrible fobia a los perros. Aquel psicólogo
lo hipnotizó para ayudarlo a recordar el hecho traumático que le
había provocado aquella fobia, pero el resultado fue sorprendente:
al parecer, aquel suceso no había tenido lugar en la vida actual de
Hans, sino en otra vida anterior. Y, desde entonces, el muchacho
empezó a tener extraños sueños, durante los cuales recordaba cosas
que, aparentemente, no le habían sucedido a él, sino a sus avatares
de épocas pasadas.
Por
otra parte, Hans estaba secretamente prendado
de Lucy, una atractiva compañera de clase que destacaba en el club
de teatro, y, como buen enamorado tímido, había adquirido la
costumbre de pasear solo por lugares agrestes. Una tarde estival,
mientras caminaba por el campo, encontró un cadáver ensangrentado.
Cuando se acercó para echar un vistazo, le pareció que se trataba
de Martha Howard, la adinerada madre adoptiva de Lucy. Como le daba
miedo quedarse allí, salió corriendo en busca de ayuda, pero
resbaló y cayó por un terraplén. Al caer se llevó un golpe en la
cabeza, que despertó a una de sus identidades del pasado. Entonces
tuvo lugar una extraña conversación dentro de su mente:
—¡Ay,
qué dolor de cabeza! Me siento como si me hubiera pegado el monstruo
de la Rue Morgue.
—¡Oiga!
¿Quién es usted y qué está haciendo dentro de mi cabeza?
-Soy
tu Yo de hace doscientos años. Me presento: mi nombre es Augusto
Dupin, caballero y detective. ¿No has leído los relatos que me
dedicó mi desdichado cronista y amigo Edgar Allan Poe?
—Pues
no.
—¡Típica
ignorancia de un joven del siglo XXI! En fin, será mejor que
busquemos a los agentes de la ley.
Hans
tuvo que caminar hasta la ciudad, pues allí su móvil no tenía
cobertura. Tras examinar el cadáver, la policía ratificó que se
trataba, efectivamente, de la señora Martha Howard. John Howard,
segundo marido de la víctima y padrastro de Lucy, hubiera sido un
sospechoso ideal, pues la muerte de su mujer le proporcionaba una
sustanciosa herencia. Pero tenía una buena coartada, pues estaba
jugando al golf con unos amigos cuando Hans descubrió el cadáver.
Y, según el forense, la víctima llevaba poco tiempo muerta, por lo
que no hubiera podido asesinarla antes de ir al campo de golf.
Cuando
Hans volvió a la ciudad, se encerró en su cuarto, tras pedirles a
sus padres que no lo molestaran, con la excusa de que estaba muy
afectado. Entonces volvió a oír en su mente la voz de Monsieur
Dupin:
—Creo
que ya he resuelto el caso. Examinando atentamente tus recuerdos,
descubrí un elemento discordante en la escena del crimen. Me refiero
a las moscas.
—Pues
yo no recuerdo que allí hubiera ninguna mosca.
—¡Ese
es precisamente el elemento discordante! Estamos en verano y un
cadáver abandonado en medio del campo tendría que haberlas atraído
rápidamente. De hecho, cuando la policía llegó allí había
bastantes por los alrededores, pero cuando viste el cuerpo por
primera vez no había ni una sola. Eso me sugiere una idea que, con
un poco de suerte, podremos corroborar en breve.
Aquella
misma noche John Howard y su hijastra Lucy abandonaron la comisaría,
tras reconocer el cadáver y prestar declaración. Cuando llegaron al
parking subterráneo, la muchacha besó con pasión a su padrastro y
le dijo:
—¡Felicidades,
John! Gracias al imbécil de Hans, tu plan ha salido perfectamente.
—Sí,
cariño. Ya tengo los documentos falsos y los billetes que nos
permitirán huir del país antes de que tengan pruebas contra
nosotros.
Pero
entonces alguien que se hallaba oculto tras una columna se plantó
delante de ellos y les dijo:
—Buenas
noches, soy el imbécil del que hablaban.
Lucy
gritó, sorprendida y furiosa:
—¡Hans!
¿Qué haces aquí?
—¿No
es obvio, guapa? Espiaros para comprobar que mis sospechas (es decir,
las sospechas de Monsieur Dupin) eran ciertas. Ya lo veo claro: una
buena actriz, que conocía mis costumbres y los sitios por donde
solía pasear, se hizo pasar por su madre muerta, para darle una
coartada a su cómplice. Mientras yo corría en busca de ayuda, te
largaste sin ser vista por nadie. Usted, Mister Howard, mató a su
esposa cuando volvió de jugar al golf y se la llevó al lugar donde
yo había encontrado a Lucy, pensando que no me daría cuenta del
cambiazo. Pero en eso se equivocó completamente. Por cierto, he
grabado en mi móvil lo que acaban de decir y también les he hecho
una foto muy comprometedora.
Howard,
furioso, se arrojó sobre Hans, pero este, aprovechando los
conocimientos de “savate” (boxeo francés) transmitidos por
Monsieur Dupin, esquivó fácilmente su acometida y le propinó un
fuerte golpe en la mandíbula, que lo dejó sin sentido. Hecho esto,
Hans le dijo a la sorprendida Lucy:
—¿Cómo
pudiste ayudar al asesino de la mujer que te adoptó cuando te
quedaste huérfana?
—Ella
no me recogió por caridad, sino para lavar su mala conciencia por
haber provocado la ruina de mis verdaderos padres. Yo, en cambio, lo
hice todo por amor. Si tú me amaras de verdad, lo entenderías y me
dejarías escapar.
—Yo
quizás lo haría, Lucy. Pero dentro de mi mente hay alguien que
tiene otras ideas al respecto.
Mientras
la muchacha y su padrastro eran detenidos por la policía, Hans
volvió solo a su casa. Viendo que estaba muy triste, Dupin le dijo:
—Consuélate,
hombre. En el fondo siempre has sabido que esa chica no era buena
para ti, ¿verdad?
—Aun
así, yo la amaba… pese a que hace quinientos años hizo que sus
perros me devoraran por haberla visto desnuda.