Cuando empecé a trabajar
como profesor de secundaria, fui destinado al instituto de cierta villa
gallega, en cuyas inmediaciones se erguían las ruinas de una vieja casa
señorial, conocida en el lugar como "la casa encantada". El Día de Fieles
Difuntos, mientras hacía la guardia de recreo en el patio, se me acercó Ana
Vázquez, una niña algo misteriosa que siempre parecía triste y apenas hablaba
con nadie. Pensé que iba a preguntarme alguna duda relacionada con la
asignatura de Lengua, pero cuando estuvo a mi lado me dijo en voz baja, como si
quisiera confiarme un secreto:
—Javi, sé que vives cerca de
la casa encantada. Por favor, nunca entres allí de noche, especialmente en
estas fechas, y, si lo haces, no apagues la luz. Las tinieblas son peligrosas.
Yo intenté pedirle
explicaciones, pero entonces sonó el timbre y Ana se fue corriendo a su clase.
No volví a verla en toda la mañana y me pasé el resto del día pensando en sus
extrañas palabras. Si ella no me hubiera dicho nada, seguramente nunca se me
habría ocurrido visitar aquel viejo caserón, pero yo siempre he sido muy amigo
de hacer lo contrario de lo que me dicen (Poe atribuía esa actitud al “demonio
de la perversidad”, aunque quizás “estupidez” sería un término más adecuado),
así que al anochecer fui allí para curiosear un poco. Cuando penetré en el
lóbrego interior del edificio sin más iluminación que la linterna de mi móvil,
me encontré con Iria, una atractiva compañera del instituto, que estaba
llorando desconsolada en un rincón. Según me contó ella misma, había ido al
caserón en busca de soledad tras reñir con su novio. Yo intenté consolarla, una
cosa llevó a otra y poco después estábamos los dos cariñosamente abrazados.
Entonces ella me pidió que apagara la linterna, pues, si alguien veía la luz
desde la calle, podría entrar para echar un vistazo y arruinar nuestra
intimidad. Yo hice lo que me pedía y entonces sentí cómo su suave piel adquiría
un repulsivo tacto viscoso, mientras su dulce voz se convertía en una diabólica
carcajada. Yo salí corriendo de aquella casa maldita y, aunque todo se quedó en
un susto y unos cuantos arañazos, no me detuve para tomar aliento hasta que
estuve bien lejos de allí.
Aún hoy
ignoro qué había realmente en la casa encantada, pero sí sé que no volveré allí
para averiguarlo. Quizás Ana hubiera podido decirme algo, pero no quise quedar
como un tonto delante de una alumna, así que decidí olvidarme del tema y pensar
que todo había sido un mal sueño. Tal vez solo fue eso, pero todas las noches,
durante las horas más oscuras de la madrugada, vuelvo a oír esa risa malévola
que me persigue desde entonces.
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
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