EL RELATO DEL MENSAJERO ALEMÁN (CHARLES DICKENS)

Yo había sido contratado por cierto caballero inglés, ya entrado en años y soltero, que pensaba hacer un viaje por mi patria. Se llamaba James y tenía un hermano gemelo, cuyo nombre era John y que tampoco se había casado. Entre ambos hermanos existía un profundo afecto y ambos colaboraban en sus negocios, aunque no vivían juntos. El señor James vivía en Poland Street, mientras que el señor John tenía su residencia en Epping Forest.

El señor James y yo estábamos preparándonos para emprender nuestro viaje cuando recibimos la visita del señor John, que deseaba pasar con nosotros la última semana antes de nuestra partida. Pero dos días después le dijo a su hermano:

No me siento demasiado bien, así que mejor me vuelvo a mi casa, donde mi ama de llaves sabrá cuidarme. Si me recupero a tiempo, volveré aquí antes de que te marches. De lo contrario, serás tú quien tendrás que visitarme a mí.

Los dos hermanos se despidieron y el señor John volvió a su casa.

A la segunda noche después de su marcha el señor James entró en mi dormitorio con un candil, se sentó junto a mi cama y me dijo que algo no iba bien, con una extraña expresión en su rostro.

Wilhelm, a ti puedo decirte esto, pues tú procedes de un país donde los hechos misteriosos suelen tomarse en serio. Acabo de ver al fantasma de mi hermano. Yo estaba sentado en mi cama, pues no podía dormir, cuando él entró en mi cuarto vestido de blanco, me miró, luego dirigió su mirada a unos papeles que se hallaban sobre mi escritorio y salió atravesando la puerta. No estoy loco y no le concedo ninguna existencia objetiva a ese fantasma. Creo que se trata de un síntoma de que estoy enfermo y de que me vendría bien una sangría.

Me vestí apresuradamente y le dije al señor James que no se preocupase, pues yo mismo iría en busca del médico. Entonces oímos que alguien llamaba a la puerta. Fuimos a la habitación del señor James, que estaba situada en la parte frontal del edificio, y abrimos una ventana para ver qué pasaba. Alguien preguntó desde la calle:

¿Es usted el señor James?

Así es. ¿Y tú no eres Robert, el criado de mi hermano?

Sí, señor. Lamento decirle que el señor John está muy enfermo… al mismo borde de la muerte, según nos tememos. Quiere que usted vaya a verlo, así que le ruego que venga conmigo sin pérdida de tiempo. He traído un carruaje.

El señor James y yo nos miramos el uno al otro. Él me dijo:

Wilhelm, esto es extraño. Me gustaría que vinieras conmigo.

Lo ayudé a vestirse y fuimos rápidamente a Epping Forest. Acompañé al señor James cuando este entró en la alcoba de su hermano, que estaba tumbado en la cama. A su lado se hallaban la vieja ama de llaves y otros criados, que no se habían movido de allí desde la hora de la sobremesa. El señor John tenía puesto un pijama blanco y miró a su hermano, tal como había hecho el fantasma. Cuando el señor James llegó a la vera de su cama, el señor John se incorporó lentamente y le dijo estas palabras:

James, tú me has visto antes, esta misma noche. ¡Y lo sabes!

Dicho esto, murió.

Texto: Charles Dickens, extraído de su relato "Para leer al atardecer". Adaptación: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


EL CONDE MAGNUS (M. R. JAMES)

El señor Wraxall fue un viajero inglés de mediados del siglo XIX, que llegó a Suecia en busca de materiales para escribir un libro. Una vez allí, se interesó por una vieja familia de la ciudad de Raback, los señores De La Gardie. Decidió estudiar sus crónicas y no tardó en interesarse por uno de sus antepasados, el conde Magnus, que había mandado edificar la mansión familiar y sobre quien circulaban rumores tan extraños como inquietantes. El conde, que había vivido durante el siglo XVII, era famoso por su severidad con los cazadores furtivos. La crueldad de sus castigos llegó a ser legendaria y se decía que aún acechaba desde su tumba en el mausoleo de la iglesia. Más concretamente, se hablaba de dos campesinos que habían osado cazar en sus propiedades un siglo después de su muerte. Entonces se oyeron terribles gritos en el bosque y una risa diabólica procedente de la tumba del conde, así como el sonido de una puerta. A la mañana siguiente el párroco encontró a los dos furtivos. Uno de ellos se había vuelto loco y el otro estaba muerto. A este último le habían arrancado toda la carne del rostro, dejando sus huesos a la vista.

El señor Wraxall no tardó en conocer las leyendas que circulaban sobre el conde, incluyendo el rumor de que había efectuado la Peregrinación Negra, es decir, un viaje a la ciudad palestina de Chorazin, sobre la cual Dios había arrojado su maldición, tal como puede leerse en las Escrituras. Pero resultaba difícil explicar lo que dicha Peregrinación significaba exactamente. Y tampoco estaba claro qué compañero se había traído el conde en su viaje de vuelta. Por otra parte, el señor Wraxall se sentía cada vez más interesado por el mausoleo donde reposaba el conde y finalmente obtuvo permiso para entrar en él, acompañado por el diácono. Allí encontró varios monumentos y tres sarcófagos de cobre, uno de los cuales pertenecía al conde. En los laterales de dicho sarcófago vio varias escenas grabadas. En una de ellas, particularmente terrorífica, se veía cómo un hombre huía frenéticamente a través del bosque. Sus perseguidores eran un ser más bien pequeño, de cuyo cuerpo se desprendía un tentáculo semejante al de una medusa, y un hombre alto cubierto por una capa. El sarcófago estaba sellado por tres grandes clavos de acero, uno de los cuales se había caído al suelo. El señor Wraxall recordó que había oído un sonido metálico el día anterior, mientras paseaba cerca del mausoleo. Entonces había pensado, de una forma algo morbosa, que le hubiera gustado conocer al conde Magnus.

La fascinación del viajero se incrementó y se hizo con la llave del mausoleo, al cual le dedicó una segunda visita (en esta ocasión entró él solo). Llamó su atención que otro clavo estuviera a punto de desprenderse del sarcófago. Al día siguiente decidió irse de Raback, no sin antes hacerle una última visita a la tumba del conde, a modo de despedida. Una vez más volvió a sentir el absurdo deseo de conocer al conde. Vio, asustado, que solo quedaba un clavo en el sarcófago y que este se caía al suelo haciendo un ruido metálico. Luego oyó algo más, un sonido semejante a un crujido de bisagras. Le pareció que la tapa del sarcófago empezaba a elevarse lentamente, así que huyó aterrorizado, sin acordarse de cerrar la puerta del mausoleo.

Durante su retorno a Inglaterra Wraxall empezó a sentir una extraña inquietud hacia los demás pasajeros del barco. Lo ponían especialmente nervioso dos personas que siempre iban cubiertas por sendas capas. Tenía la sensación de que lo seguían y lo vigilaban. De los veintiocho pasajeros del barco solo veintiséis acudían al comedor. Los dos ausentes eran, precisamente, aquellos dos individuos, uno de los cuales era un hombre alto, mientras que su compañero era más bien bajo. Cuando desembarcó en Harwich, el señor Wraxall tomó un carruaje, desde el cual vio dos figuras encapuchadas en un cruce del camino. Finalmente se alojó en una pequeña casa rural y empezó a escribir sus notas de forma frenética. Dos días después fue encontrado muerto. Durante la investigación siete miembros del jurado se desmayaron tras ver lo que quedaba de su cuerpo. La casa donde murió permaneció deshabitada durante medio siglo. Después fue demolida y entonces se encontró el manuscrito del difunto señor Wraxall en una alacena olvidada.

Fuentes del texto: Montague Rhodes James (Cuentos de fantasmas de un anticuario) y H. P. Lovecraft (El horror sobrenatural en la literatura). Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

LA PRUEBA

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Nos encontramos en una mansión húngara a finales del siglo XIX. Aquella casa pertenecía al señor Nagasdy, un hombre rico de origen desconocido, que llevaba poco tiempo viviendo en la región. Nadie sabía cómo había hecho su fortuna, pero era un hombre demasiado poderoso para preocuparse por los rumores de sus vecinos.

Uno de sus criados era un niño de catorce años llamado Férenc, que trabajaba en las fincas y dormía en un rincón de la cocina. Aquella noche Férenc se levantó de su lecho poco antes de la medianoche, robó las llaves del guardia, que dormía como un bendito, y le abrió las puertas de la casa a una muchachita de su edad, que era muy hermosa y tenía la piel tan blanca como las nieves de los Cárpatos. Aquella niña le dio las gracias y una moneda de oro. Luego le preguntó dónde podía encontrar un buen cuchillo. Férenc respondió:

Hay muchos cuchillos en la cocina. Pero no sé para qué necesitas uno. Yo pensaba que solo querías pasar la noche con el señor Gábor (el tal Gábor era un criado muy guapo, que fornicaba por las noches con las chicas de la comarca).

Ni siquiera sé quién es ese hombre. Yo estoy aquí para matar al señor Nagasdy.

¿A mi amo? ¿Acaso estás loca?

Debería estarlo después de todo el daño que me hizo. Hace tres años él y sus hombres entraron en mi casa, abusaron de mí y asesinaron a mi padre. Pero esta noche voy vengarme degollándolo mientras duerme.

Entonces aparecieron varios hombres armados, dirigidos por el dueño de la casa. Nagasdy había recibido aquella noche un mensaje anónimo, que lo advirtió del peligro que corría. Dijo:

Así que estás aquí, señorita Anna Lugosi. No has cambiado nada desde la visita que te hice hace tres años.

Anna dijo con voz fría:

Ciertamente nada ha cambiado desde entonces, Anton Nagasdy. Aquel día te juré que vengaría a mi padre y aquí estoy.

Lástima que no puedas hacerlo. ¡Venga, chicos! Atrapad a esa pequeña zorra y también a ese traidor de Férenc. Luego haced con ellos lo que hacemos con todos los espías.

Uno de los hombres de Nagasdy intentó agarrar a Anna, pero esta, que era muy rápida, consiguió huir y desapareció entre las tinieblas de la noche. Por el contrario, Férenc fue atrapado sin remedio. Uno de sus captores hizo ademán de degollarlo allí mismo, pero Nagasdy le ordenó llevarlo al monte, donde sería fácil hacer desaparecer su cadáver. Entonces el muchacho, bien atado y amordazado, fue subido a un carro y trasladado al lugar más oscuro del bosque. Pero de pronto aparecieron varios lobos, que asustaron a los caballos. El cochero no pudo contenerlos y el carro acabó en las frías aguas del río.

Cuando Férenc recobró la conciencia, Anna estaba a su lado y sus ojos brillaban como dos llamas de fuego helado. El muchacho apenas tuvo fuerzas para decir:

Tú... no eres humana.

Ya no. Hace tres años le ofrecí mi alma a Satanás a cambio de que me convirtiera en un vampiro, pues de otro modo nunca podría vengar a mi padre. Juré que no descansaría hasta beber la sangre de todos sus asesinos, empezando por Nagasdy. Pero no puedo matar a ningún hombre bueno, pues si lo hiciera me iría al Infierno de inmediato. Como existía la pequeña posibilidad de que Nagasdy se hubiera reformado durante los últimos años, decidí ponerlo a prueba. Yo misma lo avisé del peligro que corría, para ver cómo reaccionaba, pero, evidentemente, no superó el examen, ya que sigue siendo un asesino. Perdona el chapuzón, no podía rescatarte de otro modo. El carro había sido utilizado para transportar productos de la huerta y aún olía a ajo, lo cual me impedía aproximarme. Tuve que llamar a los lobos, para que espantaran a los caballos y el carro quedara bien lavado en el río. Ahora ya no te necesito para entrar en la casa de Nagasdy, de modo que aquí se separan nuestros caminos. Pero antes de nada un beso para que me perdones.

Anna besó la boca de Férenc con sus labios fríos y se marchó. Él no volvió a ver a la niña vampiro, pero recordó aquel beso durante toda su vida.


LA MARCA DE LUPERCUS

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Aquella noche Andrés, un joven profesor de secundaria experto en antropología y ocultismo, volvió a su apartamento tras pasar el día de excursión con sus alumnos. Lo primero que hizo fue encender su ordenador y escribir el siguiente texto:

“Como hacía buen tiempo, tras realizar las visitas culturales de rigor decidimos pasar la tarde en la playa. Cuando vi a Helena Nóvoa (una alumna de bachillerato) en bañador, me llamó la atención algo extraño: aquella chica tenía en el hombro izquierdo una marca semejante a la cabeza de un lobo. Le pregunté si era un tatuaje, pero ella me aseguró que se trataba de una marca de nacimiento. Luego saqué mi móvil y, mientras fingía enviar un mensaje, le saqué una foto sin que ella se diera cuenta, para poder estudiar su marca con detenimiento cuando volviera a casa. Durante el viaje de vuelta me senté al lado de Ana, una compañera que lleva mucho tiempo en el instituto, y conseguí que ella me contara algunas cosas interesantes sobre la familia de Helena. Nueve meses antes de su nacimiento sus padres fueron de excursión a las montañas, donde los sorprendió una súbita riada. El presunto padre de Helena murió ahogado y su madre sobrevivió de milagro. Fue hallada inconsciente en medio del bosque, adonde había sido arrastrada por el agua. Se recuperó sin problemas y poco después descubrió que estaba embarazada. Lo curioso es que el bosque donde apareció había sido en otros tiempos un lugar sagrado, donde las antiguas sacerdotisas y hechiceras se reunían por las noches para adorar a Lupercus, el dios de los bosques. Y esa adoración incluía ofrecerle sus cuerpos a dicha divinidad, que, según la leyenda, tomaba la forma de un macho cabrío o de un lobo gigante para copular con ellas. Puede que todo esto no tenga nada que ver con la marca de Helena, pero creo que en otros tiempos menos racionalistas tanto ella como su madre habrían tenido serios problemas con la Inquisición”.

Tras redactar las líneas que hemos citado, Andrés apagó el ordenador y fue al supermercado a comprar algo para la cena. Cuando volvió a su apartamento, alguien le propinó un fuerte golpe en la cabeza, que lo dejó inconsciente durante unos minutos. Cuando recuperó el sentido, descubrió que estaba atado de pies y manos. A su lado se hallaba un hombre pálido y apuesto, que lo observaba con una mirada entre cruel y burlona. Andrés se estremeció cuando reconoció a Alberto Santos, un asesino al que había dado por muerto varios años antes. Venciendo su miedo, se dirigió al intruso con voz trémula:

-¿Qué quieres de mí?

Alberto sonrió y le respondió con fría serenidad:

-Creo que es evidente. He venido para terminar el trabajo que dejé pendiente en Sudamérica. Sabes demasiado sobre mis actividades y por eso vas a morir esta misma noche. Pero quiero que sufras un poco antes de morir, como sufrí yo la última vez que nos vimos. Por cierto, ¿quién es la chica de la foto?

-¿De qué foto hablas?

-He estado revisando tu celular mientras estabas inconsciente. Me refiero a una foto de esta misma tarde, donde aparece una chica en bikini. Supongo que será una de tus alumnas. ¿Acaso eres uno de esos profesores pervertidos que tienen fantasías húmedas con sus pupilas?

Aquella acusación carecía de fundamento, pero Andrés decidió mentir:

-¡Pues así es! Sé que está mal, pero no puedo remediarlo. Estoy enamorado de esa chica.

-¡Qué interesante! Entonces supongo que querrás despedirte de ella antes de morir. ¿Qué tal si te traigo su cabeza? Así te marcharás bien acompañado al Infierno.

-¡Jamás te diré dónde vive!

-Ni falta que hace. Seguro que en tu agenda escolar tienes los datos de todos tus alumnos, incluidas sus fotos y direcciones.

Tras encontrar la dirección de Helena, Alberto dejó a Andrés en el apartamento bien atado y amordazado, robó un coche y se dirigió a una casa situada en las afueras de la ciudad. Cuando llegó allí, forzó la puerta trasera y entró en la casa armado con un cuchillo. La madre de Helena estaba preparando la cena en la cocina, mientras su hija escuchaba música en su habitación. Alberto subió las escaleras sin que ninguna de las dos se percatase de que había un intruso en la casa. Cuando entró en el cuarto de la muchacha, se arrojó sobre ella, le tapó la boca y se dispuso a degollarla. Pero entonces algo que no era humano (ni tampoco un animal ordinario) entró en el cuarto por la ventana y se marchó pocos segundos después, dejando atrás el cadáver ensangrentado de Alberto. Helena resultó ilesa, pero sintió tanto miedo que se desmayó y luego no pudo recordar lo que había visto.

Las autoridades no consiguieron encontrar ni identificar al misterioso ser que había matado a Alberto. Solo Andrés hubiera podido dar una explicación al respecto, pero optó por callarse. De todas formas, nadie podría creer que Lupercus había matado a Alberto para salvar a su hija, tal como él mismo había planeado.

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