Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
Nos encontramos en una
mansión húngara a finales del siglo XIX. Aquella casa pertenecía al señor
Nagasdy, un hombre rico de origen desconocido, que llevaba poco tiempo viviendo
en la región. Nadie sabía cómo había hecho su fortuna, pero era un hombre demasiado
poderoso para preocuparse por los rumores de sus vecinos.
Uno de sus criados era
un niño de catorce años llamado Férenc, que trabajaba en las fincas y dormía en
un rincón de la cocina. Aquella noche Férenc se levantó de su lecho poco antes
de la medianoche, robó las llaves del guardia, que dormía como un bendito, y le
abrió las puertas de la casa a una muchachita de su edad, que era muy hermosa y
tenía la piel tan blanca como las nieves de los Cárpatos. Aquella niña le dio
las gracias y una moneda de oro. Luego le preguntó dónde podía encontrar un
buen cuchillo. Férenc respondió:
—Hay muchos cuchillos
en la cocina. Pero no sé para qué necesitas uno. Yo pensaba que solo querías
pasar la noche con el señor Gábor (el tal Gábor era un criado muy guapo, que
fornicaba por las noches con las chicas de la comarca).
—Ni siquiera sé quién
es ese hombre. Yo estoy aquí para matar al señor Nagasdy.
—¿A mi amo? ¿Acaso
estás loca?
—Debería estarlo
después de todo el daño que me hizo. Hace tres años él y sus hombres entraron
en mi casa, abusaron de mí y asesinaron a mi padre. Pero esta noche voy
vengarme degollándolo mientras duerme.
Entonces aparecieron
varios hombres armados, dirigidos por el dueño de la casa. Nagasdy había
recibido aquella noche un mensaje anónimo, que lo advirtió del peligro que
corría. Dijo:
—Así que estás aquí,
señorita Anna Lugosi. No has cambiado nada desde la visita que te hice hace
tres años.
Anna dijo con voz fría:
—Ciertamente nada ha
cambiado desde entonces, Anton Nagasdy. Aquel día te juré que vengaría a mi
padre y aquí estoy.
—Lástima que no puedas
hacerlo. ¡Venga, chicos! Atrapad a esa pequeña zorra y también a ese traidor de
Férenc. Luego haced con ellos lo que hacemos con todos los espías.
Uno de los hombres de
Nagasdy intentó agarrar a Anna, pero esta, que era muy rápida, consiguió huir y
desapareció entre las tinieblas de la noche. Por el contrario, Férenc fue
atrapado sin remedio. Uno de sus captores hizo ademán de degollarlo allí mismo,
pero Nagasdy le ordenó llevarlo al monte, donde sería fácil hacer desaparecer
su cadáver. Entonces el muchacho, bien atado y amordazado, fue subido a un
carro y trasladado al lugar más oscuro del bosque. Pero de pronto aparecieron
varios lobos, que asustaron a los caballos. El cochero no pudo contenerlos y el
carro acabó en las frías aguas del río.
Cuando Férenc recobró
la conciencia, Anna estaba a su lado y sus ojos brillaban como dos llamas de
fuego helado. El muchacho apenas tuvo fuerzas para decir:
—Tú... no eres humana.
—Ya no. Hace tres años
le ofrecí mi alma a Satanás a cambio de que me convirtiera en un vampiro, pues
de otro modo nunca podría vengar a mi padre. Juré que no descansaría hasta
beber la sangre de todos sus asesinos, empezando por Nagasdy. Pero no puedo
matar a ningún hombre bueno, pues si lo hiciera me iría al Infierno de inmediato.
Como existía la pequeña posibilidad de que Nagasdy se hubiera reformado durante
los últimos años, decidí ponerlo a prueba. Yo misma lo avisé del peligro que
corría, para ver cómo reaccionaba, pero, evidentemente, no superó el examen, ya
que sigue siendo un asesino. Perdona el chapuzón, no podía rescatarte de
otro modo. El carro había sido utilizado para transportar productos de la
huerta y aún olía a ajo, lo cual me impedía aproximarme. Tuve que llamar a los
lobos, para que espantaran a los caballos y el carro quedara bien lavado en el
río. Ahora ya no te necesito para entrar en la casa de Nagasdy, de modo que
aquí se separan nuestros caminos. Pero antes de nada un beso para que me
perdones.
Anna besó la boca de
Férenc con sus labios fríos y se marchó. Él no volvió a ver a la niña vampiro,
pero recordó aquel beso durante toda su vida.
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