Aquella mañana un hombre de mediana edad llamó al timbre de una lujosa mansión, situada en las afueras de cierta ciudad española. Le abrió la puerta una hermosa mujer de tez pálida y cabello castaño, que no aparentaba más de treinta años. La dueña de la casa, que parecía bastante nerviosa e incluso asustada, miró con recelo al desconocido y le preguntó bruscamente:
—¿Quién es usted y qué desea?
—Soy el inspector Javier Ortega de la Policía Nacional. ¿Es usted la doctora María Teresa Vázquez?
—En efecto. Aunque puede llamarme Maite, si lo prefiere.
—Creo que usted tiene un hijo llamado Ruy, alumno de secundaria en el colegio de Santa Cecilia.
Aunque aquella mujer parecía demasiado joven para ser madre de un adolescente, dio una respuesta afirmativa. Ortega le comunicó con tono compungido:
—Debo comunicarle que su hijo ha sido acusado de cometer una masacre en su colegio esta misma mañana. La única superviviente es una joven profesora, a la cual su hijo dejó con vida para someterla a abusos sexuales. En realidad, lo único que tenemos contra él es la palabra de esa chica, que ha sufrido un fuerte trauma emocional. Por tanto, tiene usted todo el derecho del mundo a rechazar su testimonio, al menos hasta que la policía científica pueda ratificarlo.
Maite interrumpió al policía y le dijo con tono frío:
—Pueden creer todo lo que diga esa muchacha. Mi hijo ya no es un ser humano, sino un demonio. Y yo tengo la culpa de todo.
—Disculpe. ¿Está usted hablando en sentido literal?
—Puede estar seguro de que sí.
—¿Podría darme más detalles? Comprenda que se trata de algo muy difícil de creer.
—He guardado el secreto durante mucho tiempo, pero ahora ya no importa. Durante mi juventud me interesé por la magia y usé mi fortuna para adquirir el Codex Satanicus, un famoso libro de magia negra. Usando sus hechizos pude invocar a uno de esos poderes primordiales que solemos llamar “demonios”. Ese ser y yo hicimos un pacto: le permití plantar su semilla en mi cuerpo a cambio de que él retrasara mi proceso de envejecimiento. Por eso aparento diez años menos de los que tengo realmente.
—Y, si no he entendido mal, Ruy es el fruto de su unión con ese... demonio.
—En efecto. Durante toda su infancia fue un niño bueno y cariñoso, pero ayer se reveló súbitamente su naturaleza demoníaca y ya no puedo controlarlo.
—¿Sabe usted dónde podría hallarse su hijo en estos momentos?
—Creo que sí. Pero antes de enviar allí a sus agentes, le ruego que me dé una oportunidad para detenerlo sin derramamiento de sangre. Aún conservo el libro que he mencionado. En sus páginas figura un hechizo que podría exorcizar al espíritu maligno que posee a mi hijo. Pero me temo que solo será efectivo si lo leo yo misma y si Ruy está lo suficiente cerca para oírlo
—Entonces, ¿está dispuesta a ir allí con su libro? ¿No será muy arriesgado?
—Para mí no. Si Ruy quisiera matarme, ya lo habría intentado.
Tras pedirle a Ortega que la esperara en el vestíbulo, Maite bajó a un cuarto secreto del sótano, cuya existencia solo ella conocía. Poco después salió de la mansión llevando en sus manos un viejo libro y subió al coche de Ortega, que se dirigió rápidamente hacia la casa donde se había refugiado Ruy.
Entraron por la puerta trasera (ella tenía la llave) y encontraron a Ruy descansando tranquilamente en el salón. Nada más verlo, Maite abrió su libro en la página donde figuraba el hechizo, pero antes de que pudiera leerlo Ortega sacó una pistola y le dijo:
—¡Calladita, nena! Y dame ese libro si no quieres que te vuele la cabeza.
Maite comprendió que había caído en una trampa, pero, como no tenía otra opción, obedeció a Ortega sin decir nada. Tras arrebatarle su libro, el falso inspector la ató y amordazó con cinta adhesiva. Entonces Ruy se acercó a ellos con una sonrisa sarcástica en los labios. Acarició con falsa ternura las trémulas mejillas de su madre y le dijo con voz melosa:
—Te has dejado engañar por Ortega, mamá. Él no es policía, sino un profesor del colegio, que accedió a servirme a cambio de ciertos ofrecimientos. Su placa y su pistola proceden de un verdadero policía al que matamos esta mañana. Yo quería saber dónde guardabas el libro y, como sabía que nunca me lo dirías, opté por organizar esta pequeña farsa. Ortega ha hecho bien su trabajo, pero ahora ya no lo necesito para nada.
Ruy sacó su pistola y disparó fríamente sobre Ortega, cuya arma siempre había
estado descargada. A continuación, abrió el Codex Satanicus y leyó una
invocación dirigida al demonio que lo había engendrado. Pronunció en voz alta
estas palabras: “ven a mí desde tu reino oscuro para tomar mi cuerpo y mi alma,
gran Ix-Tab”. Proferido el ensalmo, se oyó la horrenda carcajada de un ser
invisible. Aún resonaban sus ecos cuando Ruy se desplomó, lívido como un
muerto. Maite no pudo reprimir un estremecimiento cuando lo vio caer, aunque
había sido ella misma quien había planeado aquella añagaza. Previendo que
Ortega podía ser un traidor, mientras se hallaba en el sótano había alterado el
texto del hechizo, para que resultara mortal si lo leía alguien que no fuera
ella misma. Solo había tenido que borrar una letra para sustituir el nombre del
demonio al que pretendía llamar Ruy por el de la diosa maya de la muerte.
Poco después Ruy recobró la conciencia y se levantó.
Aunque estaba muy pálido y confuso, parecía completamente ileso. Para alivio de
Maite, Ix-tab solo le había arrebatado a Ruy su alma demoníaca, mientras que su
esencia humana no había sufrido daños. El muchacho desató a su madre, le quitó
la mordaza y le preguntó:
—Mamá, ¿qué ha pasado? ¡No recuerdo nada!
Maite lo abrazó y le dijo:
—No ha pasado nada
que valga la pena recordar.
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.