EXPERIENCIAS INQUIETANTES DE ESCRITORES

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Ninfas y sátiro, de William-Adolphe Bouguereau (fuente: Wikimedia Commons).

Es sabido que leer o escribir cuentos fantásticos no implica necesariamente creer en lo sobrenatural. Resulta significativo que la literatura de terror naciera a finales del siglo XVIII, precisamente cuando el pensamiento racionalista vivía una época de auge. Aquellos escépticos lectores y escritores de novela gótica, con toda seguridad, hubieran podido adoptar como lema esta famosa frase de Madame du Deffand: “yo no creo en fantasmas, pero les tengo miedo”. Desde entonces ha habido posturas muy diferentes entre los artífices de fantasías literarias, desde las creencias espiritistas de Conan Doyle hasta el materialismo científico de Lovecraft, pasando por el catolicismo de Tolkien. Pero, dejando aparte sus creencias o increencias, algunos de esos autores nos han legado relatos verídicos de experiencias personales, que, si bien admiten una explicación racional (sugestión, alucinaciones, etc.), pueden considerarse turbadoras. Para este artículo he seleccionado tres de esas experiencias: una de Algernon Blackwood (el hecho verídico que inspiró su cuento de fantasmas La casa vacía), otra de Lovecraft (una experiencia infantil que contrasta con el ateísmo de su edad adulta) y finalmente una tercera de Robert Ervin Howard (relativa a la génesis de Conan el Bárbaro). Que cada lector extraiga sus propias conclusiones al respecto.

Permanecí en vela para ver un fantasma, con una mujer a mi lado cuyo rostro arrugado se estiró de repente como la cara de un niño, asustándome más que el espectro que nunca llegué a ver en realidad.

Algernon Blackwood, cita extraída de un artículo de Eldiario.es.

A los siete u ocho años yo era un auténtico pagano, tan embriagado con la belleza de Grecia que alcancé una semicreencia en los viejos dioses y los espíritus naturales. Llegué a construir literalmente, altares a Pan, Apolo y Atenea, y a vigilar los bosques y los campos en el atardecer con la esperanza de sorprender a las dríadas y a los sátiros. Una vez creí firmemente haber sorprendido a una especie de criaturas selváticas, danzando bajo los robles otoñales; una especie de «experiencia religiosa», tan auténtica en su género como los éxtasis subjetivos de un cristiano. Si un cristiano me dice que ha «sentido» la realidad de su Jesús o Yahvé, puedo contestarle que yo he VISTO al Pan de pezuñas hendidas y a los hermanos de la hespérica Phäethusa.

H. P. Lovecraft, cita extraída de la página web El hombre aproximativo.

Si bien no llegó tan lejos como para creer que los relatos están inspirados por espíritus o poderes ocultos (aunque me opongo a negar nada categóricamente), en ocasiones me he preguntado si es posible que ciertas fuerzas desconocidas del pasado o del presente —o incluso del futuro— actúen a través del pensamiento y de los actos de hombres vivos. Esto se me ocurrió especialmente mientras escribía las primeras historias de la serie de Conan. Recuerdo que no se me había ocurrido ninguna idea en varios meses y me sentía absolutamente incapaz de escribir algo publicable. Entonces dio la impresión de que de repente ese Conan empezaba a crecer en mi cabeza sin grandes esfuerzos por mi parte, e inmediatamente comenzó a fluir un aluvión de relatos de mi pluma —o, mejor dicho, de mi máquina de escribir— casi sin dificultad. No tenía la sensación de estar creando, sino de estar contando cosas que habían ocurrido. Un episodio sucedía a otro con tal rapidez que apenas podía mantener el ritmo. Durante varias semanas no hice más que escribir las aventuras de Conan. El personaje tomó plena posesión de mi mente y no me permitió hacer otra cosa que escribir su historia. Cuando intenté deliberadamente escribir sobre otros temas, no pude hacerlo. No pretendo dar a esto una explicación esotérica o secreta, sino que me limito a los hechos. Hasta el día de hoy sigo escribiendo los relatos de Conan con más energía y lucidez que los de mis otros personajes. Pero probablemente llegue el momento en que de pronto me sienta incapaz de escribir de manera convincente acerca de Conan. Esto ha ocurrido anteriormente con casi todos mis personajes; de repente me siento incapaz de concebir una sola idea, como si aquel hombre hubiera estado agazapado detrás de mí guiándome en el trabajo y de improviso se diera media vuelta y se marchara, dejándome solo en busca de otro personaje.

Robert Ervin Howard, cita extraída de una carta de Howard a C. A. Smith, publicada por Sprague de Camp en el prólogo de Conan. Traducción extraída de Lectulandia.


EL LAGO (EDGAR ALLAN POE)

Texto: Edgar Allan Poe, adaptado por Javier Fontenla. 

Imagen: Carlos Miranda.

Durante los años primaverales de mi juventud, no había en todo el ancho mundo lugar que pudiera disputarle mi amor a la adorable soledad de un lago salvaje, rodeado por oscuras rocas y altos pinos que se cernían sobre sus orillas.

Pero, cuando la noche tendía su velo por doquier y el viento murmuraba sus místicas canciones, entonces se despertaba en mí el temor hacia aquel lago solitario.

Sin embargo, aquel temor no era miedo, sino un escalofrío placentero, una sensación que no podría expresar o definir a cambio de ningún tesoro ni de ningún amor, aunque ese amor fuese el tuyo.

La muerte residía en sus letales ondas y sus remolinos custodiaban una tumba para aquel que buscara un remedio a sus tristes pensamientos, para aquel cuya alma solitaria pudiera hallar un Edén en aquel lago tenebroso.

(Nota del traductor: Se dice que este poema de Poe fue inspirado por el lago Drummond, situado en el estado de Virginia. Según una leyenda local, dicho lago está embrujado por los espíritus de dos jóvenes indios: una muchacha que murió el día de su boda y su novio, que se arrojó al agua tras ver al espíritu de su amada remando sobre su superficie.)


LOS TRES MOSQUETEROS DE WEIRD TALES


Reedito este artículo como doble homenaje a Clark Ashton Smith (nacido el viernes 13 de enero de 1899) y a Robert Ervin Howard (nacido el 22 de enero de 1906)
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Thor golpeando a la serpiente gigante, de Johann Heinrich Fuseli.

En la América de los años veinte y treinta se produjo la eclosión de las revistas pulp, que por poco precio (eran los tiempos de la Gran Depresión) ofrecían a sus lectores relatos sin demasiadas pretensiones literarias, pero que respondían perfectamente a los gustos de la época. Cada revista se especializaba en un género concreto: la aventura, los detectives, la ciencia-ficción y, en el caso de Weird Tales (expresión traducible por “Cuentos Extraños”), la fantasía oscura. El escritor norteamericano Lyon Sprague de Camp llamó en cierta ocasión “los tres mosqueteros de Weird Tales” a los autores de la revista que más recordamos actualmente (aunque en su época no siempre fueron los más exitosos).

Quizás el más importante de los tres fue Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), maestro de la literatura macabra y en sus últimos años también importante autor de ciencia-ficción. A pesar de ser un devoto admirador de Poe y de los novelistas góticos, Lovecraft tuvo el mérito de renovar el género macabro con la creación de una mitología particular, centrada en libros malditos, cultos ancestrales y lugares embrujados. En el mundo lovecraftiano acechan las sombras de dioses terribles, que gobernaron el mundo hace millones de años, mucho antes de que existiera la Humanidad, y que esperan desde las tinieblas el momento adecuado para recuperar su hegemonía. El protagonista típico de Lovecraft es un erudito o investigador, demasiado amigo de meterse donde no lo llaman... y que acaba pagando con creces su exceso de curiosidad. Probablemente las obras más conocidas de Lovecraft son La llamada de Cthulhu y El horror de Dunwich, ambas publicadas precisamente en Weird Tales.

Robert Ervin Howard (1906-1936) apenas vivió treinta años (se suicidó con un revólver por no poder asumir la muerte de su madre), pero tuvo tiempo de escribir numerosos relatos, entre los cuales destacan aquellos que pertenecen al género fantástico. Al igual que Lovecraft, con quien mantuvo una intensa relación epistolar, Howard escribió cuentos de terror y fantasía oscura, pero sus protagonistas no suelen ser investigadores demasiado curiosos, sino poderosos guerreros de tiempos pasados, capaces de enfrentarse con valor a todos los horrores que encuentran en su camino. Esa mezcla de terror y aventuras puede apreciarse en las historias de su personaje más famoso, Conan el Bárbaro, un guerrero prehistórico destinado a convertirse en un icono de la cultura popular, así como en el principal referente de un nuevo género: la fantasía heroica, también llamada “espada y brujería”.

Clark Ashton Smith (1899-1961) es actualmente el menos conocido de estos autores, a pesar de sus indudables méritos literarios. Al contrario que Lovecraft y Howard, Smith, más interesado en la poesía y en las artes plásticas que en la narrativa, no aportó grandes novedades al género fantástico ni creó ningún mito de la cultura popular, pero poseía una singular imaginación macabra y un envidiable estilo literario. Tal como dijo de Camp, “desde Poe nadie había amado un cadáver putrefacto tanto como él”. Su morbosa fantasía le permitió crear mundos fantásticos de maravilla y terror, algunos ambientados en un pasado remoto (Hiperbórea, Averoigne…) y otros en un futuro igualmente lejano (Zothique). En esos mundos pueden encontrarse toda clase de horrores (demonios y monstruos prehistóricos en Hiperbórea, vampiros y licántropos en Averoigne, nigromantes y muertos vivientes en Zothique, etc.). Al igual que Howard, Smith mantuvo relaciones epistolares con Lovecraft y también recibió su influencia en algunos de sus relatos (para ser exactos, fue una influencia mutua, pues Lovecraft incorporó a su mitología particular dioses y libros prohibidos inventados por Smith).


LA MUÑEQUITA DE TRAPO (CUENTO)

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: The Turtle Dove, pintura de Sophie G. Anderson, tomada de Wikimedia Commons.

Durante mucho tiempo la muñequita estuvo sola y olvidada en un cuarto vacío, hasta que los dueños de la casa decidieron deshacerse de ella, pues solo servía para revivir recuerdos tristes. Arrancaron de su vestido una vieja tarjeta de felicitación, donde aún podía leerse “para Annie, feliz cumpleaños”, y se la regalaron a un vecino pobre, que vivía de vender objetos de segunda mano en los mercadillos callejeros.

Como se acercaban las fiestas navideñas, un hombre andaba buscando regalos para sus dos niñas. A su hija mayor, que se llamaba Sarai, le regaló un móvil, pero a la pequeña Amanda le compró una muñequita de trapo que encontró en un puesto de la calle. Ni él mismo podría explicar por qué eligió aquella vieja muñeca de segunda mano en vez de una nueva. Quizás fue porque aquella tarde caía una ligera llovizna sobre la ciudad y las gotas que resbalaban sobre las mejillas de la muñequita parecían lágrimas, como si aquel pobre juguete llorara de soledad. Lo cierto es que Amanda aceptó encantada aquella muñeca, a la cual, con inocencia infantil, adjudicó rápidamente un nombre de persona: Annie. Cuando sus padres le preguntaron por qué había escogido aquel nombre, Amanda, muy seria, les respondió que no lo había elegido ella, sino que se lo había dicho la misma muñeca. Y además añadió que Annie le contaba muchas cosas de cuando ella todavía no era una muñeca de trapo, sino una niña de carne y hueso, como la misma Amanda. Entonces sus padres sonrieron y no dijeron nada, pues sabían que su hija era una niña muy fantasiosa. Por el contrario, Sarai (que iba a cumplir trece años y, por tanto, ya se consideraba mayor) no perdía ocasión de burlarse de su hermanita, a la cual llamaba tonta por hablar con muñecas. Así comenzaron muchas peleas entre las dos niñas, a menudo acompañadas de mutuos lanzamientos de ropa y de otras muestras de hostilidad, que los sufridos padres tenían que detener riñendo seriamente a ambas contendientes. La madre, preocupada, le sugirió a su marido que sería mejor deshacerse de Annie, para que Amanda dejara de imaginar cosas raras. Pero a él le pareció una idea muy cruel y se limitó a encoger los hombros sin decir nada.

Una fría tarde otoñal, mientras las niñas estaban solas en la casa, entró un ladrón forzando la puerta. Sarai, que estaba estudiando en su cuarto y de paso escuchando música con los auriculares, no se enteró de nada. Amanda, que se hallaba en el salón jugando (y quizás hablando) con Annie, sí que advirtió la presencia del intruso, pero este la atrapó y le tapó la boca con la mano. Entonces sonó un grito que se oyó en todo el edificio. El ladrón, asustado, soltó a Amanda y huyó de la casa a toda prisa, no sin antes darle un buen empujón a la sorprendida Sarai, quien había salido de su cuarto para ver qué pasaba. Amanda aseguró que había sido Annie quien había gritado al verla en peligro, pero, naturalmente, nadie le hizo caso. Harto ya de tantas fantasías, su padre, aunque de mala gana, decidió deshacerse de la muñeca. Mientras Amanda estaba en la escuela, agarró a Annie y la abandonó en un vertedero de las afueras. Aquella noche cayó un fuerte aguacero sobre la ciudad y una riada arrastró a la pobre muñequita hacia el olvido. Antes de que desapareciera para siempre, unas gotas de lluvia, o quizás lágrimas, resbalaron sobre sus tristes mejillas de trapo. Pero allí ya no había nadie para verlas.


LA HISTORIA DE EOS

 


Texto: Javier Fontenla. Autor del collage pictórico: Carlos Miranda, a partir de cuadros de Jules-Louis-Philippe Coignet y J. W. Waterhouse.

Esto sucedió en una época olvidada de la Antigüedad. Entonces vivía en Asia Menor un poderoso guerrero llamado Hecateo, cuya esposa Casandra había muerto a causa de una misteriosa enfermedad. Poco después del funeral, Eos, la única hija del matrimonio, empezó a mostrar síntomas de la misma enfermedad que había matado a su madre. Un día Hecateo, desesperado, abandonó la ciudad, supuestamente para ir en peregrinaje al templo de Apolo, donde rezaría por la curación de su amada hija.

Lagina, una bruja que odiaba a Hecateo y a toda su familia, aprovechó la ausencia del guerrero para vengar una vieja afrenta. Se puso en contacto con unos rufianes y les dijo:

-Raptad a la niña mientras su padre está fuera y llevadla a la lejana Cólquide. A su rey le encantará tener como esclava a la hija del general que le ha infligido tantas derrotas.

-Sí, pero cuando su padre se entere irá a buscarla.

-No podrá, pues le he tendido una trampa mortal. Y antes de acabar con él le haré creer que su hija está muerta, para que la desesperación anule sus facultades.

Lagina robó el cadáver de una niña fallecida pocos días antes y usó la magia para alterar sus rasgos, haciéndolos idénticos a los de Eos. A la noche siguiente le mostró el cadáver a Hecateo y le aseguró que ella misma había asesinado a su hija, dando así inicio a una venganza que duraría siglos. Pero esa es la historia de Hecateo y aquí estamos contando la de Eos.

La pobre muchacha fue encerrada en la bodega de un barco, que partió rumbo a la lejana Cólquide.  Pero durante el trayecto la nave fue atacada por unos piratas especialmente feroces, cuyo líder era una mujer llamada Deyanira. Cuando esta encontró a Eos, le preguntó:

-¿Qué hace una chiquilla como tú en un barco como este? ¿Eres una esclava?

Aunque débil y asustada, Eos no había perdido su orgullo y respondió:

-¡Yo no soy ninguna esclava! Estoy aquí porque esos hombres me secuestraron, pero no se hubieran atrevido a hacerlo si mi padre hubiera estado conmigo. Me llamo Eos y soy la hija del general Hecateo.

Muchos años antes Hecateo le había salvado la vida a Deyanira, quien podía ser despiadada, pero no desagradecida. Le dedicó a Eos una sonrisa y le dijo:

-En ese caso, te devolveré a tu casa lo antes posible. Y además lo haré gratis.
Ignorando las protestas de sus subordinados, que sin duda hubieran preferido usar a Eos como mercancía, Deyanira ordenó poner rumbo a la ciudad donde vivía Hecateo, una vez que los vientos fueron favorables. Pero al llegar allí supo que el general había desaparecido misteriosamente durante su viaje de peregrinación. En la ciudad se daba por hecho que había muerto y el nuevo líder del ejército era uno de sus rivales más enconados. Deyanira pensó:

-No le haría ningún favor a Eos devolviéndola a esta ciudad, donde ya no tiene ningún pariente vivo. Además, el nuevo general del ejército sería capaz de matarla solo porque lleva la sangre de su viejo enemigo. Será mejor que me la lleve conmigo.

Eos lloró durante días al saber que había perdido a su padre, pero Deyanira, generalmente poco maternal, la trató con mucho cariño y finalmente consiguió que la aceptara como amiga. Aunque el paso del tiempo consiguió aliviar en parte la tristeza de Eos, no sucedió lo mismo con el mal que la aquejaba, pues este era cada vez más fuerte y todo parecía indicar que la niña no viviría mucho tiempo.
Mientras tanto, uno de los piratas decidió robar un precioso colgante que Eos siempre llevaba consigo, incluso cuando dormía. La niña lo había heredado de su madre, a quien se lo había regalado su “querida amiga” Lagina con ocasión de su matrimonio. Aquella joya tenía como adorno una extraña piedra preciosa, distinta de todas las gemas conocidas y que sin duda alcanzaría un buen precio en los mercados de Asia. Mientras Deyanira y sus compañeros dormían tras una noche de borrachera, el pirata entró furtivamente en el camarote de Eos. Su idea era amordazar a la niña, arrancarle el colgante del cuello y huir del barco en un bote antes de que los demás se despertaran. Tal como había planeado, le tapó la boca a Eos para ahogar sus gritos y le palpó el pecho en busca del colgante. Pero entonces fue él quien emitió un sonoro grito, que despertó a toda la tripulación del barco. El pirata, viéndose acorralado, intentó huir llevándose a Eos como rehén, pero sus fuerzas le fallaron y se desplomó pálido como un muerto. Cuando Deyanira se acercó para rematarlo, vio que una enorme araña se había adherido a su antebrazo derecho y que le estaba chupando la sangre con avidez, hinchándose a medida que absorbía el preciado jugo. Tras aplastar a la araña y poner fin a la agonía del traidor, Deyanira abrazó a la asustada Eos para tranquilizarla. Y entonces comprendió que la niña nunca había estado enferma: aquella araña, que de día parecía una piedra preciosa, se despertaba por las noches para suministrarle pequeñas dosis de veneno mientras dormía, tal como había hecho antes con su madre. Cuando el pirata tocó al arácnido, este, furioso o asustado, le propinó una picadura más profunda y prolongada de lo habitual, cuyos efectos fueron fulminantes.

Al día siguiente Deyanira y Eos, ya recuperada del susto, emprendieron un largo viaje hacia la costa cimeria, donde algunos años después la muchacha se casó con el hijo de su protectora, dando inicio a una larga estirpe de grandes héroes.


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