LOS RECUERDOS DE CIMERIA

 


Texto: Robert Ervin Howard y Javier Fontenla (adaptación). Imagen: Pixabay.

Una brumosa mañana de otoño, mientras caminaba por los montes de Mende entre pinos de oscuros troncos y rocas teñidas de musgo, oí cantar esta canción a los espíritus del bosque.

Recuerda los oscuros pinos que crecían en las laderas de las colinas, las grisáceas neblinas que siempre cubrían el cielo, los melancólicos ríos que fluían silenciosos, el viento que silbaba entre las colinas... Aquella era nuestra triste tierra, donde los árboles sin hojas se estremecían agitados por el cierzo, donde los negros bosques extendían sus sombras hasta el fin del mundo. Hemos olvidado nuestros nombres, mas aún recordamos, como sombras de un sueño, la vieja hacha y las armas de piedra, las cacerías y las batallas. También recordamos el silencio de nuestra tierra oscura, las nubes que cubrían las colinas, las sombras de los bosques sin fin. Así era Cimeria, la tierra de las tinieblas y de la noche eterna. ¿Cuántas veces más tendremos que morir para olvidar estos recuerdos, que hacen de nosotros fantasmas de tiempos olvidados? Pues en nuestros corazones siempre encontraremos los sueños de Cimeria, la tierra de las tinieblas y de la noche eterna”.

Entonces cantó un pájaro, los espíritus callaron y yo seguí caminando.

LOS OJOS DEL KARMA (MICRORRELATO)



O río levaba uns ollos...

Álvaro Cunqueiro

El río arrastraba ojos fríos como la Muerte, cuya mirada cruel revivió recuerdos sepultados en los abismos de mi alma. En otra vida fui un gran guerrero y serví con mi espada a los reyes atlantes, soberanos de tierras más antiguas que el Tiempo. También viajé a las lóbregas junglas de Lemuria, habitadas por hombres que bramaban como bestias y por bestias que caminaban como hombres. Allí encontré un santuario misterioso, donde viejos dioses dormían su sueño eterno bajo los cimientos de criptas olvidadas. La bella sacerdotisa que custodiaba sus aras prefirió arrojarse al río antes que rendirse ante mi espada. Las aguas engulleron su carne, pero el último resplandor de sus pupilas me infligió una herida inmortal en el corazón. ¡Por muchas vidas que viva, jamás podré huir de sus ojos!

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

EL BAKENEKO (MICRORRELATO)

 

A mediados del siglo XIX tuvieron lugar en Hokkaido unos misteriosos asesinatos, que las gentes sencillas atribuyeron al Bakeneko, el gato-vampiro de las leyendas japonesas. Los cadáveres de varios hombres habían aparecido tendidos sobre charcos de sangre, con heridas en el cuello semejantes a las que podrían infligir los colmillos de una fiera. También las huellas que se veían cerca de los cadáveres parecían pertenecer a un enorme felino de especie desconocida. Entonces la sacerdotisa del santuario local decidió contratar a un ronin (samurái sin amo) llamado Yosuke Takeda, para que investigara el caso.
Cuando llegó al escenario del último crimen, Takeda examinó las huellas del Bakeneko, aún bien visibles sobre la capa de nieve que cubría el suelo. Examinando la distinta profundidad de algunas pisadas respecto a otras, Takeda dedujo que el Bakeneko no mataba al azar, sino que aguardaba pacientemente a sus víctimas, oculto entre los árboles. El rastro desaparecía súbitamente en la orilla de un río cercano, como si el monstruo se hubiera marchado volando. Pero el ronin tenía otras ideas:
-Toda esa leyenda del Bakeneko no es más que una estúpida superstición. Es evidente que el asesino huyó caminando sobre la superficie helada del río, donde sus huellas no quedaron marcadas. Pero un animal de gran tamaño o un hombre adulto no se atreverían a correr ese riesgo, pues el hielo no aguantaría el peso de un cuerpo voluminoso. Por otra parte, un niño nunca habría podido cometer esos crímenes, que son propios de un asesino experto. Entonces el homicida solo puede ser una mujer. Y, por lo que sé, la única muchacha de la aldea que tiene conocimientos de artes marciales es…
Cuando Takeda llegó al santuario local, no encontró a la sacerdotisa, pero sí una bolsa llena de monedas de oro, debajo de la cual había un mensaje para él:
“Honorable Takeda-sano, si está leyendo estas líneas es que ya sabe que yo soy el Bakeneko. En tal caso, usted merece su paga, igual que todas mis víctimas merecían morir por haber abusado de mí cuando era una niña pobre e indefensa. Enhorabuena y hasta nunca”.
Junto a la bolsa, Takeda vio unos guantes armados con cuchillas y unas botas de suela especial, preparadas para producir, respectivamente, heridas y huellas como las que hubiera dejado un gato gigante. Nunca más volvió a saberse de la sacerdotisa.
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

PRIMER AMOR (MICRORRELATO DE HALLOWEEN)

 

Cuando era niño, nunca pasaba mucho tiempo en el mismo lugar, pues mis padres y yo teníamos que mudarnos con bastante frecuencia. Aquel año empecé el curso en el instituto de cierta localidad costera. Un día, mientras caminaba por el pasillo del instituto durante el recreo, oí que alguien estaba tocando la flauta en el aula de música. Como me gustó mucho la melodía, me acerqué a la puerta para escucharla mejor. La flautista era una chica muy guapa, que estaba tocando completamente sola. Cuando terminó, entré en el aula para felicitarla y ella al principio me miró con desconfianza, pero luego me dio las gracias y me dedicó una sonrisa muy dulce. Yo le pregunté por qué estaba tan sola y ella me dijo:

-Porque así nadie me mira con cara de asco.

Intenté hacerme el duro y le dije con tono despreocupado:

-Yo tampoco tengo muchos amigos, pero me da igual, porque pronto me marcharé del pueblo.

Ella suspiró y dijo, con una voz muy triste:

-Yo, en cambio, no podré marcharme nunca.

Empezamos a hablar y fue así como nos hicimos amigos. Ana -así se llamaba- era una chica realmente mágica. Pasábamos juntos todos los recreos y también nos veíamos por las tardes, cuando ella salía a pasear por el bosque. La gente nos miraba mal, pues al parecer la familia de Ana gozaba de pocas simpatías en el pueblo, pero eso a mí no me importaba.

Desgraciadamente, nuestra felicidad compartida terminó cuando empezaron las vacaciones navideñas. Entonces Ana dejó de salir y ya no contestaba a mis llamadas. Pero yo necesitaba verla al menos una vez más, porque en enero me mudaría a la ciudad y no quería irme del pueblo sin despedirme de ella. Fui a su casa varias veces, pero nadie me abrió la puerta. Cuando me harté de llamar al timbre, decidí preguntarle a una señora que pasaba por allí si conocía a la familia de Ana. La buena mujer se sorprendió al escucharme, pues, según me dijo, allí no vivía nadie desde hacía varios años. El dueño de la casa, un hombre huraño sobre el cual circulaban rumores particularmente siniestros, se había suicidado tras asesinar a toda su familia: su esposa y una niña de quince años, cuyo nombre no recordaba. Entonces comprendí que no me miraban mal porque me vieran caminar con Ana, sino porque me oían hablar solo durante mis paseos por el bosque. Ya no volví a verla: como dice un personaje de Hamlet, los espíritus no aparecen en Navidad.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Si quieres leer una versión de la historia más larga, compleja y emotiva, puedes encotrarla en nuestra antología "Amor Oscuro", disponible en Amazon y muy recomendable para estas fechas (para cualquier fecha, mejor dicho).


EL LOBO

 

Hace muchos años, cuando terminé la carrera de Magisterio, fui destinado a la escuela de una pequeña villa gallega, perdida en medio de las montañas. Una vez allí, me hospedé en la mansión de doña Socorro, una viuda de buena familia que vivía con su hija Elvira y con una criada ya vieja, Eudoxia. Debo confesar que yo estaba muy enamorado de la hermosa Elvira, si bien ella apenas parecía consciente de mi humilde existencia. Poco después de mi llegada, en los aledaños de la villa empezaron a aparecer animales muertos, con la garganta destrozada a mordiscos y sin una gota de sangre en el cuerpo. Al parecer, había lobos en el bosque y doña Socorro, asustada, le mandó a su hija llevar puesto un crucifijo de plata, que supuestamente tenía el poder de espantar a las cosas malas, tanto las de este mundo como las del Más Allá. La muchacha acató su mandato, que, por otra parte, no parecía agradarle demasiado, como si se avergonzara de tener una madre tan supersticiosa. Durante algunos días dejaron de aparecer animales muertos. Parecía que los lobos se habían marchado, pero una noche, mientras cenábamos, escuchamos un ruido procedente del patio. Abrimos la ventana y la luz lunar nos mostró un lobo muy grande, que acababa de matar al perro de doña Socorro. Yo me ofrecí a matarlo y agarré una escopeta que había pertenecido al difunto padre de Elvira. Esta, con el permiso de su madre, me prestó su crucifijo para que me diera suerte. Cuando salí al patio, el lobo ya había marchado. Me planteé ir en su persecución, pero entonces oí gritar a doña Socorro y a Eudoxia. Entré en la casa a toda prisa y hallé a ambas mujeres lívidas como muertas, mirando la ventana abierta con ojos desencajados. Les pregunté qué había pasado, pero apenas fueron capaces de murmurar incoherencias. Elvira había desaparecido y nunca más volví a saber de ella. Al día siguiente volvieron a aparecer animales muertos en el bosque, pero creo que nada de eso fue obra de los lobos.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

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