Texto: Robert Ervin Howard y Javier Fontenla (adaptación). Imagen: Pixabay.
Una brumosa mañana de otoño, mientras caminaba por los montes de Mende entre pinos de oscuros troncos y rocas teñidas de musgo, oí cantar esta canción a los espíritus del bosque.
“Recuerda los oscuros pinos que crecían en las laderas de las colinas, las grisáceas neblinas que siempre cubrían el cielo, los melancólicos ríos que fluían silenciosos, el viento que silbaba entre las colinas... Aquella era nuestra triste tierra, donde los árboles sin hojas se estremecían agitados por el cierzo, donde los negros bosques extendían sus sombras hasta el fin del mundo. Hemos olvidado nuestros nombres, mas aún recordamos, como sombras de un sueño, la vieja hacha y las armas de piedra, las cacerías y las batallas. También recordamos el silencio de nuestra tierra oscura, las nubes que cubrían las colinas, las sombras de los bosques sin fin. Así era Cimeria, la tierra de las tinieblas y de la noche eterna. ¿Cuántas veces más tendremos que morir para olvidar estos recuerdos, que hacen de nosotros fantasmas de tiempos olvidados? Pues en nuestros corazones siempre encontraremos los sueños de Cimeria, la tierra de las tinieblas y de la noche eterna”.
Entonces cantó un pájaro, los espíritus callaron y yo seguí caminando.

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