Hace muchos años,
cuando terminé la carrera de Magisterio, fui destinado a la escuela de una
pequeña villa gallega, perdida en medio de las montañas. Una vez allí, me
hospedé en la mansión de doña Socorro, una viuda de buena familia que vivía con
su hija Elvira y con una criada ya vieja, Eudoxia. Debo confesar que yo estaba
muy enamorado de la hermosa Elvira, si bien ella apenas parecía consciente de
mi humilde existencia. Poco después de mi llegada, en los aledaños de la villa
empezaron a aparecer animales muertos, con la garganta destrozada a mordiscos y
sin una gota de sangre en el cuerpo. Al parecer, había lobos en el bosque y
doña Socorro, asustada, le mandó a su hija llevar puesto un crucifijo de plata,
que supuestamente tenía el poder de espantar a las cosas malas, tanto las de
este mundo como las del Más Allá. La muchacha acató su mandato, que, por otra
parte, no parecía agradarle demasiado, como si se avergonzara de tener una
madre tan supersticiosa. Durante algunos días dejaron de aparecer animales
muertos. Parecía que los lobos se habían marchado, pero una noche, mientras
cenábamos, escuchamos un ruido procedente del patio. Abrimos la ventana y la
luz lunar nos mostró un lobo muy grande, que acababa de matar al perro de doña
Socorro. Yo me ofrecí a matarlo y agarré una escopeta que había pertenecido al
difunto padre de Elvira. Esta, con el permiso de su madre, me prestó su crucifijo
para que me diera suerte. Cuando salí al patio, el lobo ya había marchado. Me
planteé ir en su persecución, pero entonces oí gritar a doña Socorro y a
Eudoxia. Entré en la casa a toda prisa y hallé a ambas mujeres lívidas como
muertas, mirando la ventana abierta con ojos desencajados. Les pregunté qué
había pasado, pero apenas fueron capaces de murmurar incoherencias. Elvira
había desaparecido y nunca más volví a saber de ella. Al día siguiente
volvieron a aparecer animales muertos en el bosque, pero creo que nada de eso
fue obra de los lobos.
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