EL BAKENEKO (MICRORRELATO)

 

A mediados del siglo XIX tuvieron lugar en Hokkaido unos misteriosos asesinatos, que las gentes sencillas atribuyeron al Bakeneko, el gato-vampiro de las leyendas japonesas. Los cadáveres de varios hombres habían aparecido tendidos sobre charcos de sangre, con heridas en el cuello semejantes a las que podrían infligir los colmillos de una fiera. También las huellas que se veían cerca de los cadáveres parecían pertenecer a un enorme felino de especie desconocida. Entonces la sacerdotisa del santuario local decidió contratar a un ronin (samurái sin amo) llamado Yosuke Takeda, para que investigara el caso.
Cuando llegó al escenario del último crimen, Takeda examinó las huellas del Bakeneko, aún bien visibles sobre la capa de nieve que cubría el suelo. Examinando la distinta profundidad de algunas pisadas respecto a otras, Takeda dedujo que el Bakeneko no mataba al azar, sino que aguardaba pacientemente a sus víctimas, oculto entre los árboles. El rastro desaparecía súbitamente en la orilla de un río cercano, como si el monstruo se hubiera marchado volando. Pero el ronin tenía otras ideas:
-Toda esa leyenda del Bakeneko no es más que una estúpida superstición. Es evidente que el asesino huyó caminando sobre la superficie helada del río, donde sus huellas no quedaron marcadas. Pero un animal de gran tamaño o un hombre adulto no se atreverían a correr ese riesgo, pues el hielo no aguantaría el peso de un cuerpo voluminoso. Por otra parte, un niño nunca habría podido cometer esos crímenes, que son propios de un asesino experto. Entonces el homicida solo puede ser una mujer. Y, por lo que sé, la única muchacha de la aldea que tiene conocimientos de artes marciales es…
Cuando Takeda llegó al santuario local, no encontró a la sacerdotisa, pero sí una bolsa llena de monedas de oro, debajo de la cual había un mensaje para él:
“Honorable Takeda-sano, si está leyendo estas líneas es que ya sabe que yo soy el Bakeneko. En tal caso, usted merece su paga, igual que todas mis víctimas merecían morir por haber abusado de mí cuando era una niña pobre e indefensa. Enhorabuena y hasta nunca”.
Junto a la bolsa, Takeda vio unos guantes armados con cuchillas y unas botas de suela especial, preparadas para producir, respectivamente, heridas y huellas como las que hubiera dejado un gato gigante. Nunca más volvió a saberse de la sacerdotisa.
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

PRIMER AMOR (MICRORRELATO DE HALLOWEEN)

 

Cuando era niño, nunca pasaba mucho tiempo en el mismo lugar, pues mis padres y yo teníamos que mudarnos con bastante frecuencia. Aquel año empecé el curso en el instituto de cierta localidad costera. Un día, mientras caminaba por el pasillo del instituto durante el recreo, oí que alguien estaba tocando la flauta en el aula de música. Como me gustó mucho la melodía, me acerqué a la puerta para escucharla mejor. La flautista era una chica muy guapa, que estaba tocando completamente sola. Cuando terminó, entré en el aula para felicitarla y ella al principio me miró con desconfianza, pero luego me dio las gracias y me dedicó una sonrisa muy dulce. Yo le pregunté por qué estaba tan sola y ella me dijo:

-Porque así nadie me mira con cara de asco.

Intenté hacerme el duro y le dije con tono despreocupado:

-Yo tampoco tengo muchos amigos, pero me da igual, porque pronto me marcharé del pueblo.

Ella suspiró y dijo, con una voz muy triste:

-Yo, en cambio, no podré marcharme nunca.

Empezamos a hablar y fue así como nos hicimos amigos. Ana -así se llamaba- era una chica realmente mágica. Pasábamos juntos todos los recreos y también nos veíamos por las tardes, cuando ella salía a pasear por el bosque. La gente nos miraba mal, pues al parecer la familia de Ana gozaba de pocas simpatías en el pueblo, pero eso a mí no me importaba.

Desgraciadamente, nuestra felicidad compartida terminó cuando empezaron las vacaciones navideñas. Entonces Ana dejó de salir y ya no contestaba a mis llamadas. Pero yo necesitaba verla al menos una vez más, porque en enero me mudaría a la ciudad y no quería irme del pueblo sin despedirme de ella. Fui a su casa varias veces, pero nadie me abrió la puerta. Cuando me harté de llamar al timbre, decidí preguntarle a una señora que pasaba por allí si conocía a la familia de Ana. La buena mujer se sorprendió al escucharme, pues, según me dijo, allí no vivía nadie desde hacía varios años. El dueño de la casa, un hombre huraño sobre el cual circulaban rumores particularmente siniestros, se había suicidado tras asesinar a toda su familia: su esposa y una niña de quince años, cuyo nombre no recordaba. Entonces comprendí que no me miraban mal porque me vieran caminar con Ana, sino porque me oían hablar solo durante mis paseos por el bosque. Ya no volví a verla: como dice un personaje de Hamlet, los espíritus no aparecen en Navidad.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

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EL LOBO

 

Hace muchos años, cuando terminé la carrera de Magisterio, fui destinado a la escuela de una pequeña villa gallega, perdida en medio de las montañas. Una vez allí, me hospedé en la mansión de doña Socorro, una viuda de buena familia que vivía con su hija Elvira y con una criada ya vieja, Eudoxia. Debo confesar que yo estaba muy enamorado de la hermosa Elvira, si bien ella apenas parecía consciente de mi humilde existencia. Poco después de mi llegada, en los aledaños de la villa empezaron a aparecer animales muertos, con la garganta destrozada a mordiscos y sin una gota de sangre en el cuerpo. Al parecer, había lobos en el bosque y doña Socorro, asustada, le mandó a su hija llevar puesto un crucifijo de plata, que supuestamente tenía el poder de espantar a las cosas malas, tanto las de este mundo como las del Más Allá. La muchacha acató su mandato, que, por otra parte, no parecía agradarle demasiado, como si se avergonzara de tener una madre tan supersticiosa. Durante algunos días dejaron de aparecer animales muertos. Parecía que los lobos se habían marchado, pero una noche, mientras cenábamos, escuchamos un ruido procedente del patio. Abrimos la ventana y la luz lunar nos mostró un lobo muy grande, que acababa de matar al perro de doña Socorro. Yo me ofrecí a matarlo y agarré una escopeta que había pertenecido al difunto padre de Elvira. Esta, con el permiso de su madre, me prestó su crucifijo para que me diera suerte. Cuando salí al patio, el lobo ya había marchado. Me planteé ir en su persecución, pero entonces oí gritar a doña Socorro y a Eudoxia. Entré en la casa a toda prisa y hallé a ambas mujeres lívidas como muertas, mirando la ventana abierta con ojos desencajados. Les pregunté qué había pasado, pero apenas fueron capaces de murmurar incoherencias. Elvira había desaparecido y nunca más volví a saber de ella. Al día siguiente volvieron a aparecer animales muertos en el bosque, pero creo que nada de eso fue obra de los lobos.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

ANA (MICRORRELATO)

 

Cuando empecé a trabajar como profesor interino, fui destinado al instituto de una pequeña villa gallega, en cuyas inmediaciones se erguían las ruinas de una vieja casa señorial, abandonada desde hacía siglos. Una alumna llamada Ana me dijo que no debía acercarme a la casa abandonada de noche, aunque no especificó el motivo. Si mi joven pupila no me hubiera dicho nada, seguramente jamás me habría interesado por aquel viejo edificio. Pero, después de escuchar su advertencia, ese impulso irracional que Poe llamaba “espíritu de la perversidad” (otros lo llamarían estupidez) me impulsó a ir allí aquella misma noche. Cuando penetré en el lóbrego vestíbulo del caserón, sentí que algo siniestro me acechaba desde las tinieblas. Puede que solo fuera una lechuza, pero me asusté y salí de allí a toda prisa. Estuve a punto de chocar con Ana, quien en aquel preciso momento iba a entrar en la casa, con un poco de leche para unos gatitos que vivían en el desván. Cuando conseguí articular dos palabras seguidas, le pregunté si no le daba miedo entrar allí sola y ella dijo que no. “Lo que hay dentro de la casa solo tiene poder en las tinieblas, que para mí no existen. Yo puedo ver en la oscuridad”. Entonces me fijé en los ojos de Ana: brillaban en la noche como dos luciérnagas. Mi sustitución terminó a la semana siguiente y abandoné la villa sin haber resuelto los misterios que la rodeaban.

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


LA MALDICIÓN DE LOS TEUFELSTEIN (CUENTO FANTÁSTICO)

Texto: Fontenla. Imagen: Pixabay.

Tras contraer una enfermedad hereditaria que llevaba varias generaciones haciendo estragos en su familia, el conde Alfred Von Teufelstein se vio al borde de la muerte y, movido por la desesperación, juró dedicar una capilla a cada uno de los ángeles cuyo nombre se menciona en la Sagrada Escritura, en el caso de que el Cielo le concediera sobrevivir a su dolencia. Poco después la fiebre empezó a remitir y, cuando se sintió definitivamente curado, Von Teufelstein cumplió su promesa. Hizo construir en su castillo tres pequeñas capillas, dedicadas respectivamente a los bienaventurados arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael. Cuando estuvieron terminadas, llamó al obispo para que las consagrara con agua bendita. Pero la misma noche de la consagración el conde recibió en su alcoba una aterradora visita, que le reprochó haberse olvidado del ángel cuyo nombre es mencionado más veces en la Biblia: Satanás, el ángel caído. Y así supo el conde que, si no le dedicaba una capilla al Diablo antes de que expirase el año, moriría irremediablemente y su alma de perjuro sería condenada al Infierno. Aterrorizado, Von Teufelstein ordenó a sus servidores edificar la capilla del Diablo en los subterráneos del castillo. La obra estuvo terminada a tiempo y el conde desterró a los albañiles, para que no divulgaran la existencia de aquella capilla diabólica. Pero faltaba consagrar dicha capilla y, naturalmente, ningún clérigo cristiano osaría bendecirla. Así pues, el conde recibió una vez más la visita del Diablo, quien le dijo que él mismo debía consagrar la capilla con la sangre de su única hija, la dulce Gretel. El conde se sintió apesadumbrado, pues amaba a su hija, pero se sometió a los designios del Maligno. Después de todo, él siempre podría tener otras hijas, pero no podía decir lo mismo de su alma. Al día siguiente, el conde se acercó a Gretel y le pidió que lo acompañara a la cripta donde se hallaba la capilla. La muchacha, como buena hija, aceptó seguir a su padre sin hacer preguntas, pero antes le recomendó beber un poco de agua fresca, pues tenía la frente bañada en sudor (algo normal, teniendo en cuenta la tensión nerviosa que estaba sufriendo el conde). Así, Von Teufelstein tomó una copa de agua que le ofreció la bondadosa Gretel y la vació de un solo trago. A continuación, padre e hija descendieron a la cripta donde se hallaba la capilla del Diablo, sin que nadie los viera. Una vez allí, el conde agarró a su hija y la degolló limpiamente, sin darle tiempo a decir ni una sola palabra. Luego usó la sangre de la infortunada doncella para consagrar la capilla y enterró su cadáver bajo las baldosas del suelo. Acabada su tarea, el conde se dirigió a su oratorio para rezar por el alma de su hija y pedirle a Dios perdón por sus crímenes, pero antes de llegar cayó al suelo, como fulminado por un rayo. Unos servidores lo encontraron poco después, pero ya era tarde: el conde estaba muerto, envenenado por el agua que le había ofrecido Gretel. Esta, temiendo padecer en el futuro la misma enfermedad hereditaria que había estado a punto de matar a su padre, se había dedicado a estudiar en secreto los arcanos de la magia negra y había visto al demonio primigenio Hastur, con el cual había hecho un pacto impío: la salud de su cuerpo a cambio de la vida de su padre. De ese modo murieron los últimos Von Teufelstein, víctimas indirectas de la enfermedad que aquejaba a su familia (y uno de cuyos principales síntomas era la propensión a sufrir alucinaciones de tema diabólico).


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