ANA (MICRORRELATO)

 

Cuando empecé a trabajar como profesor interino, fui destinado al instituto de una pequeña villa gallega, en cuyas inmediaciones se erguían las ruinas de una vieja casa señorial, abandonada desde hacía siglos. Una alumna llamada Ana me dijo que no debía acercarme a la casa abandonada de noche, aunque no especificó el motivo. Si mi joven pupila no me hubiera dicho nada, seguramente jamás me habría interesado por aquel viejo edificio. Pero, después de escuchar su advertencia, ese impulso irracional que Poe llamaba “espíritu de la perversidad” (otros lo llamarían estupidez) me impulsó a ir allí aquella misma noche. Cuando penetré en el lóbrego vestíbulo del caserón, sentí que algo siniestro me acechaba desde las tinieblas. Puede que solo fuera una lechuza, pero me asusté y salí de allí a toda prisa. Estuve a punto de chocar con Ana, quien en aquel preciso momento iba a entrar en la casa, con un poco de leche para unos gatitos que vivían en el desván. Cuando conseguí articular dos palabras seguidas, le pregunté si no le daba miedo entrar allí sola y ella dijo que no. “Lo que hay dentro de la casa solo tiene poder en las tinieblas, que para mí no existen. Yo puedo ver en la oscuridad”. Entonces me fijé en los ojos de Ana: brillaban en la noche como dos luciérnagas. Mi sustitución terminó a la semana siguiente y abandoné la villa sin haber resuelto los misterios que la rodeaban.

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


LA MALDICIÓN DE LOS TEUFELSTEIN (CUENTO FANTÁSTICO)

Texto: Fontenla. Imagen: Pixabay.

Tras contraer una enfermedad hereditaria que llevaba varias generaciones haciendo estragos en su familia, el conde Alfred Von Teufelstein se vio al borde de la muerte y, movido por la desesperación, juró dedicar una capilla a cada uno de los ángeles cuyo nombre se menciona en la Sagrada Escritura, en el caso de que el Cielo le concediera sobrevivir a su dolencia. Poco después la fiebre empezó a remitir y, cuando se sintió definitivamente curado, Von Teufelstein cumplió su promesa. Hizo construir en su castillo tres pequeñas capillas, dedicadas respectivamente a los bienaventurados arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael. Cuando estuvieron terminadas, llamó al obispo para que las consagrara con agua bendita. Pero la misma noche de la consagración el conde recibió en su alcoba una aterradora visita, que le reprochó haberse olvidado del ángel cuyo nombre es mencionado más veces en la Biblia: Satanás, el ángel caído. Y así supo el conde que, si no le dedicaba una capilla al Diablo antes de que expirase el año, moriría irremediablemente y su alma de perjuro sería condenada al Infierno. Aterrorizado, Von Teufelstein ordenó a sus servidores edificar la capilla del Diablo en los subterráneos del castillo. La obra estuvo terminada a tiempo y el conde desterró a los albañiles, para que no divulgaran la existencia de aquella capilla diabólica. Pero faltaba consagrar dicha capilla y, naturalmente, ningún clérigo cristiano osaría bendecirla. Así pues, el conde recibió una vez más la visita del Diablo, quien le dijo que él mismo debía consagrar la capilla con la sangre de su única hija, la dulce Gretel. El conde se sintió apesadumbrado, pues amaba a su hija, pero se sometió a los designios del Maligno. Después de todo, él siempre podría tener otras hijas, pero no podía decir lo mismo de su alma. Al día siguiente, el conde se acercó a Gretel y le pidió que lo acompañara a la cripta donde se hallaba la capilla. La muchacha, como buena hija, aceptó seguir a su padre sin hacer preguntas, pero antes le recomendó beber un poco de agua fresca, pues tenía la frente bañada en sudor (algo normal, teniendo en cuenta la tensión nerviosa que estaba sufriendo el conde). Así, Von Teufelstein tomó una copa de agua que le ofreció la bondadosa Gretel y la vació de un solo trago. A continuación, padre e hija descendieron a la cripta donde se hallaba la capilla del Diablo, sin que nadie los viera. Una vez allí, el conde agarró a su hija y la degolló limpiamente, sin darle tiempo a decir ni una sola palabra. Luego usó la sangre de la infortunada doncella para consagrar la capilla y enterró su cadáver bajo las baldosas del suelo. Acabada su tarea, el conde se dirigió a su oratorio para rezar por el alma de su hija y pedirle a Dios perdón por sus crímenes, pero antes de llegar cayó al suelo, como fulminado por un rayo. Unos servidores lo encontraron poco después, pero ya era tarde: el conde estaba muerto, envenenado por el agua que le había ofrecido Gretel. Esta, temiendo padecer en el futuro la misma enfermedad hereditaria que había estado a punto de matar a su padre, se había dedicado a estudiar en secreto los arcanos de la magia negra y había visto al demonio primigenio Hastur, con el cual había hecho un pacto impío: la salud de su cuerpo a cambio de la vida de su padre. De ese modo murieron los últimos Von Teufelstein, víctimas indirectas de la enfermedad que aquejaba a su familia (y uno de cuyos principales síntomas era la propensión a sufrir alucinaciones de tema diabólico).


LA GÉNESIS DEL MAL (CUENTO)

Louisiana, 1860: Cuando los excesos alcohólicos extinguieron la vida del acaudalado terrateniente John Marlowe, su hijo Henry se convirtió en el dueño de la plantación y en el tutor legal de su hermana Virginia. Todo pintaba bien para él, pero una conversación informal con el abogado de la familia, previa a la lectura del testamento, le deparó una desagradable sorpresa: según las disposiciones de su padre, Henry debía compartir la hacienda con Jack Dulac, un pariente pobre de la familia, recogido por el difunto señor Marlowe en su primera infancia. Pero el nuevo propietario, que siempre había sentido hacia Jack una profunda (y mutua) antipatía, sobornó al abogado para que falsificase el testamento, reduciendo la herencia de Jack a un modesto legado económico. Por otra parte, Henry le dejó claro a Jack que solo podría quedarse en la mansión familiar como intendente a su servicio, lo cual hirió hondamente su orgullo. El ofendido muchacho abandonó la plantación tras despedirse de Virginia, la única que lloró su marcha. Se estableció en la posada del pueblo cercano y, carente de un objetivo en la vida, no tardó en malgastar su herencia entregándose al juego y al alcohol. 

Una noche, mientras salía tambaleándose de una sucia taberna, se encontró con una vieja mulata, que vivía en una choza del pantano y de la cual se decía que era una bruja. Jack apenas la conocía, aunque creía recordar que había sido esclava en la plantación de los Marlowe antes de ser manumitida. Por su parte, la vieja parecía conocer muy bien a Jack, a quien le dijo sin el menor preámbulo:

Sé que has sido víctima de una injusticia, pero, si aceptas mi ayuda, yo te convertiré en el nuevo amo de la plantación.

¡Vaya! ¿Y puede saberse cuál es el precio de tu ayuda? Porque ahora mismo no tengo ni un centavo.

Pronto serás rico, pero esa no es la cuestión. Yo no quiero nada de ti, salvo que me hagas una promesa: cuando seas el dueño de la mansión, debes alejar de ti a Virginia. Envíala a un internado, cásala con alguien, haz lo que quieras con ella… pero no la mantengas cerca de ti bajo ningún concepto.

¿Pero qué tienes tú contra Virginia? Ella siempre ha sido buena con todo el mundo.

No se trata de que sea buena o mala. Mientras viva contigo alguien que se apellide Marlowe, nadie te considerará el verdadero amo.

Jack, medio borracho, asintió y prometió alejar de sí a Virginia, aunque realmente no esperaba gran cosa de aquella vieja charlatana.

Al día siguiente Henry Marlowe murió tras beber una botella de ron que alguien había envenenado. A falta de otros parientes más próximos, y teniendo en cuenta que las leyes de la época no permitían heredar a las mujeres, Jack Dulac se convirtió efectivamente en el nuevo y acaudalado propietario de la plantación. Pero, en vez de cumplir su promesa, no solo mantuvo consigo a Virginia, sino que además la convirtió en su esposa. Cuando se hizo público su compromiso, la bruja del pantano intentó acceder a la mansión para reprocharle su traición, pero los criados le vedaron el paso y la expulsaron sin demasiados miramientos.

Durante algunos meses Jack, ahora rico y respetado, vivió feliz en compañía de Virginia, quien no tardó en quedarse embarazada. Al contrario de lo que había pronosticado la bruja, nadie ponía en duda su autoridad y la relación entre los jóvenes esposos era plenamente armoniosa. Pero, cuando llegó el momento del parto, las cosas se torcieron fatalmente. El niño murió poco después de nacer y Virginia, destrozada por el dolor, sufrió una terrible depresión. Algún tiempo después encontraron su cadáver flotando en el estanque del jardín. Para poder enterrarla en tierra sagrada, se certificó que su muerte había sido accidental, pero la verdad era evidente para todos.

Jack, que ya había sufrido mucho con la pérdida de su hijo, no pudo resistir el dolor y se planteó imitar a su esposa. Pero antes de morir quería ajustar cuentas con la bruja del pantano, a la que acusaba de haberlo maldecido como castigo por su traición.

Un día se adentró en el pantano con un cuchillo en la mano. No tardó en localizar la cabaña de la bruja, que en aquel momento estaba preparando un guiso para la cena. El intruso entró discretamente en la choza y mató a la anciana, destripándola a cuchilladas antes de que ella pudiera gritar o defenderse.

Jack iba a marcharse de la cabaña cuando llamó su atención una Biblia protestante, único libro que la bruja poseía. Era una posesión bastante llamativa, pues los negros generalmente no sabían leer. Jack pensó que quizás ella la había robado y la tomó, para devolvérsela a su legítimo dueño si encontraba su nombre en alguna parte. Resulta que aquella Biblia había pertenecido al mismísimo John Marlowe, cuya firma figuraba en la primera página bajo las siguientes palabras:

“Querida Marie, ahora que eres libre ya no volveremos a vernos, pero yo nunca te olvidaré. Te prometo que cuidaré de nuestro hijo, el pequeño Jack, y, para evitarle problemas, les diré a todos que es un huérfano recogido por caridad. Por suerte, su piel, aunque morena, puede pasar por la de un hombre blanco que se ha tostado bajo el fuerte sol de Louisiana, así que nadie tiene por qué sospechar la verdad. Solo te pido que, si alguna vez te encuentras con él, no le reveles su verdadero origen”.

Jack comprendió: aquella bruja, su verdadera madre, nunca lo había maldecido. Su hijo había muerto porque, siendo el fruto de un incesto, del pecado que ella había intentado evitar sin incumplir la petición de John Marlowe, carecía de defensas naturales frente a una enfermedad de transmisión genética.

Sabiéndose reo de matricidio e incesto, quizás los dos peores pecados que puede cometer un hombre, Jack perdió el juicio y abandonó para siempre su tierra natal, enrolándose en Nueva Orleans como simple marinero. Ahora sí que estaba maldito y tendría que arrastrar su condena durante toda la eternidad, tanto en esta vida como en muchas otras.

Londres, 1888: Un mercante procedente del Caribe atracó en el puerto de East London y el cirujano, un anciano misterioso y taciturno llamado Jack (todos ignoraban o habían olvidado su apellido), le dijo al capitán que deseaba abandonar el barco para establecerse en tierra firme. Nadie lo echaría de menos, pues, aunque era un buen profesional, su mal carácter y su afición a destripar animales vivos le habían ganado la hostilidad de todos sus compañeros. Tras desembarcar, Jack se encaminó hacia el barrio de Whitechapel y no tardó en perderse entre la niebla.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

PESADILLA DE UNA NOCHE DE SAN JUAN

Texto de Francisco Javier Fontenla. Imagen de Pixabay.

Los padres de Ana y Carlos se habían ido a comer con sus parientes, como hacían habitualmente el día de San Juan, patrón del pueblo. En cambio, los niños habían preferido quedarse en casa y comer una pizza precocinada, pues aquellas reuniones familiares los aburrían soberanamente, especialmente desde que la tía Marta se empeñaba en ir a un restaurante vegano.

A media tarde Carlos entró en la habitación de Ana, que estaba tumbada en su cama, sin más ocupación que acariciar a su gatita Ligeia, y le dijo:

Ana, ¿subes conmigo al desván para jugar a policías y ladrones?

Ana suspiró resignada y subió las escaleras en compañía de su hermanito.

Una vez en el desván, Carlos, como de costumbre, asumió el papel de ladrón (pero de un ladrón muy listo, que siempre atrapaba a la agente Ana en vez de ser atrapado por ella). Ni corto ni perezoso, ató a su hermana a una silla, apretando los nudos más de lo habitual, y le puso una mordaza en la boca. Ana se sintió algo escamada al verse tan indefensa, aunque no se asustó, pues, a fin de cuentas, aquello no era más que un juego. Entonces se abrió repentinamente la puerta de un viejo armario y, para sorpresa de Ana, dentro del mueble había un niño igualmente atado y amordazado. Pero lo que realmente sorprendió (y asustó) a Ana fue que aquel niño era idéntico a Carlos… o, mejor dicho, era el verdadero Carlos. Una muchacha con el aspecto de Ana surgió de las sombras y cerró la puerta del armario donde estaba Carlos, sin que su indefensa hermana pudiera hacer nada para ayudarlo. Hecho esto, la falsa Ana se dirigió al falso Carlos y le dijo en una lengua desconocida:

El dispositivo que nos permite imitar el aspecto de los terrícolas está funcionando perfectamente. Y, si todos ellos son tan estúpidos como estos dos, los infiltrados no tardaremos en conquistar este planeta. Pero deberíamos deshacernos de los prisioneros. Sus padres no tardarán en volver y, aunque los dejemos encerrados en el desván, acabarán encontrándolos. Luego habrá que buscar una forma de esconder sus cadáveres.

El falso Carlos respondió:

No te preocupes, tengo una idea al respecto. Creo que en la planta inferior hay un horno.

Cuando los padres de Ana y Carlos volvieron a casa, se llevaron una grata sorpresa: por una vez, los vagos de sus hijos se habían molestado en hacer la cena ellos mismos. Así pues, aquella noche toda la familia pudo disfrutar de un asado de carne, que estaba realmente delicioso.

La señora de la casa le preguntó a Ana dónde habían comprado aquella carne tan rica y la muchacha le respondió tranquilamente, mientras le daba un pequeño trozo a su gata:

No hizo falta comprarla. Es la carne de dos extraterrestres imbéciles, que querían encender el horno para asarnos a nosotros. Pero Ligeia se dio cuenta a tiempo y los asó a ellos con el fuego del infierno.

Por desgracia para los invasores, aquella era una familia de hechiceros. Y Ligeia era su demonio familiar. 

NYAPP (CUENTO FANTÁSTICO)

 

Karl quería participar en un concurso de cuentos de miedo, que había convocado el instituto donde estudiaba con ocasión de la Noche de Walpurgis, pero, dado que no se le ocurría ninguna idea interesante, decidió recurrir a la ayuda de la inteligencia artificial. Así de paso probaría NyApp, un nuevo sistema de IA generativa que le habían recomendado encarecidamente. El cuento resultante, cuyo protagonista despertaba a un dios maligno al leer en voz alta una frase escrita en cierto libro prohibido, no era especialmente original y recordaba demasiado a Lovecraft, pero aun así ganó el concurso, gracias a que tampoco había demasiada competencia. La profesora de Literatura le pidió a Karl que leyera “su” cuento delante de sus compañeros, a lo que el orgulloso ganador accedió con visible satisfacción. Pero, cuando pronunció la frase fatal que figuraba en el cuento, tanto él como su profesora y sus compañeros se vieron atrapados por tentáculos invisibles surgidos de la nada, como si la ficción se hubiera convertido en realidad. Nadie volvió a verlos nunca más.

En tiempos antiguos había adoptado la apariencia de un hombre enjuto y siniestro, de piel oscura como el azabache y vestiduras rojas como la sangre. Posteriormente reapareció como un monstruo indescriptible, como una cabra negra de ojos refulgentes, como un misterioso sabio de rasgos orientales… Pero Nyarlathotep, dios del caos, también podía reencarnarse en una IA generativa para adaptarse a los tiempos modernos.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

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