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EL BAKENEKO (MICRORRELATO)
PRIMER AMOR (MICRORRELATO DE HALLOWEEN)
Cuando era niño, nunca pasaba mucho tiempo en el mismo lugar, pues mis padres y yo teníamos que mudarnos con bastante frecuencia. Aquel año empecé el curso en el instituto de cierta localidad costera. Un día, mientras caminaba por el pasillo del instituto durante el recreo, oí que alguien estaba tocando la flauta en el aula de música. Como me gustó mucho la melodía, me acerqué a la puerta para escucharla mejor. La flautista era una chica muy guapa, que estaba tocando completamente sola. Cuando terminó, entré en el aula para felicitarla y ella al principio me miró con desconfianza, pero luego me dio las gracias y me dedicó una sonrisa muy dulce. Yo le pregunté por qué estaba tan sola y ella me dijo:
-Porque así nadie me mira con cara de asco.
Intenté hacerme el duro y le dije con tono despreocupado:
-Yo tampoco tengo muchos amigos, pero me da igual, porque pronto me marcharé del pueblo.
Ella suspiró y dijo, con una voz muy triste:
-Yo, en cambio, no podré marcharme nunca.
Empezamos a hablar y fue así como nos hicimos amigos. Ana -así se llamaba- era una chica realmente mágica. Pasábamos juntos todos los recreos y también nos veíamos por las tardes, cuando ella salía a pasear por el bosque. La gente nos miraba mal, pues al parecer la familia de Ana gozaba de pocas simpatías en el pueblo, pero eso a mí no me importaba.
Desgraciadamente, nuestra felicidad compartida terminó cuando empezaron las vacaciones navideñas. Entonces Ana dejó de salir y ya no contestaba a mis llamadas. Pero yo necesitaba verla al menos una vez más, porque en enero me mudaría a la ciudad y no quería irme del pueblo sin despedirme de ella. Fui a su casa varias veces, pero nadie me abrió la puerta. Cuando me harté de llamar al timbre, decidí preguntarle a una señora que pasaba por allí si conocía a la familia de Ana. La buena mujer se sorprendió al escucharme, pues, según me dijo, allí no vivía nadie desde hacía varios años. El dueño de la casa, un hombre huraño sobre el cual circulaban rumores particularmente siniestros, se había suicidado tras asesinar a toda su familia: su esposa y una niña de quince años, cuyo nombre no recordaba. Entonces comprendí que no me miraban mal porque me vieran caminar con Ana, sino porque me oían hablar solo durante mis paseos por el bosque. Ya no volví a verla: como dice un personaje de Hamlet, los espíritus no aparecen en Navidad.
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
Si quieres leer una versión de la historia más larga, compleja y emotiva, puedes encotrarla en nuestra antología "Amor Oscuro", disponible en Amazon y muy recomendable para estas fechas (para cualquier fecha, mejor dicho).
EL LOBO
Hace muchos años,
cuando terminé la carrera de Magisterio, fui destinado a la escuela de una
pequeña villa gallega, perdida en medio de las montañas. Una vez allí, me
hospedé en la mansión de doña Socorro, una viuda de buena familia que vivía con
su hija Elvira y con una criada ya vieja, Eudoxia. Debo confesar que yo estaba
muy enamorado de la hermosa Elvira, si bien ella apenas parecía consciente de
mi humilde existencia. Poco después de mi llegada, en los aledaños de la villa
empezaron a aparecer animales muertos, con la garganta destrozada a mordiscos y
sin una gota de sangre en el cuerpo. Al parecer, había lobos en el bosque y
doña Socorro, asustada, le mandó a su hija llevar puesto un crucifijo de plata,
que supuestamente tenía el poder de espantar a las cosas malas, tanto las de
este mundo como las del Más Allá. La muchacha acató su mandato, que, por otra
parte, no parecía agradarle demasiado, como si se avergonzara de tener una
madre tan supersticiosa. Durante algunos días dejaron de aparecer animales
muertos. Parecía que los lobos se habían marchado, pero una noche, mientras
cenábamos, escuchamos un ruido procedente del patio. Abrimos la ventana y la
luz lunar nos mostró un lobo muy grande, que acababa de matar al perro de doña
Socorro. Yo me ofrecí a matarlo y agarré una escopeta que había pertenecido al
difunto padre de Elvira. Esta, con el permiso de su madre, me prestó su crucifijo
para que me diera suerte. Cuando salí al patio, el lobo ya había marchado. Me
planteé ir en su persecución, pero entonces oí gritar a doña Socorro y a
Eudoxia. Entré en la casa a toda prisa y hallé a ambas mujeres lívidas como
muertas, mirando la ventana abierta con ojos desencajados. Les pregunté qué
había pasado, pero apenas fueron capaces de murmurar incoherencias. Elvira
había desaparecido y nunca más volví a saber de ella. Al día siguiente
volvieron a aparecer animales muertos en el bosque, pero creo que nada de eso
fue obra de los lobos.
ANA (MICRORRELATO)
Cuando empecé a
trabajar como profesor interino, fui destinado al instituto de una pequeña
villa gallega, en cuyas inmediaciones se erguían las ruinas de una vieja casa
señorial, abandonada desde hacía siglos. Una alumna llamada Ana me dijo que no
debía acercarme a la casa abandonada de noche, aunque no especificó el motivo.
Si mi joven pupila no me hubiera dicho nada, seguramente jamás me habría
interesado por aquel viejo edificio. Pero, después de escuchar su advertencia,
ese impulso irracional que Poe llamaba “espíritu de la perversidad” (otros lo
llamarían estupidez) me impulsó a ir allí aquella misma noche. Cuando penetré
en el lóbrego vestíbulo del caserón, sentí que algo siniestro me acechaba desde
las tinieblas. Puede que solo fuera una lechuza, pero me asusté y salí de allí a
toda prisa. Estuve a punto de chocar con Ana, quien en aquel preciso momento
iba a entrar en la casa, con un poco de leche para unos gatitos que vivían en
el desván. Cuando conseguí articular dos palabras seguidas, le pregunté si no
le daba miedo entrar allí sola y ella dijo que no. “Lo que hay dentro de la
casa solo tiene poder en las tinieblas, que para mí no existen. Yo puedo ver en
la oscuridad”. Entonces me fijé en los ojos de Ana: brillaban en la noche como
dos luciérnagas. Mi sustitución terminó a la semana siguiente y abandoné la
villa sin haber resuelto los misterios que la rodeaban.
Texto: Francisco Javier
Fontenla. Imagen: Pixabay.
LA MALDICIÓN DE LOS TEUFELSTEIN (CUENTO FANTÁSTICO)
Texto: Fontenla. Imagen: Pixabay.
Tras contraer una enfermedad hereditaria que llevaba varias generaciones
haciendo estragos en su familia, el conde Alfred Von Teufelstein se vio al
borde de la muerte y, movido por la desesperación, juró dedicar una capilla a
cada uno de los ángeles cuyo nombre se menciona en la Sagrada Escritura, en el
caso de que el Cielo le concediera sobrevivir a su dolencia. Poco después la
fiebre empezó a remitir y, cuando se sintió definitivamente curado, Von Teufelstein
cumplió su promesa. Hizo construir en su castillo tres pequeñas capillas,
dedicadas respectivamente a los bienaventurados arcángeles San Miguel, San
Gabriel y San Rafael. Cuando estuvieron terminadas, llamó al obispo para que
las consagrara con agua bendita. Pero la misma noche de la consagración el
conde recibió en su alcoba una aterradora visita, que le reprochó haberse
olvidado del ángel cuyo nombre es mencionado más veces en la Biblia: Satanás,
el ángel caído. Y así supo el conde que, si no le dedicaba una capilla al
Diablo antes de que expirase el año, moriría irremediablemente y su alma de
perjuro sería condenada al Infierno. Aterrorizado, Von Teufelstein ordenó a sus
servidores edificar la capilla del Diablo en los subterráneos del castillo. La
obra estuvo terminada a tiempo y el conde desterró a los albañiles, para que no
divulgaran la existencia de aquella capilla diabólica. Pero faltaba consagrar
dicha capilla y, naturalmente, ningún clérigo cristiano osaría bendecirla. Así
pues, el conde recibió una vez más la visita del Diablo, quien le dijo que él
mismo debía consagrar la capilla con la sangre de su única hija, la dulce
Gretel. El conde se sintió apesadumbrado, pues amaba a su hija, pero se sometió
a los designios del Maligno. Después de todo, él siempre podría tener otras
hijas, pero no podía decir lo mismo de su alma. Al día siguiente, el conde se
acercó a Gretel y le pidió que lo acompañara a la cripta donde se hallaba la
capilla. La muchacha, como buena hija, aceptó seguir a su padre sin hacer
preguntas, pero antes le recomendó beber un poco de agua fresca, pues tenía la
frente bañada en sudor (algo normal, teniendo en cuenta la tensión nerviosa que
estaba sufriendo el conde). Así, Von Teufelstein tomó una copa de agua que le
ofreció la bondadosa Gretel y la vació de un solo trago. A continuación, padre
e hija descendieron a la cripta donde se hallaba la capilla del Diablo, sin que
nadie los viera. Una vez allí, el conde agarró a su hija y la degolló
limpiamente, sin darle tiempo a decir ni una sola palabra. Luego usó la sangre
de la infortunada doncella para consagrar la capilla y enterró su cadáver bajo
las baldosas del suelo. Acabada su tarea, el conde se dirigió a su oratorio
para rezar por el alma de su hija y pedirle a Dios perdón por sus crímenes,
pero antes de llegar cayó al suelo, como fulminado por un rayo. Unos servidores
lo encontraron poco después, pero ya era tarde: el conde estaba muerto,
envenenado por el agua que le había ofrecido Gretel. Esta, temiendo padecer en
el futuro la misma enfermedad hereditaria que había estado a punto de matar a
su padre, se había dedicado a estudiar en secreto los arcanos de la magia negra
y había visto al demonio primigenio Hastur, con el cual había hecho un pacto
impío: la salud de su cuerpo a cambio de la vida de su padre. De ese modo
murieron los últimos Von Teufelstein, víctimas indirectas de la enfermedad que
aquejaba a su familia (y uno de cuyos principales síntomas era la propensión a
sufrir alucinaciones de tema diabólico).
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Mi nombre es Sara Lena, nací un día de primavera en la ciudad de México, soy autora de dos libros que forman una saga que, aunque ya está p...



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