Cuando empecé a
trabajar como profesor interino, fui destinado al instituto de una pequeña
villa gallega, en cuyas inmediaciones se erguían las ruinas de una vieja casa
señorial, abandonada desde hacía siglos. Una alumna llamada Ana me dijo que no
debía acercarme a la casa abandonada de noche, aunque no especificó el motivo.
Si mi joven pupila no me hubiera dicho nada, seguramente jamás me habría
interesado por aquel viejo edificio. Pero, después de escuchar su advertencia,
ese impulso irracional que Poe llamaba “espíritu de la perversidad” (otros lo
llamarían estupidez) me impulsó a ir allí aquella misma noche. Cuando penetré
en el lóbrego vestíbulo del caserón, sentí que algo siniestro me acechaba desde
las tinieblas. Puede que solo fuera una lechuza, pero me asusté y salí de allí a
toda prisa. Estuve a punto de chocar con Ana, quien en aquel preciso momento
iba a entrar en la casa, con un poco de leche para unos gatitos que vivían en
el desván. Cuando conseguí articular dos palabras seguidas, le pregunté si no
le daba miedo entrar allí sola y ella dijo que no. “Lo que hay dentro de la
casa solo tiene poder en las tinieblas, que para mí no existen. Yo puedo ver en
la oscuridad”. Entonces me fijé en los ojos de Ana: brillaban en la noche como
dos luciérnagas. Mi sustitución terminó a la semana siguiente y abandoné la
villa sin haber resuelto los misterios que la rodeaban.
Texto: Francisco Javier
Fontenla. Imagen: Pixabay.
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