UN VAMPIRO ORIENTAL (SABINE BARING-GOULD)

 

Texto: Leyenda oriental recogida por Sabine Baring-Gould. Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

A principios del siglo XV vivía en Bagdad un anciano mercader, cuyos negocios le habían producido una gran fortuna y que tenía un único hijo, al cual amaba tiernamente. Resolvió casar a su vástago con la hija de otro mercader: una muchacha de considerable fortuna, pero carente de todo atractivo personal. Abul-Hassan, el hijo del mercader, vio un retrato de la dama y le pidió a su padre que aplazara la boda, pues necesitaba tiempo para hacerse a la idea. Pero lo que hizo fue enamorarse de otra muchacha, que era hija de un erudito, y no dejó en paz a su padre hasta que este le permitió casarse con su amada. El viejo mercader se resistió todo lo que pudo, pero, viendo que su hijo estaba resuelto a casarse con la hermosa Nadilla y que había rechazado completamente a la fea hija del mercader, hizo lo que suelen hacer los padres en semejantes circunstancias: dio su brazo a torcer.

La boda se celebró con gran esplendor y después vino una feliz luna de miel, que hubiera sido aún más dichosa de no ser por un pequeño detalle, que acabaría teniendo graves consecuencias. Abul-Hassan se percató de que su esposa abandonaba el lecho nupcial cuando pensaba que su esposo estaba dormido y no volvía hasta una hora antes del alba. Impelido por la curiosidad, una noche Hassan se hizo el dormido y vio cómo su esposa se levantaba para salir de la habitación, como hacía habitualmente. La siguió discretamente y vio cómo entraba en un cementerio. La luz lunar le mostró cómo se introducía en un sepulcro y decidió seguirla. Una vez dentro, se encontró con una escena espeluznante. Una horda de vampiros se había reunido con los despojos de las tumbas que habían violado y se estaban dando un festín con la carne de cadáveres largo tiempo enterrados*. Su propia esposa, que nunca cenaba en casa, estaba participando en el horrible banquete. Cuando pudo huir sin llamar la atención, Abul-Hassan volvió a su habitación.

No le dijo nada a su esposa hasta que a la noche siguiente llegó la hora de la cena. Ella se resistió a probarla y entonces él exclamó lleno de ira:

¡Claro, reservas tu apetito para tus banquetes con los vampiros!

Nadilla se quedó callada, palideció y tembló. Luego se dirigió a su alcoba sin pronunciar una sola palabra. A medianoche se levantó para atacar a su esposo con uñas y dientes. Lo hirió en la garganta y, tras abrirle una vena, intentó sorber su sangre, pero Abul-Hassan se levantó de un salto, la derribó y la mató de un golpe. La enterraron al día siguiente, pero tres días después, a medianoche, reapareció y atacó nuevamente a su esposo, en un segundo intento de chuparle la sangre. Él consiguió zafarse de ella y a la mañana siguiente abrió su tumba, quemó su cadáver y arrojó las cenizas al río Tigris**.

*El ghoul o vampiro de las leyendas árabes, además de beber sangre, es aficionado a comer restos de cadáveres humanos.

**Ecos de esta leyenda pueden apreciarse en el cuento "Vampirismus" del célebre autor alemán E. T. A. Hoffmann, quien en su versión elimina o reduce los elementos más fantásticos de la historia.

COMETARIA (EMILIA PARDO BAZÁN)

 

Lo decían los astrónomos desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo…; es decir, nuestro planeta, la Tierra. O, para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza infecunda…

Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?

Mi fantasía se desataba. Se ofrecían a mi vista las espléndidas ciudades, convertidas repentinamente en vastos cementerios. Me paseaba por ellas, y el horror relampagueaba al través de mis vértebras y sacudía mis nervios con estremecimientos sombríos. Porque yo -era lo más espantoso-, yo no había sufrido la suerte común. Ignoro por qué milagro, por qué extraño privilegio, me encontraba vivo… entre la infinita desolación de los cadáveres de la especie. Al alcance de mi mano, como irónica tentación, estaban las riquezas abandonadas, las maravillas de arte que acaso codicié: ningún ojo sino el mío para contemplar los cuadros de Velásquez, las estatuas de Fidias, las cinceladuras de Cellini; y allá en las secretas cajas de los abandonados bancos, ninguna mano sino la mía para hundirse en los montones de billetes y centenes de oro… que ya nada valían, porque nadie me los exigiría a cambio de cosa alguna.

A mi alrededor, la muerte: capas de difuntos, tendidos aquí y allí, en las diversas actitudes de su breve agonía… Ni una voz, ni el eco de un paso. Hablé en alto, por si me respondían; grité: me contestó el eco de mi propio gritar. El sol brillaba sobre los cuerpos sin vida, sobre la urbe trágicamente muda. Y empecé a correr enloquecido, buscando un ser que respondiese a mi llamamiento. Erizado el cabello, tembloroso el tronco, extraviado el mirar, registré calles y plazas, templos y cafés, casas humildes cuya puerta forcé, y palacios cerrados por cuyas ventanas salté furioso. ¡Soledad, silencio!

Y, al acercarse la noche, bajo un cobertizo humilde, en un barrio de miserables, descubrí al fin otro ser salvado de la hecatombe: una mozuela, balbuciente de terror, que casi no podía articular palabra… No la miré, no quise ni saber cómo tenía el rostro. Le eché los brazos al cuello y nos besamos, deshechos en convulsivas lágrimas…

Y al estrecharla así, al comprender que en ella estaban mi porvenir y el porvenir de la Humanidad futura, que éramos la pareja, los únicos supervivientes, el Adán y la Eva, no en el Paraíso, sino en páramo del dolor, no supe bien lo que sentía. Tal vez hubiese valido más que ni la niña hija del populacho, ni yo, el refinado intelectual, nos hubiésemos encontrado para perpetuar el sufrimiento. Tal vez era la fatalidad lo que salvaba nuestras existencias, en la hora espantosa de la asfixia universal… Y, mientras la pobre chiquilla anhelaba, palpitante de miedo y de gozo, entre mis brazos, experimenté impulsos de ahogarla, de suprimir con ella a todos los venideros. La piedad, de pronto, me invadió, y por la piedad fue conservado el pícaro mundo.

TRES MICRORRELATOS OSCUROS


1-Colores:

En el castillo embrujado los colores estaban alterados: los días eran negros y las noches rojas.

2-Avatar:

El vampiro fue destruido, pero su espíritu se reencarnó en su castillo. Desde entonces sus piedras son rojas y sus contornos yermos, pues sus cimientos beben la sangre de la Tierra.

3-La ciudad que duerme: 

Bajo las aguas del mar salvaje y azul, una ciudad olvidada duerme su sueño eterno. Sombras siniestras se deslizan entre sus torres y algo terrible, más viejo que el abismo, acecha a quienes osen perturbar su letargo. Incluso quienes sueñan con ella se despiertan con el alma desgarrada por fauces invisibles.

Textos: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


DIPLOMACIA (LEYENDA JAPONESA)

 

Texto: Leyenda japonesa recogida por Lafcadio Hearn en su obra Kwaidan. Adaptación de Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Se había dispuesto que la ejecución tuviera lugar en el jardín. El reo fue conducido allí y lo pusieron de rodillas frente a una hilera de piedras, como las que suelen verse en los jardines japoneses. El samurái encargado de ejecutar la sentencia acudió a contemplar los preparativos. Entonces el condenado le dijo:

Honorable señor, el delito por el cual voy a morir fue cometido sin malicia. El karma me hizo necio y por eso he cometido tantos errores a lo largo de mi vida. Pero no es justo matar a un hombre solo porque ha sido estúpido. Y las injusticias se pagan. Si usted me mata, mi espíritu volverá del Más Allá para cobrar venganza.

Entonces se creía que, si una persona moría con el corazón lleno de resentimiento, su fantasma podía volver al mundo para atormentar a los responsables de su muerte. El samurái lo sabía, pero replicó con tranquilidad:

Nos asustaremos cuando te veamos volver del Infierno, pero ahora mismo nos resulta difícil creer que puedas cumplir tus amenazas. ¿Tendrías la bondad de mostrarnos cuán grande es tu ira?

¡Por supuesto que sí!

Bien, ahora mismo voy a decapitarte con mi espada. Enfrente de ti hay una piedra. Cuando te haya cortado la cabeza, intenta morderla con toda tu rabia. Si lo consigues, tal vez aprenderemos a temerte.

¡Pues claro que la morderé! ¡La morderé, la mor...!

En ese preciso instante el samurái decapitó al reo con un tajo fulgurante. El hombre se desplomó y, mientras la sangre manaba del cuello cortado, su cabeza rodó sobre la arena, hasta morder la piedra que había señalado el samurái. Luego se quedó inerte.

Nadie se atrevió a decir nada, pero los asistentes miraron al samurái con miedo en los ojos. Sin embargo, el guerrero se mantuvo tranquilo y, tras lavar la hoja de su espada, dio por terminada la ceremonia de ejecución.

Durante varios meses los criados del castillo vivieron aterrorizados ante la posibilidad de que el muerto volviera para atormentarlos. Nadie ponía en duda que este intentaría cumplir su promesa de venganza y, a causa del miedo, todos creían ver y oír cosas que ni siquiera existían. El silbido del viento cuando se deslizaba entre los bambúes y el temblor de las sombras en el jardín eran motivos de constante temor. Finalmente, le rogaron al samurái que realizara una ceremonia de penitencia para apaciguar al espíritu del difunto. Pero el guerrero les dijo:

Eso no será necesario. Puedo entender que temáis la venganza del muerto, pero en este caso ya no hay nada que temer. Solo el último deseo de un hombre puede sobrevivir a su muerte y determinar las acciones de su espíritu. Cuando yo lo desafié a manifestarnos su rabia mordiendo una piedra, hice que olvidara todos sus propósitos anteriores, incluida la venganza. Así pues, cuando murió él ya no pensaba en nosotros, sino únicamente en la piedra. Por eso no debéis tener miedo de él.

Nunca apareció ningún espíritu y el miedo no tardó en ser olvidado.

EL CUADRO (CUENTO FANTÁSTICO)

 

Texto: Fontenla. Imagen: Pixabay.

Tas la misteriosa desaparición del doctor Guy Arlington, sus herederos decidieron vender la vieja casa familiar (que, según sus propias palabras, “les causaba malos sueños”), así como sacar a pública subasta la mayoría de los muebles y objetos de arte legados por el desaparecido. Sin embargo, uno de los cuadros era tan extraño y siniestro que sólo un joven artista llamado Frederick Fenton se atrevió a pujar por él. Se trataba de una pintura al óleo, de colores fríos y tenebrosos, que representaba un islote desnudo, en medio de un mar cuyas aguas tenían un matiz extrañamente verdoso. Sobre aquel islote se veían diez pequeñas figuras humanas, demasiado diminutas para que pudieran distinguirse sus rasgos personales, pero cuyas posturas parecían reflejar un estado de agitación, por no decir de pánico, seguramente provocado por algo grande y terrible que surgía de la niebla para amenazar a los indefensos náufragos del islote. Sin embargo, lo que acechaba tras la niebla no se discernía bien, sino que era algo informe, de aspecto indefinido y, precisamente por ello, mucho más inquietante que cualquier monstruo de facciones nítidas. Por lo demás, aquel cuadro parecía obra de un artista de mucho talento, aunque carecía de firma y ni los responsables de la subasta ni los herederos de Arlington pudieron satisfacer la curiosidad de Fenton respecto a la identidad del autor. Si su autoría era un misterio, lo mismo podía decirse de su título y de su origen, pues Arlington nunca había dado explicaciones al respecto.

Una vez en su humilde apartamento de Chelsea, Fenton colgó el cuadro en su dormitorio, sobre la cabecera de su cama, y, como ya era de noche, no tardó en acostarse, pues al día siguiente debía madrugar para asistir a una exposición de sus propias obras. El joven Fenton siempre había sido propenso a las ensoñaciones extrañas, pero aquella noche sus pesadillas fueron realmente atroces y varias veces hubo de despertarse, con la frente bañada en sudor y el corazón palpitante, sin poder conciliar un sueño tranquilo hasta bien entrada la madrugada. Durante las noches siguientes se repitieron aquellas pesadillas intolerables, cuya fuente primordial parecía ser la turbadora imagen del cuadro, aunque los recuerdos de Fenton al respecto eran bastante vagos y no tardaban en desvanecerse. Preocupado por su estabilidad psíquica, Fenton llegó a plantearse si no sería mejor deshacerse del cuadro causante de sus pesadillas, pero finalmente rechazó esa opción, en parte por parecerle sumamente cobarde y, sobre todo, porque de poco le serviría vender el cuadro si el recuerdo del mismo permanecía grabado en su memoria. Y es que Fenton tenía una de esas mentes complicadas e hipersensibles que se aferran obsesivamente a aquellas imágenes o sensaciones que más les gustaría olvidar. Pero, como las secuelas de tantas noches en vela estaban empezando a tener efectos desastrosos sobre la ya de por sí delicada situación personal del artista, finalmente tomó la determinación de consumir calmantes antes de dormir. Las primeras dosis que tomó fueron bastante moderadas y no le sirvieron de nada. Luego decidió aumentar las dosis, llegando a rozar extremos que cualquier médico consideraría peligrosos, pero tampoco obtuvo los resultados que esperaba. Muy al contrario, fue peor el remedio que la enfermedad, pues ahora ya no se despertaba en plena noche, pero eso solo servía para que sus pesadillas fueran más largas y tuvieran unos efectos psíquicos más demoledores. Finalmente, el ya desesperado Fenton decidió arriesgarse y sustituyó los calmantes por verdaderos narcóticos, que podía conseguir de forma clandestina a través de un círculo de artistas bohemios, con los que estaba ligeramente relacionado (curiosamente, el desaparecido doctor Arlington también había formado parte de dicho círculo, pero Fenton ignoraba esta coincidencia). Aquella noche tomó, mezclada con el agua que siempre bebía antes de acostarse, una fuerte dosis de una droga casi desconocida y no tardó en conciliar el sueño. Pero las pesadillas volvieron de nuevo y esta vez fueron peores que nunca. Ahora Fenton ya no podía despertarse gritando de terror, pues la droga se lo impedía, y no solo debía enfrentarse una vez más a la pesadilla, sino que esta vez tendría que sufrirla hasta el final. Y no todas las pesadillas tienen un final. Varios días después, unos amigos de Fenton, extrañados porque este había dejado de asistir a sus reuniones y no contestaba a sus mensajes, le preguntaron por él a su casero. Este, que también llevaba varios días sin saber del artista, no pudo decirles nada, pero los llevó a la puerta de su apartamento. Como nadie respondió a sus llamadas, el casero abrió la puerta con su propia llave y entraron, pero no hallaron a Fenton. Todas sus cosas estaban allí, todas salvo él mismo. Nunca más se volvió a saber de Fenton, cuya desaparición sigue siendo un misterio aparentemente irresoluble. El casero decidió alquilar el apartamento a otra persona y las escasas posesiones personales del artista desaparecido fueron enviadas a la casa de sus padres. Hoy, en el desván de la casa familiar de los Fenton, permanece olvidado un mudo testigo de hechos asombrosos: un cuadro sumamente extraño, donde algo siniestro surge de la bruma para amenazar a once pequeñas figuras humanas atrapadas en un islote.


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