EL AVATAR

 

Texto de Francisco Javier Fontenla, basado en clásicos de la novela policial. Imagen de Pixabay.

Hans Larsen era un adolescente norteamericano de carácter sencillo y buen corazón, aunque en las profundidades de su Yo había algo que ni él mismo comprendía. Cuando Hans era pequeño, sus padres lo habían llevado a la consulta de un prestigioso psicólogo, con la esperanza de que este le curase su terrible fobia a los perros. Aquel psicólogo lo hipnotizó para ayudarlo a recordar el hecho traumático que le había provocado aquella fobia, pero el resultado fue sorprendente: al parecer, aquel suceso no había tenido lugar en la vida actual de Hans, sino en otra vida anterior. Y, desde entonces, el muchacho empezó a tener extraños sueños, durante los cuales recordaba cosas que, aparentemente, no le habían sucedido a él, sino a sus avatares de épocas pasadas.

Por otra parte, Hans estaba secretamente prendado de Lucy, una atractiva compañera de clase que destacaba en el club de teatro, y, como buen enamorado tímido, había adquirido la costumbre de pasear solo por lugares agrestes. Una tarde estival, mientras caminaba por el campo, encontró un cadáver ensangrentado. Cuando se acercó para echar un vistazo, le pareció que se trataba de Martha Howard, la adinerada madre adoptiva de Lucy. Como le daba miedo quedarse allí, salió corriendo en busca de ayuda, pero resbaló y cayó por un terraplén. Al caer se llevó un golpe en la cabeza, que despertó a una de sus identidades del pasado. Entonces tuvo lugar una extraña conversación dentro de su mente:

¡Ay, qué dolor de cabeza! Me siento como si me hubiera pegado el monstruo de la Rue Morgue.

¡Oiga! ¿Quién es usted y qué está haciendo dentro de mi cabeza?

-Soy tu Yo de hace doscientos años. Me presento: mi nombre es Augusto Dupin, caballero y detective. ¿No has leído los relatos que me dedicó mi desdichado cronista y amigo Edgar Allan Poe?

Pues no.

¡Típica ignorancia de un joven del siglo XXI! En fin, será mejor que busquemos a los agentes de la ley.

Hans tuvo que caminar hasta la ciudad, pues allí su móvil no tenía cobertura. Tras examinar el cadáver, la policía ratificó que se trataba, efectivamente, de la señora Martha Howard. John Howard, segundo marido de la víctima y padrastro de Lucy, hubiera sido un sospechoso ideal, pues la muerte de su mujer le proporcionaba una sustanciosa herencia. Pero tenía una buena coartada, pues estaba jugando al golf con unos amigos cuando Hans descubrió el cadáver. Y, según el forense, la víctima llevaba poco tiempo muerta, por lo que no hubiera podido asesinarla antes de ir al campo de golf.

Cuando Hans volvió a la ciudad, se encerró en su cuarto, tras pedirles a sus padres que no lo molestaran, con la excusa de que estaba muy afectado. Entonces volvió a oír en su mente la voz de Monsieur Dupin:

Creo que ya he resuelto el caso. Examinando atentamente tus recuerdos, descubrí un elemento discordante en la escena del crimen. Me refiero a las moscas.

Pues yo no recuerdo que allí hubiera ninguna mosca.

¡Ese es precisamente el elemento discordante! Estamos en verano y un cadáver abandonado en medio del campo tendría que haberlas atraído rápidamente. De hecho, cuando la policía llegó allí había bastantes por los alrededores, pero cuando viste el cuerpo por primera vez no había ni una sola. Eso me sugiere una idea que, con un poco de suerte, podremos corroborar en breve.

Aquella misma noche John Howard y su hijastra Lucy abandonaron la comisaría, tras reconocer el cadáver y prestar declaración. Cuando llegaron al parking subterráneo, la muchacha besó con pasión a su padrastro y le dijo:

—¡Felicidades, John! Gracias al imbécil de Hans, tu plan ha salido perfectamente.

Sí, cariño. Ya tengo los documentos falsos y los billetes que nos permitirán huir del país antes de que tengan pruebas contra nosotros.

Pero entonces alguien que se hallaba oculto tras una columna se plantó delante de ellos y les dijo:

Buenas noches, soy el imbécil del que hablaban.

Lucy gritó, sorprendida y furiosa:

¡Hans! ¿Qué haces aquí?

¿No es obvio, guapa? Espiaros para comprobar que mis sospechas (es decir, las sospechas de Monsieur Dupin) eran ciertas. Ya lo veo claro: una buena actriz, que conocía mis costumbres y los sitios por donde solía pasear, se hizo pasar por su madre muerta, para darle una coartada a su cómplice. Mientras yo corría en busca de ayuda, te largaste sin ser vista por nadie. Usted, Mister Howard, mató a su esposa cuando volvió de jugar al golf y se la llevó al lugar donde yo había encontrado a Lucy, pensando que no me daría cuenta del cambiazo. Pero en eso se equivocó completamente. Por cierto, he grabado en mi móvil lo que acaban de decir y también les he hecho una foto muy comprometedora.

Howard, furioso, se arrojó sobre Hans, pero este, aprovechando los conocimientos de “savate” (boxeo francés) transmitidos por Monsieur Dupin, esquivó fácilmente su acometida y le propinó un fuerte golpe en la mandíbula, que lo dejó sin sentido. Hecho esto, Hans le dijo a la sorprendida Lucy:

¿Cómo pudiste ayudar al asesino de la mujer que te adoptó cuando te quedaste huérfana?

Ella no me recogió por caridad, sino para lavar su mala conciencia por haber provocado la ruina de mis verdaderos padres. Yo, en cambio, lo hice todo por amor. Si tú me amaras de verdad, lo entenderías y me dejarías escapar.

Yo quizás lo haría, Lucy. Pero dentro de mi mente hay alguien que tiene otras ideas al respecto.

Mientras la muchacha y su padrastro eran detenidos por la policía, Hans volvió solo a su casa. Viendo que estaba muy triste, Dupin le dijo:

Consuélate, hombre. En el fondo siempre has sabido que esa chica no era buena para ti, ¿verdad?

Aun así, yo la amaba… pese a que hace quinientos años hizo que sus perros me devoraran por haberla visto desnuda.

LA INSPIRACIÓN (CUENTO)

 

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Un día del año 1830 cierta prostituta fue estrangulada en las afueras de Nueva York. Varios testigos vieron huir al asesino, pero no pudieron distinguir su rostro, aunque advirtieron que iba uniformado como los cadetes de West Point. Las investigaciones efectuadas por los agentes de la ley dejaron constancia de que aquel día todos los cadetes tenían una coartada irrefutable, con solo dos excepciones. Uno de los posibles sospechosos era el joven Jack Marlowe, muchacho de buena familia y expediente intachable. El otro era un individuo de costumbres disolutas y mente algo desequilibrada, al que sus escasos amigos solían llamar Eddy. Con semejantes antecedentes, no es de extrañar que este último se convirtiera en el blanco de todas las sospechas. O, mejor dicho, de casi todas, pues uno de sus compañeros había hecho buenas migas con él y creía en su inocencia. Así pues, Robert Reynolds decidió investigar el caso por su cuenta, para echarle una mano a su amigo Eddy antes de que alguien decidiera ahorcarlo.

Aquella noche consiguió salir de la academia sin que su fuga fuera advertida y se acercó a la ciudad, concretamente al depósito de cadáveres. Tras sobornar al guardia, examinó el cadáver de la desdichada prostituta y, tras hacerse con una buena lupa, examinó atentamente las marcas que los dedos asesinos habían dejado en su cuello. Tras una larga observación, se guardó la lupa en el bolsillo y se dijo:

A juzgar por la posición de las marcas, quien asesinó a esta desgraciada debía de tener unas manos bastante grandes. Las de Eddy son más o menos como las mías (lo sé porque nos hemos echado unos cuantos pulsos). Las de Marlowe no sé cómo serán, nunca me he fijado en ese detalle. Pero él es un hombre bastante alto y fuerte, así que lo lógico sería pensar que tiene unas manos grandes.

Pero aquel era un indicio demasiado vago para satisfacer a Reynolds. Además, Marlowe no era de los que frecuentan la compañía de las prostitutas y, desde luego, no estaba loco. ¿Qué razón podía tener para matar a una desconocida? Entonces Reynolds decidió acercarse al barrio donde se había cometido el crimen y, tras otro soborno, pudo hablar con una compañera de la víctima. Esta no tenía ni idea de quién podía haber estrangulado a la pobre Betty, así que Reynolds optó por preguntarle directamente:

¿Le habló alguna vez su amiga de un cadete llamado Marlowe?

La apenada prostituta caviló en silencio durante unos segundos y luego dijo:

Creo que no. Recuerdo que hace pocos días Betty mencionó a un tal Marlowe, con el cual se había acostado varias veces. Pero, por lo que dijo de él, debía de ser un pez más gordo que un simple cadete. Además, lo mencionó precisamente para decir que había muerto.

Como aquella línea de investigación parecía cerrada, Reynolds se despidió de la prostituta con una generosa propina y volvió a West Point antes de que alguien notara su ausencia. Una vez allí, buscó a un veterano ordenanza llamado Seymour. Este era un hombre astuto, que, sin ser amigo de nadie, conocía los entresijos de todo el mundo. Normalmente era un tipo discreto, pero Reynolds obtuvo el placer de su conversación a cambio de unos cuantos dólares. Tras asegurarse de que nadie los escuchaba, le preguntó:

Seymour, ¿sabe si recientemente ha fallecido algún pariente del cadete Marlowe?

En efecto. Y me extraña que usted lo haya descubierto, porque es un asunto del cual se ha hablado muy poco por estos lares. El hermano mayor de Marlowe murió la semana pasada, después de que se disparara por accidente la pistola que estaba limpiando. Ya sabe: la típica tontería que se cuenta para ocultar un suicidio.

¿Y qué motivo podía tener ese hombre para suicidarse?

Según tengo entendido, iba a casarse con una señorita de alta alcurnia, pero el compromiso se rompió bruscamente pocos días antes de la boda. Al parecer, ese individuo quiso comer entremeses antes del banquete nupcial y hubo un entremés que no mantuvo la boca cerrada. No sé si me entiende.

Reynolds entendía perfectamente y pensó que la pobre Betty había sido un entremés demasiado parlanchín. Si el hermano de Jack Marlowe se había suicidado por culpa de sus habladurías, entonces ya había un móvil para el asesinato. El cadete Marlowe podía ser un hombre irreprochable en muchos aspectos, pero en varias ocasiones había manifestado un carácter arrogante y vengativo, incapaz de perdonar.

Tras unas palabras de Reynolds con el jefe de policía, se procedió al arresto de Jack Marlowe, quien consiguió escapar antes del interrogatorio. Aquella fuga se consideró un indicio evidente de culpabilidad y así Eddy dejó de ser sospechoso. Este abrazó a su amigo Reynolds con lágrimas en los ojos y le dijo:

¡Muchas gracias, Robert! No sabes cuánto te debo.

No exageres, Eddy. De todas formas, no había ninguna prueba contra ti.

No me refiero a eso. Ya sabes que quiero ser escritor cuando abandone esta maldita academia. Y tú me has inspirado la creación de un nuevo género literario.

Varios años después Eddy, cuyo nombre completo era Edgar Allan Poe, creó la literatura de misterio.


EL ORIGEN DE LA NOVELA POLICIAL

 

Decía el escritor mexicano Alfonso Reyes que la novela policial debe considerarse el género de nuestra época, pues es el que tiene más lectores y el de aparición más reciente. Pero el propio Reyes admitía que, pese a ser un género literario nacido en tiempos modernos, tenía antecedentes que se remontaban a los mismos orígenes de la literatura.

Incluso en el Antiguo Testamento el profeta Daniel ejerce de detective en varias ocasiones, que podemos resumir aquí.

Un día el rey Nabucodonosor de Babilonia le dijo que los ídolos de cierto santuario cobraban vida por la noche para comerse los alimentos que recibían como ofrenda. Pero Daniel entró en el santuario y dejó el suelo cubierto de ceniza. A la mañana siguiente entró acompañado por el rey y vio huellas en el suelo. Estas llevaban a un habitáculo, del cual los sacerdotes del templo salían por las noches para robar las ofrendas y comérselas, engañando así a los devotos.

En otra ocasión dos viejos verdes difamaron a una mujer llamada Susana, a la cual acusaron de haber cometido un grave pecado bajo la sombra de un árbol. Daniel interrogó a los dos ancianos por separado, pero, en vez de centrarse en el presunto pecado de Susana, lo que hizo fue preguntarle a cada uno de ellos bajo qué especie de árbol había tenido lugar el pecado. Como no hubo concordancia en las respuestas, Daniel descubrió que los viejos mentían y, en vez de castigar a Susana, les dio su merecido a ambos difamadores.

Otro detective antiguo fue el sabio griego Arquímedes. Según una conocida tradición, aplicó su famoso principio para descubrir que una corona, presuntamente hecha de oro puro, en realidad había sido fabricada combinando distintos metales. Al tener estos una densidad diferente de la que correspondía al oro puro, era posible advertir el engaño cuando se sumergía la corona en un recipiente lleno de agua.

En el campo literario la narrativa policial no aparece como género hasta bien entrado el siglo XIX, pero anteriormente ya se escribían historias que tenían como punto de partida un crimen misterioso. Por ejemplo, podemos recordar “El sapo”, cuento del italiano Giovanni Boccaccio (siglo XIV). Este relato nos habla de un hombre que muere súbitamente tras meterse una hierba en la boca, mientras estaba en el campo con su novia y unos amigos. Estos acusan a la chica de asesinato y el juez, para reconstruir los hechos, le ordena a la acusada que se meta una hierba semejante en la boca. Entonces la pobre muchacha muere rápidamente, igual que su presunta víctima. Después se descubre que el causante de ambas muertes había sido un sapo, que estaba escondido debajo de la tierra y que desde allí transmitía su veneno a las hierbas del campo. El cuento finaliza con los ciudadanos quemando al sapo y con la rehabilitación póstuma de la desdichada joven.

En el siglo XVIII aparecen obras que, sin pertenecer estrictamente a la literatura policial, reflejan un interés más o menos morboso por el mundo del crimen, como las biografías de célebres delincuentes escrituras por el no menos célebre Daniel Defoe.

Pero es en el año 1841 cuando nace la novela policíaca tal como la conocemos hoy, con todos sus elementos básicos. Poco después de que dos excelentes precursores llamados Balzac y Dickens hubieran publicado obras con elementos de intriga (“Un affaire tenebreuse” y “Barnaby Rudge”, respectivamente), el maestro Edgar Allan Poe creó la semilla del género: “Los crímenes de la Rue Morgue”, novela corta que presenta al caballero francés Auguste Dupin, primer detective amateur de la literatura universal. Esta obra presenta por primera vez elementos que el género repetirá hasta convertirlos en tópicos: el crimen misterioso cometido en un cuarto cerrado, el amigo del detective que narra la historia, el examen del lugar de los hechos en busca de indicios, el jefe de policía con poca cabeza, el inocente injustamente acusado, los testimonios contradictorios y el carácter excéntrico del detective, que en ocasiones llega a ser, como diría El canto del loco, “un poquito insoportable”. Claro que también faltan otras cosas, como el nutrido grupo de sospechosos e incluso el criminal propiamente dicho (pues finalmente el responsable de las muertes resultará ser… bueno, mejor evitemos spoilers). Pero todo eso llegará poco después, con Wilkie Collins y, sobre todo, con Sherlock Holmes: el inmortal detective de sir Arthur Conan Doyle, creado en buena medida a imagen y semejanza de un personaje real (cierto profesor Bell), pero que sin duda también le debe mucho al Dupin de Poe.

Texto de Francisco Javier Fontenla García. Imagen: Pixabay.

DOS EN UNO (CUENTO)

 

Cuando era pequeña, Amanda Martins tenía el poder de comunicarse con las almas de los muertos y, como vivía en la ciudad de Baltimore (Maryland, EE. UU.), se hizo amiga del fantasma de Edgar Allan Poe, que solía deambular por las calles donde había pasado sus últimos momentos de vida. Cuando llegó a la pubertad, Amanda perdió sus facultades paranormales, pero el fantasma de Poe siguió cuidándola sin que ella lo supiera.

Un día de verano Amanda fue a la playa con sus compañeros de clase, pero desgraciadamente el agua estaba llena de algas, que le daban mucha grima. Como no le apetecía bañarse en esas circunstancias, propuso dar un paseo por la costa, pero solo Joel, su mejor amigo, quiso acompañarla. Tras una larga caminata, los dos amigos llegaron a un lugar solitario y agreste, frecuentado únicamente por cuervos y aves marinas. Pero de pronto aparecieron unos desconocidos, que anestesiaron a los muchachos con una granada de gas somnífero y se llevaron a Amanda. El espíritu de Poe, que andaba por allí (o mejor dicho volaba, pues había poseído a un cuervo), entró en el cuerpo de Joel y lo ayudó a despertarse. Entonces tuvo lugar un curioso diálogo en el cerebro del muchacho:

¡Oiga! ¿Quién es usted y qué está haciendo dentro de mi cabeza?

Pues soy Edgar Allan Poe. ¿Es que nunca has oído hablar de mí?

Bueno, sí, estudio Literatura… ¿Pero usted no murió hace doscientos años?

Mejor dejemos esos detalles para otra ocasión. Ahora lo importante es rescatar a Amanda.

Sí, pero usted está muerto y yo tengo catorce años. No somos los Vengadores precisamente.

No importa. Tú confía en mi experiencia.

Amanda había sido capturada por los sicarios de Klaus Nessler, un peligroso delincuente experto en ocultismo. Cuando vio a Amanda, le dijo:

Encantado de conocerte, querida. Tengo entendido que puedes hablar con los muertos. Y yo quiero conocer todos los secretos que los hechiceros de la Antigüedad se llevaron a la tumba.

Pues me temo que se va a quedar con las ganas. Hace tiempo que perdí mis poderes.

Vamos a comprobar si eso es cierto.

Nessler llamó a su nieta Magda, una niña de diez años que tenía el poder de la telepatía, y le ordenó infiltrarse en los pensamientos de su prisionera. Magda clavó sus fríos ojos azules en las pupilas de Amanda, realizó una exploración de su mente y le dijo a su abuelo:

Dice la verdad. Ya no nos sirve para nada.

Nessler suspiró apesadumbrado y dijo:

Es una lástima. Pero quizás todavía podamos sacarle alguna utilidad a esta señorita. Su padre es agente del FBI, lo cual la convierte en una valiosa rehén.

Los sicarios de Nessler ataron a Amanda, le taparon la boca con cinta adhesiva e hicieron ademán de introducirla en un vehículo todoterreno, pero entonces apareció Joel-Poe (llamémoslo así). Nessler lo encañonó con una pistola y le dijo:

Dame una buena razón para que no te mate.

Mientras Nessler profería sus amenazas, tuvo lugar otra conversación mental en la cabeza del muchacho:

Oiga, señor Poe. Usted ya está muerto y todo esto le parecerá muy divertido, pero este cuerpo es mío y no quiero que lo conviertan en un colador.

Tú tranquilo, déjame hablar a mí.

Entonces Joel-Poe se dirigió a Nessler con aparente tranquilidad (para ser más exactos, fue Poe quien habló con la voz de Joel):

Mientras seguía su rastro, encontré por casualidad el tesoro del capitán Kidd. Le daré las señas exactas si deja en paz a mi amiga.

¡No me hagas reír! Ni un niño pequeño se creería esa bola.

Si no se fía de mis palabras, dígale a la señorita aquí presente que use sus poderes para leer mis pensamientos.

Nessler le susurró a Magda:

Cariño, introdúcete en la mente de ese imbécil y comprueba si lo que dice es verdad o un farol.

Magda hizo lo que le había dicho su abuelo, pero al entrar en la mente de Poe se encontró con todos los horrores creados por su morbosa imaginación e, incapaz de resistir el susto, sufrió un desmayo fulminante. Nessler, enfurecido, le gritó a Joel-Poe:

¿Qué le has hecho a mi nieta? ¡Cúrala o te mataré!

Si me mata, su nieta se quedará así para siempre y terminará en un manicomio En cambio, si nos deja en paz, pronto se recuperará sin la menor secuela. Le doy mi palabra de caballero de Virginia.

¿Caballero de Virginia? ¡Tú sí que deberías estar en un manicomio!

Ya me han llamado loco muchas veces, pero yo estoy de pie y su nieta no. Elija de una vez.

Nessler dudó durante unos segundos y eso aparentemente estuvo a punto de arruinar el plan de Poe, pues Magda ya había empezado a mostrar signos de recuperación. Pero, mientras todo el mundo estaba pendiente de Joel-Poe, Amanda había aplicado unos trucos que le había enseñado su padre para desatarse (en realidad, Poe había contado con eso desde el primer momento) y hacerse con una de las granadas de gas somnífero que Nessler guardaba en su vehículo. Usando el gas, Amanda dejó a toda la banda fuera de combate.

Una vez reducidos los criminales, Amanda y Joel (ya solo Joel) se fundieron en un cálido abrazo, bajo la mirada cómplice de un espíritu que los observaba desde el cielo.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

ANABEL (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando era niño sentía hacia mi hermosa prima Anabel un cariño singularmente intenso y profundo. Así pues, no es de extrañar que su prematura muerte a los catorce años de edad me infligiera una herida incurable en el corazón. Siendo yo su pariente carnal, se me permitió hacerle una última visita en el cuarto donde agonizaba. Aunque depauperada por la enfermedad que la consumía, seguía pareciéndome muy bella y, cuando me vio, reunió sus últimas fuerzas para dedicarme la más dulce de las sonrisas. Luego me dijo con una voz apenas audible:

No llores por mí, Eduardo. Te prometo que estaré contigo cuando más me necesites.

Luego empezó a vomitar sangre y una enfermera me ordenó abandonar el cuarto. Poco tiempo después mi padre me anunció, compungido, que Anabel se había ido para siempre.

Cuando llegué a la edad adulta, seguía recordándola con una tristeza que solo la memoria de sus últimas palabras podía atenuar. Quiso el Destino que un hombre rico me contratara para darle clases de Dibujo a su hija Carla, una hermosa niña de catorce años, cuya sorprendente semejanza con Anabel se me antojó turbadora. Físicamente eran idénticas, salvo por un pequeño detalle: Anabel tenía los ojos verdes, mientras que los de Carla eran azules. También se parecían en algunos rasgos de su personalidad, como su amor a los gatos (pese a las protestas de sus padres, Carla había adoptado varios felinos callejeros, siendo su predilecta una gata negra a la que llamaba Bella). Cuando me enteré de que mi pupila había nacido exactamente nueve meses después de la muerte de Anabel, una idea extravagante empezó a echar raíces en mi mente, siempre predispuesta al delirio. Llegué a convencerme de que mi prima había vuelto al mundo para salvarme de la melancolía, cumpliendo así la promesa que había proferido en su lecho de muerte.

Pasado algún tiempo, intenté despertar en Carla algún recuerdo de su vida anterior que sirviera para confirmar mis sospechas. Yo solía darle clase en el salón de su casa y una tarde le dije lo que pensaba. Al principio pensó que estaba bromeando, pero luego, al percatarse de que hablaba en serio, se asustó y debió de pensar que era un loco o un pedófilo. Llamó aterrorizada a su madre y le dijo que yo la estaba acosando. La dueña de la casa (una mujer bella de cuerpo, pero prosaica de espíritu) no quiso escuchar mis explicaciones, que, por otra parte, difícilmente la hubieran convencido. Me expulsó de su casa y me dijo que, si volvía a acercarme a Carla, pondría una denuncia en la comisaría.

Aquella amarga decepción destruyó por completo todas mis ilusiones e, impelido por la tristeza, me interné en las profundidades del bosque para llorar en silencio. Ya había anochecido cuando creí oír un leve rumor de pasos sobre la hojarasca. Encendí la linterna de mi móvil y vi que a mi lado estaba Bella, la gata favorita de Carla. La acaricié en el lomo y le dije en voz alta, como si ella pudiera entenderme:

¡Hola, preciosa! Es bueno saber que al menos alguien de esa casa me echa de menos. Pero será mejor que te devuelva a tu dueña. Solo faltaría que, además de por acoso, me denuncie por robo de mascotas.

Volví a la casa de Carla con la intención de dejar a la gata en el jardín y marcharme, pero entonces advertí algo anormal: la puerta estaba entreabierta, lo cual era extraño a aquellas horas de la noche. Examiné la cerradura y vi que estaba rota, como si alguien la hubiera forzado. Entré en el vestíbulo procurando no hacer ruido y me dirigí hacia la única habitación de la casa que tenía las luces encendidas. Allí estaban Carla y sus padres, los tres atados y amordazados con cinta adhesiva. Me acerqué a ellos para liberarlos, pero de pronto apareció un ladrón armado con un cuchillo, que se arrojó sobre mí con evidentes intenciones homicidas. Sin duda hubiera acabado conmigo de no ser por la rápida intervención de Bella, que se abalanzó sobre el intruso y le laceró el rostro con sus garras. Yo aproveché aquella oportunidad para agarrar una lámpara y golpearlo en la cabeza hasta dejarlo inconsciente. Cuando me detuve para tomar aliento, oí maullar a la gata, que me miraba desde el alféizar de la ventana con sus brillantes ojos verdes… en los cuales, aunque parezca una locura, creí reconocer la dulce y tierna mirada de otros ojos verdes que había amado en mi infancia. Quise acercarme a ella, pero dio un salto y desapareció para siempre entre las sombras de la noche.

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