ANABEL (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando era niño sentía hacia mi hermosa prima Anabel un cariño singularmente intenso y profundo. Así pues, no es de extrañar que su prematura muerte a los catorce años de edad me infligiera una herida incurable en el corazón. Siendo yo su pariente carnal, se me permitió hacerle una última visita en el cuarto donde agonizaba. Aunque depauperada por la enfermedad que la consumía, seguía pareciéndome muy bella y, cuando me vio, reunió sus últimas fuerzas para dedicarme la más dulce de las sonrisas. Luego me dijo con una voz apenas audible:

No llores por mí, Eduardo. Te prometo que estaré contigo cuando más me necesites.

Luego empezó a vomitar sangre y una enfermera me ordenó abandonar el cuarto. Poco tiempo después mi padre me anunció, compungido, que Anabel se había ido para siempre.

Cuando llegué a la edad adulta, seguía recordándola con una tristeza que solo la memoria de sus últimas palabras podía atenuar. Quiso el Destino que un hombre rico me contratara para darle clases de Dibujo a su hija Carla, una hermosa niña de catorce años, cuya sorprendente semejanza con Anabel se me antojó turbadora. Físicamente eran idénticas, salvo por un pequeño detalle: Anabel tenía los ojos verdes, mientras que los de Carla eran azules. También se parecían en algunos rasgos de su personalidad, como su amor a los gatos (pese a las protestas de sus padres, Carla había adoptado varios felinos callejeros, siendo su predilecta una gata negra a la que llamaba Bella). Cuando me enteré de que mi pupila había nacido exactamente nueve meses después de la muerte de Anabel, una idea extravagante empezó a echar raíces en mi mente, siempre predispuesta al delirio. Llegué a convencerme de que mi prima había vuelto al mundo para salvarme de la melancolía, cumpliendo así la promesa que había proferido en su lecho de muerte.

Pasado algún tiempo, intenté despertar en Carla algún recuerdo de su vida anterior que sirviera para confirmar mis sospechas. Yo solía darle clase en el salón de su casa y una tarde le dije lo que pensaba. Al principio pensó que estaba bromeando, pero luego, al percatarse de que hablaba en serio, se asustó y debió de pensar que era un loco o un pedófilo. Llamó aterrorizada a su madre y le dijo que yo la estaba acosando. La dueña de la casa (una mujer bella de cuerpo, pero prosaica de espíritu) no quiso escuchar mis explicaciones, que, por otra parte, difícilmente la hubieran convencido. Me expulsó de su casa y me dijo que, si volvía a acercarme a Carla, pondría una denuncia en la comisaría.

Aquella amarga decepción destruyó por completo todas mis ilusiones e, impelido por la tristeza, me interné en las profundidades del bosque para llorar en silencio. Ya había anochecido cuando creí oír un leve rumor de pasos sobre la hojarasca. Encendí la linterna de mi móvil y vi que a mi lado estaba Bella, la gata favorita de Carla. La acaricié en el lomo y le dije en voz alta, como si ella pudiera entenderme:

¡Hola, preciosa! Es bueno saber que al menos alguien de esa casa me echa de menos. Pero será mejor que te devuelva a tu dueña. Solo faltaría que, además de por acoso, me denuncie por robo de mascotas.

Volví a la casa de Carla con la intención de dejar a la gata en el jardín y marcharme, pero entonces advertí algo anormal: la puerta estaba entreabierta, lo cual era extraño a aquellas horas de la noche. Examiné la cerradura y vi que estaba rota, como si alguien la hubiera forzado. Entré en el vestíbulo procurando no hacer ruido y me dirigí hacia la única habitación de la casa que tenía las luces encendidas. Allí estaban Carla y sus padres, los tres atados y amordazados con cinta adhesiva. Me acerqué a ellos para liberarlos, pero de pronto apareció un ladrón armado con un cuchillo, que se arrojó sobre mí con evidentes intenciones homicidas. Sin duda hubiera acabado conmigo de no ser por la rápida intervención de Bella, que se abalanzó sobre el intruso y le laceró el rostro con sus garras. Yo aproveché aquella oportunidad para agarrar una lámpara y golpearlo en la cabeza hasta dejarlo inconsciente. Cuando me detuve para tomar aliento, oí maullar a la gata, que me miraba desde el alféizar de la ventana con sus brillantes ojos verdes… en los cuales, aunque parezca una locura, creí reconocer la dulce y tierna mirada de otros ojos verdes que había amado en mi infancia. Quise acercarme a ella, pero dio un salto y desapareció para siempre entre las sombras de la noche.

AMANDA (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay-Darksouls.

Cuando Amanda era pequeña, tenía el don de ver fantasmas. Naturalmente, nadie la creía, ni siquiera sus propios padres, y todos pensaban que era una loca o una mentirosa. Con semejante reputación, no es de extrañar que fuera poco querida en el colegio. Para colmo de males, April May, la chica más “popular” de su clase, la miraba por encima del hombro e incluso la acosaba con ayuda de sus amigas. Amanda no se atrevía a decirles nada a sus profesores ni a sus padres, porque nunca se tomaban en serio sus palabras.
Ella estudiaba en un prestigioso colegio de Baltimore y siempre había sido una niña muy aplicada, pero sus notas habían bajado mucho desde que April la acosaba y se hallaba al borde de suspender Literatura. Su última esperanza de aprobar era presentarle a su profesor un buen poema, lo cual repercutiría favorablemente en su nota. Quería escribir un texto que reflejara su tristeza y su soledad, pero a causa de los nervios no se le ocurrían las palabras adecuadas. Finalmente tomó una medida desesperada: una mañana, en vez de ir al colegio, se dirigió a un parque donde se aparecía con frecuencia el fantasma de Edgar Allan Poe, que había muerto cerca de allí en 1849. Cuando lo encontró, Amanda le pidió ayuda para escribir su poema y él le respondió:
-Si quieres escribir algo realmente triste, deberías buscar un entorno más inspirador, donde puedas captar el verdadero espíritu de la tristeza.

Pues últimamente yo me siento triste en todas partes.

La buena poesía no es sentimiento, sino impresión.

Entonces buscaré un sitio más melancólico. Estoy pensando en una casa de las afueras, que parece sacada de uno de sus cuentos.

Tras una larga caminata, Amanda y el fantasma de Poe llegaron a un descampado, donde se erguía una vieja y siniestra mansión, abandonada desde hacía muchos años. Pero entonces apareció un agente de policía, que le dijo a Amanda con malos modos:

¡Vete a jugar a otra parte, niña! No se puede entrar aquí, las ratas se han vuelto agresivas.

Amanda dio la vuelta, fingiendo marcharse, pero se quedó cerca de la casa, escondida entre unos arbustos. Poe le preguntó:

¿En qué estás pensando?

Si ese hombre fuera un verdadero policía, no me habría mandado a paseo, sino que hubiera llamado a mi casa para preguntar por qué no estoy en clase. Tengo que averiguar qué es lo que pasa realmente dentro de esa casa.

A Amanda no le costó demasiado entrar por una ventana de la parte trasera, pues era bastante ágil. Una vez dentro del edificio, oyó unos gemidos ahogados procedentes del desván. Subió las escaleras procurando no hacer ruido y al llegar arriba se llevó una sorpresa: allí estaba su peor enemiga, April May, atada y amordazada. Olvidando todo el daño que le había hecho aquella chica, Amanda le quitó la mordaza e intentó tranquilizarla. April le dijo, con la voz entrecortada por el miedo:

El hombre de la entrada… ese que lleva uniforme de policía… me secuestró esta mañana, cuando salí de casa para ir al colegio.

Bueno, tranquila, April, nadie va a hacerte daño. Mira, aquí tengo mi móvil. Ahora mismo llamaré a la policía y…

Entonces la puerta del desván se abrió de golpe y tanto Amanda como April se quedaron mudas de terror, cuando el falso policía entró con una pistola en la mano. Aquel hombre sonrió cruelmente y le dijo a Amanda:

Has visto demasiado y ahora tengo que matarte. Así tu amiga sabrá lo que le espera cuando sus papás hayan pagado el rescate.

Amanda se había quedado paralizada por el miedo, pero el fantasma de Poe, que seguía a su lado, le dijo:

Ese caballero me parece algo grosero. Quizás deberíamos aumentar su cultura literaria.

El fantasma poseyó la mente del criminal y entonces fue este el que se quedó paralizado de terror cuando invadieron su cerebro todas las pesadillas creadas por la lúgubre fantasía de Poe, desde vísceras que seguían latiendo más allá de la muerte hasta gatos negros en cuya única pupila ardían las llamas del infierno. Amanda aprovechó aquella ocasión para empujarlo con todas sus fuerzas, haciendo que se cayera por las escaleras.

Cuando el secuestrador recuperó la conciencia, ya estaban allí varios policías de verdad, que se ocuparon de arrestarlo.

Una vez libre, April se abrazó llorando a Amanda, poniendo punto final a una enemistad que ninguna de las dos quería recordar. Pero Amanda sí se acordó de una cosa: de guiñarle un ojo a cierto fantasma, que la observaba cariñosamente desde un rincón.

EL OSO

Bram el Sanguinario, un mercenario gaélico que había vendido su espada al difunto caudillo vikingo Harald el Saqueador, atravesaba los oscuros bosques noruegos buscando un nuevo señor o, en su defecto, una aventura que saciara su perpetua sed de sangre. La nieve crujía bajo sus pesadas botas de cuero y un viento gélido, cuyos silbidos se confundían con los lejanos aullidos de los lobos, le azotaba el rostro sin misericordia. Pero él seguía avanzando sin vacilar, impulsado por una fuerza que iba más allá de lo meramente físico. 

De repente, un bramido atronador lo detuvo en seco. Bram se puso en guardia, dispuesto a afrontar cualquier peligro que lo amenazara. Y entonces una colosal sombra bípeda surgió de las tinieblas del bosque. Se trataba de un enorme oso pardo, sobre cuyas siniestras intenciones no cabía la menor duda. Pero Bram no se amilanó ante aquel formidable enemigo, mucho más poderoso que cualquier adversario humano. Empuñó su hacha y cargó contra la bestia con toda la fuerza de sus poderosos músculos. Moviéndose con agilidad digna de un gato salvaje, esquivó la acometida de sus zarpas y le asestó un terrible hachazo en el lomo. La bestia rugió enfurecida e intentó contraatacar, pero Bram no le dio tregua y la golpeó repetidamente, sin detenerse hasta que el oso se quedó inmóvil sobre la nieve teñida de sangre. Bram contempló el cadáver del animal con una sonrisa cruel en sus labios. Sabía que su hazaña llegaría a oídos de los principales caudillos del norte y que pronto todos ellos se disputarían sus servicios. Tras desollar al animal, se encaminó hacia una aldea cercana, llevando en sus hombros la piel del oso como trofeo. Pero entonces se puso el sol y la luna llena, semejante a un pálido ángel de la muerte, iluminó el cielo nocturno con sus espectrales rayos de plata. Impulsada por el hechizo del plenilunio, la piel del oso pareció cobrar vida y se fundió con la carne del sorprendido Bram, quien comprendió demasiado tarde que el animal al que había matado no era una bestia ordinaria, sino un berserk u hombre-oso. Y a partir de aquella noche Bram también lo sería hasta el fin de sus días… o al menos hasta que otro guerrero más poderoso lo matara y heredara su maldición.

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay. Dedicado a la memoria de Robert Ervin Howard, padre de la fantasía heroica moderna, fallecido el 11 de junio de 1936.

 

LOS GATOS DE ULTHAR (H. P. LOVECRAFT)

 

Texto original: H. P. Lovecraft. Adaptación: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Se dice que en Ulthar, más allá del río Skai, nadie puede matar a un gato. Los gatos son ciertamente animales misteriosos, familiarizados con las cosas extrañas que nosotros no podemos ver. En ellos reside el espíritu del antiguo Egipto y recuerdan historias de viejas ciudades olvidadas. Son parientes del rey de la selva y conocen los más siniestros secretos de la misteriosa África. Son más viejos que la Esfinge y recuerdan lo que ella ha olvidado.

Antes de que la prohibición de matar gatos hubiera sido promulgada, vivía en Ulthar cierta pareja de ancianos, cuya principal fuente de placer era atrapar y matar a los pequeños felinos de la vecindad. No se sabe por qué lo hacían, pero seguramente utilizaban medios muy peculiares para acabar con sus víctimas, a juzgar por los extraños sonidos que se oían durante la noche. Los cazadores de gatos eran dos viejos de rostro taciturno, que vivían en una cabaña pequeña y lúgubre. Sus vecinos no se atrevían a decirles nada, pues, si bien aborrecían a los dos ancianos, también les tenían miedo. Cuando perdían a sus mascotas y oían sonidos extraños después del anochecer, se limitaban a lamentarse impotentes, agradeciéndole al Destino que no hubieran sido sus hijos las víctimas de aquellos viejos sádicos. El caso es que los habitantes de Ulthar eran gentes sencillas e ignoraban muchas cosas.

Cierto día llegó allí una caravana de extraños vagabundos procedentes del Sur. Eran gentes de tez oscura y no tenían ninguna relación con las otras tribus nómadas que solían acercarse a Ulthar. Se establecieron en el bazar, donde se dedicaban a anunciarle el porvenir a quien les entregase una moneda de plata. No se sabe de dónde venían, pero se dice que rezaban a extraños dioses y que pintaban en los flancos de sus carruajes figuras humanas con cabeza de gato o de halcón. Su líder llevaba sobre la cabeza un curioso tocado, con dos cuernos entre los cuales se veía una representación del disco solar.

Uno de los miembros de aquella singular caravana era un niño huérfano, cuyo único amigo era un pequeño gato negro. Tras haber perdido a su familia durante una epidemia, solo le había quedado aquella mascota para consolarlo de sus desdichas. Un niño puede encontrar un gran placer en la compañía de un gatito negro. Así pues, aquel muchacho, al que sus compañeros llamaban Menes, sonreía a menudo mientras jugaba con el pequeño felino cerca de su carruaje.

El tercer día después de la llegada de los nómadas a Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito. Algunos vecinos de la ciudad que se habían acercado al bazar le hablaron de los dos ancianos y de los sonidos que se oían por las noches. Después de oír aquellos rumores, la tristeza de Menes dio paso al ensimismamiento y luego a la oración. Alzó sus brazos, se dirigió al sol y empezó a rezar en una lengua desconocida. Entonces algunos vecinos creyeron ver extrañas formas en las nubes, semejantes a las figuras híbridas que adornaban los carruajes de los vagabundos. Pero, después de todo, no es raro que las personas imaginativas se dejen impresionar por los caprichos de la Naturaleza.

Aquella noche los nómadas abandonaron Ulthar para no volver nunca más. Y los vecinos de la ciudad se sintieron preocupados al advertir que todos sus gatos habían desaparecido. El viejo patriarca Kranon maldijo a los vagabundos, pensando que se habían llevado todos los gatos de Ulthar para vengar la desaparición del gatito de Menes. En cambio, el magistrado Nith culpó a los dos ancianos de aquella extraña desaparición. Pero nadie osó acercarse a su cabaña para investigar si realmente eran ellos los culpables. Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a los gatos de la ciudad dando vueltas en torno a aquella lúgubre choza, con tanta solemnidad como si estuvieran realizando una especie de ritual desconocido. Sin embargo, los vecinos no prestaron atención a las palabras del niño.

Las gentes de Ulthar se retiraron a sus casas y al día siguiente vieron que todos sus gatos habían vuelto, aunque parecían más gordos que antes. Como hasta entonces ningún gato había vuelto vivo de la choza donde vivían los dos ancianos, las sospechas recayeron nuevamente sobre los nómadas de piel oscura. Fuera como fuera, aquellos gatos no quisieron probar bocado durante varios días y se limitaron a yacer perezosamente, tendidos junto al fuego o bajo los rayos del sol.

Una semana después los vecinos se percataron de que por las noches ya no se veía ninguna luz en la choza de los dos ancianos. De hecho, nadie los había visto durante los últimos días. Venciendo el temor que le inspiraba aquella siniestra pareja, el patriarca se acercó a la cabaña para investigar qué les había sucedido, acompañado por el herrero y por el picapedrero. Tras echar abajo la frágil puerta de la choza, penetraron en su interior y encontraron dos esqueletos tirados en el suelo.

Circularon muchos rumores entre los vecinos de Ulthar. Se habló de los dos ancianos, de la caravana de vagabundos, del pequeño Menes, del gatito negro y de las extrañas formas que habían adoptado las nubes. Y fue entonces cuando las autoridades de Ulthar prohibieron para siempre hacerles daño a los gatos.

LA CANCIÓN DE LOS MURCIÉLAGOS (ROBERT E. HOWARD)

Texto: Robert Ervin Howard (1906-1936). Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando la oscuridad se cierne sobre los montes y las estrellas emiten un resplandor espectral, los murciélagos vienen volando desde el valle y desde el río. Dan vueltas y más vueltas mientras entonan una canción infernal: “Una vez fuimos reyes, gobernábamos un mundo embrujado y todo nos pertenecía. La diadema del poder coronaba nuestras cabezas, pero entonces el rey Salomón nos convirtió en bestias y destruyó nuestra gloria.” Siguieron dando vueltas en torno al sol poniente, hasta que su vuelo fantasmal se desvaneció en la noche. ¿Qué fue su canción sino el murmullo de unas alas moviéndose bajo las estrellas? ¿O acaso fue el lamento de una horda de fantasmas, que aún hablan en susurros de su olvidada grandeza?


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