AMANDA (CUENTO)

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay-Darksouls.

Cuando Amanda era pequeña, tenía el don de ver fantasmas. Naturalmente, nadie la creía, ni siquiera sus propios padres, y todos pensaban que era una loca o una mentirosa. Con semejante reputación, no es de extrañar que fuera poco querida en el colegio. Para colmo de males, April May, la chica más “popular” de su clase, la miraba por encima del hombro e incluso la acosaba con ayuda de sus amigas. Amanda no se atrevía a decirles nada a sus profesores ni a sus padres, porque nunca se tomaban en serio sus palabras.
Ella estudiaba en un prestigioso colegio de Baltimore y siempre había sido una niña muy aplicada, pero sus notas habían bajado mucho desde que April la acosaba y se hallaba al borde de suspender Literatura. Su última esperanza de aprobar era presentarle a su profesor un buen poema, lo cual repercutiría favorablemente en su nota. Quería escribir un texto que reflejara su tristeza y su soledad, pero a causa de los nervios no se le ocurrían las palabras adecuadas. Finalmente tomó una medida desesperada: una mañana, en vez de ir al colegio, se dirigió a un parque donde se aparecía con frecuencia el fantasma de Edgar Allan Poe, que había muerto cerca de allí en 1849. Cuando lo encontró, Amanda le pidió ayuda para escribir su poema y él le respondió:
-Si quieres escribir algo realmente triste, deberías buscar un entorno más inspirador, donde puedas captar el verdadero espíritu de la tristeza.

Pues últimamente yo me siento triste en todas partes.

La buena poesía no es sentimiento, sino impresión.

Entonces buscaré un sitio más melancólico. Estoy pensando en una casa de las afueras, que parece sacada de uno de sus cuentos.

Tras una larga caminata, Amanda y el fantasma de Poe llegaron a un descampado, donde se erguía una vieja y siniestra mansión, abandonada desde hacía muchos años. Pero entonces apareció un agente de policía, que le dijo a Amanda con malos modos:

¡Vete a jugar a otra parte, niña! No se puede entrar aquí, las ratas se han vuelto agresivas.

Amanda dio la vuelta, fingiendo marcharse, pero se quedó cerca de la casa, escondida entre unos arbustos. Poe le preguntó:

¿En qué estás pensando?

Si ese hombre fuera un verdadero policía, no me habría mandado a paseo, sino que hubiera llamado a mi casa para preguntar por qué no estoy en clase. Tengo que averiguar qué es lo que pasa realmente dentro de esa casa.

A Amanda no le costó demasiado entrar por una ventana de la parte trasera, pues era bastante ágil. Una vez dentro del edificio, oyó unos gemidos ahogados procedentes del desván. Subió las escaleras procurando no hacer ruido y al llegar arriba se llevó una sorpresa: allí estaba su peor enemiga, April May, atada y amordazada. Olvidando todo el daño que le había hecho aquella chica, Amanda le quitó la mordaza e intentó tranquilizarla. April le dijo, con la voz entrecortada por el miedo:

El hombre de la entrada… ese que lleva uniforme de policía… me secuestró esta mañana, cuando salí de casa para ir al colegio.

Bueno, tranquila, April, nadie va a hacerte daño. Mira, aquí tengo mi móvil. Ahora mismo llamaré a la policía y…

Entonces la puerta del desván se abrió de golpe y tanto Amanda como April se quedaron mudas de terror, cuando el falso policía entró con una pistola en la mano. Aquel hombre sonrió cruelmente y le dijo a Amanda:

Has visto demasiado y ahora tengo que matarte. Así tu amiga sabrá lo que le espera cuando sus papás hayan pagado el rescate.

Amanda se había quedado paralizada por el miedo, pero el fantasma de Poe, que seguía a su lado, le dijo:

Ese caballero me parece algo grosero. Quizás deberíamos aumentar su cultura literaria.

El fantasma poseyó la mente del criminal y entonces fue este el que se quedó paralizado de terror cuando invadieron su cerebro todas las pesadillas creadas por la lúgubre fantasía de Poe, desde vísceras que seguían latiendo más allá de la muerte hasta gatos negros en cuya única pupila ardían las llamas del infierno. Amanda aprovechó aquella ocasión para empujarlo con todas sus fuerzas, haciendo que se cayera por las escaleras.

Cuando el secuestrador recuperó la conciencia, ya estaban allí varios policías de verdad, que se ocuparon de arrestarlo.

Una vez libre, April se abrazó llorando a Amanda, poniendo punto final a una enemistad que ninguna de las dos quería recordar. Pero Amanda sí se acordó de una cosa: de guiñarle un ojo a cierto fantasma, que la observaba cariñosamente desde un rincón.

EL OSO

Bram el Sanguinario, un mercenario gaélico que había vendido su espada al difunto caudillo vikingo Harald el Saqueador, atravesaba los oscuros bosques noruegos buscando un nuevo señor o, en su defecto, una aventura que saciara su perpetua sed de sangre. La nieve crujía bajo sus pesadas botas de cuero y un viento gélido, cuyos silbidos se confundían con los lejanos aullidos de los lobos, le azotaba el rostro sin misericordia. Pero él seguía avanzando sin vacilar, impulsado por una fuerza que iba más allá de lo meramente físico. 

De repente, un bramido atronador lo detuvo en seco. Bram se puso en guardia, dispuesto a afrontar cualquier peligro que lo amenazara. Y entonces una colosal sombra bípeda surgió de las tinieblas del bosque. Se trataba de un enorme oso pardo, sobre cuyas siniestras intenciones no cabía la menor duda. Pero Bram no se amilanó ante aquel formidable enemigo, mucho más poderoso que cualquier adversario humano. Empuñó su hacha y cargó contra la bestia con toda la fuerza de sus poderosos músculos. Moviéndose con agilidad digna de un gato salvaje, esquivó la acometida de sus zarpas y le asestó un terrible hachazo en el lomo. La bestia rugió enfurecida e intentó contraatacar, pero Bram no le dio tregua y la golpeó repetidamente, sin detenerse hasta que el oso se quedó inmóvil sobre la nieve teñida de sangre. Bram contempló el cadáver del animal con una sonrisa cruel en sus labios. Sabía que su hazaña llegaría a oídos de los principales caudillos del norte y que pronto todos ellos se disputarían sus servicios. Tras desollar al animal, se encaminó hacia una aldea cercana, llevando en sus hombros la piel del oso como trofeo. Pero entonces se puso el sol y la luna llena, semejante a un pálido ángel de la muerte, iluminó el cielo nocturno con sus espectrales rayos de plata. Impulsada por el hechizo del plenilunio, la piel del oso pareció cobrar vida y se fundió con la carne del sorprendido Bram, quien comprendió demasiado tarde que el animal al que había matado no era una bestia ordinaria, sino un berserk u hombre-oso. Y a partir de aquella noche Bram también lo sería hasta el fin de sus días… o al menos hasta que otro guerrero más poderoso lo matara y heredara su maldición.

Texto: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay. Dedicado a la memoria de Robert Ervin Howard, padre de la fantasía heroica moderna, fallecido el 11 de junio de 1936.

 

LOS GATOS DE ULTHAR (H. P. LOVECRAFT)

 

Texto original: H. P. Lovecraft. Adaptación: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Se dice que en Ulthar, más allá del río Skai, nadie puede matar a un gato. Los gatos son ciertamente animales misteriosos, familiarizados con las cosas extrañas que nosotros no podemos ver. En ellos reside el espíritu del antiguo Egipto y recuerdan historias de viejas ciudades olvidadas. Son parientes del rey de la selva y conocen los más siniestros secretos de la misteriosa África. Son más viejos que la Esfinge y recuerdan lo que ella ha olvidado.

Antes de que la prohibición de matar gatos hubiera sido promulgada, vivía en Ulthar cierta pareja de ancianos, cuya principal fuente de placer era atrapar y matar a los pequeños felinos de la vecindad. No se sabe por qué lo hacían, pero seguramente utilizaban medios muy peculiares para acabar con sus víctimas, a juzgar por los extraños sonidos que se oían durante la noche. Los cazadores de gatos eran dos viejos de rostro taciturno, que vivían en una cabaña pequeña y lúgubre. Sus vecinos no se atrevían a decirles nada, pues, si bien aborrecían a los dos ancianos, también les tenían miedo. Cuando perdían a sus mascotas y oían sonidos extraños después del anochecer, se limitaban a lamentarse impotentes, agradeciéndole al Destino que no hubieran sido sus hijos las víctimas de aquellos viejos sádicos. El caso es que los habitantes de Ulthar eran gentes sencillas e ignoraban muchas cosas.

Cierto día llegó allí una caravana de extraños vagabundos procedentes del Sur. Eran gentes de tez oscura y no tenían ninguna relación con las otras tribus nómadas que solían acercarse a Ulthar. Se establecieron en el bazar, donde se dedicaban a anunciarle el porvenir a quien les entregase una moneda de plata. No se sabe de dónde venían, pero se dice que rezaban a extraños dioses y que pintaban en los flancos de sus carruajes figuras humanas con cabeza de gato o de halcón. Su líder llevaba sobre la cabeza un curioso tocado, con dos cuernos entre los cuales se veía una representación del disco solar.

Uno de los miembros de aquella singular caravana era un niño huérfano, cuyo único amigo era un pequeño gato negro. Tras haber perdido a su familia durante una epidemia, solo le había quedado aquella mascota para consolarlo de sus desdichas. Un niño puede encontrar un gran placer en la compañía de un gatito negro. Así pues, aquel muchacho, al que sus compañeros llamaban Menes, sonreía a menudo mientras jugaba con el pequeño felino cerca de su carruaje.

El tercer día después de la llegada de los nómadas a Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito. Algunos vecinos de la ciudad que se habían acercado al bazar le hablaron de los dos ancianos y de los sonidos que se oían por las noches. Después de oír aquellos rumores, la tristeza de Menes dio paso al ensimismamiento y luego a la oración. Alzó sus brazos, se dirigió al sol y empezó a rezar en una lengua desconocida. Entonces algunos vecinos creyeron ver extrañas formas en las nubes, semejantes a las figuras híbridas que adornaban los carruajes de los vagabundos. Pero, después de todo, no es raro que las personas imaginativas se dejen impresionar por los caprichos de la Naturaleza.

Aquella noche los nómadas abandonaron Ulthar para no volver nunca más. Y los vecinos de la ciudad se sintieron preocupados al advertir que todos sus gatos habían desaparecido. El viejo patriarca Kranon maldijo a los vagabundos, pensando que se habían llevado todos los gatos de Ulthar para vengar la desaparición del gatito de Menes. En cambio, el magistrado Nith culpó a los dos ancianos de aquella extraña desaparición. Pero nadie osó acercarse a su cabaña para investigar si realmente eran ellos los culpables. Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a los gatos de la ciudad dando vueltas en torno a aquella lúgubre choza, con tanta solemnidad como si estuvieran realizando una especie de ritual desconocido. Sin embargo, los vecinos no prestaron atención a las palabras del niño.

Las gentes de Ulthar se retiraron a sus casas y al día siguiente vieron que todos sus gatos habían vuelto, aunque parecían más gordos que antes. Como hasta entonces ningún gato había vuelto vivo de la choza donde vivían los dos ancianos, las sospechas recayeron nuevamente sobre los nómadas de piel oscura. Fuera como fuera, aquellos gatos no quisieron probar bocado durante varios días y se limitaron a yacer perezosamente, tendidos junto al fuego o bajo los rayos del sol.

Una semana después los vecinos se percataron de que por las noches ya no se veía ninguna luz en la choza de los dos ancianos. De hecho, nadie los había visto durante los últimos días. Venciendo el temor que le inspiraba aquella siniestra pareja, el patriarca se acercó a la cabaña para investigar qué les había sucedido, acompañado por el herrero y por el picapedrero. Tras echar abajo la frágil puerta de la choza, penetraron en su interior y encontraron dos esqueletos tirados en el suelo.

Circularon muchos rumores entre los vecinos de Ulthar. Se habló de los dos ancianos, de la caravana de vagabundos, del pequeño Menes, del gatito negro y de las extrañas formas que habían adoptado las nubes. Y fue entonces cuando las autoridades de Ulthar prohibieron para siempre hacerles daño a los gatos.

LA CANCIÓN DE LOS MURCIÉLAGOS (ROBERT E. HOWARD)

Texto: Robert Ervin Howard (1906-1936). Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Cuando la oscuridad se cierne sobre los montes y las estrellas emiten un resplandor espectral, los murciélagos vienen volando desde el valle y desde el río. Dan vueltas y más vueltas mientras entonan una canción infernal: “Una vez fuimos reyes, gobernábamos un mundo embrujado y todo nos pertenecía. La diadema del poder coronaba nuestras cabezas, pero entonces el rey Salomón nos convirtió en bestias y destruyó nuestra gloria.” Siguieron dando vueltas en torno al sol poniente, hasta que su vuelo fantasmal se desvaneció en la noche. ¿Qué fue su canción sino el murmullo de unas alas moviéndose bajo las estrellas? ¿O acaso fue el lamento de una horda de fantasmas, que aún hablan en susurros de su olvidada grandeza?


EL LOBO NEGRO (CUENTO)

 

Cuando terminé la carrera de Magisterio, me fui a trabajar como maestro rural a una pequeña villa de las montañas. Durante mi estancia en el pueblo, donde no era fácil encontrar alojamiento, me hospedé en la casa de doña Socorro, una viuda de buena familia que, a causa de ciertos reveses económicos, se había visto obligada a convertir su vieja mansión en una casa de huéspedes. Con nosotros vivían Elvira, la única hija de doña Socorro, y una criada llamada Benita. Después de tantos años aún tengo grabada en el corazón la belleza de Elvira, que era una hermosísima muchacha de tez pálida, cabellos oscuros y ojos azules. Yo la amaba en silencio con todo el romanticismo de las pasiones juveniles y, aunque era demasiado tímido (y también demasiado pobre) para declararle claramente mis sentimientos, aprovechaba cualquier oportunidad para dedicarle mis atenciones. No es que ella me hiciera mucho caso, pero tampoco me rechazaba abiertamente y, en todo caso, siempre se mostraba muy amable conmigo. Al igual que su madre, era muy devota y siempre llevaba ceñido a su cuello un bonito crucifijo de plata.

La paz que reinaba en el lugar se rompió por culpa un lobo solitario, negro como la noche y extraordinariamente agresivo. Los campesinos creían que aquel animal tan feroz no podía ser un lobo normal, sino un espíritu maligno. Pero yo, que en aquella época era bastante escéptico, no temía al lobo ni renunciaba a dar un paseo por el monte antes de cenar. A fin de cuentas, aquella bestia nunca se había acercado al pueblo en pleno día y yo procuraba volver al pueblo antes del anochecer.

Una tarde, mientras paseaba por el páramo, me sorprendió un fuerte aguacero, por lo que tuve que buscar refugio en una casa abandonada, donde se decía que había duendes. Una vez dentro, oí unos sollozos procedentes de un cuarto próximo al vestíbulo. Fui a echar un vistazo y me encontré con una chica de unos catorce o quince años. Aunque estaba muy pálida y tenía la ropa hecha jirones, me pareció casi tan guapa como mi amada Elvira. La muchacha se asustó al verme, pero conseguí que se calmara, tras asegurarle que no pretendía hacerle ningún daño y que solo había entrado allí para refugiarme de la tormenta. Cuando me hube ganado su confianza, me contó su triste historia:

Me llamo María y vivía en una granja al otro lado de la sierra. Mis padres murieron y mi padrastro no dejaba de maltratarme, así que decidí escaparme de casa. Pero me sorprendió la tormenta y tuve que entrar aquí para refugiarme.

Compadecido, le dije que viniera conmigo y, como ella no tenía dinero, me ofrecí a pagarle el hospedaje en casa de doña Socorro. María me agradeció mi ayuda con numerosas muestras de gratitud y, como ya había escampado, nos fuimos juntos a la villa, adonde llegamos poco antes del anochecer. Lo primero que hice fue contarle la historia de María a doña Socorro, quien, conmovida, acogió a la huérfana con suma amabilidad y se negó a cobrar nada por su alojamiento.

Cuando nos sentamos para cenar, oímos unos sonidos horribles procedentes del patio. Abrimos la ventana para ver qué sucedía y la luz de la luna nos mostró una escena escalofriante: el lobo negro estaba allí y acababa de matar al perro de doña Socorro. Al principio me asusté, pero luego pensé que no podía quedar como un cobarde delante de mi adorada Elvira, así que agarré una escopeta de caza y me dispuse a salir para enfrentarme a la bestia. Entonces Elvira se quitó, por primera vez en muchos años, su crucifijo y me rogó que me lo pusiera, para que me protegiera del Mal. No pude hacer otra cosa que aceptar su regalo y salí con él colgado del cuello. Sin embargo, no me sirvió de mucho, pues el gatillo de la escopeta se encasquilló y el lobo, en vez de huir, se arrojó sobre mí, haciéndome caer al suelo. Aquella bestia me desgarró los brazos con sus dientes y estuvo a punto de matarme, pero entonces apareció un vecino, que mató al lobo de un tiro.

Sin embargo, los horrores de aquella infausta noche no habían hecho nada más que empezar. Yo aún seguía en el suelo cuando oí gritos de terror procedentes de la casa de doña Socorro. Pensando que Elvira podía estar en peligro, me levanté rápidamente y entré a toda prisa en la casa. Mientras corría, una terrible intuición asaltó mi espíritu. El lobo negro no era más que una bestia sedienta de sangre, pero se me ocurrió que el verdadero monstruo podía ser alguien a quien yo mismo había introducido en la casa: aquella misteriosa niña que decía llamarse María, a la que no conocíamos de nada y que había aparecido de repente en una casa supuestamente maldita. Mientras esas sospechas torturaban mi mente, abrí la puerta del comedor y me encontré con una escena dantesca. Doña Socorro (que fallecería de un ataque cardíaco aquella misma noche) y la criada se habían desmayado de puro terror, una hermosa e inocente muchacha yacía muerta sobre su propia sangre… y otra muchacha desaparecía para siempre entre las tinieblas de la noche, riendo como un monstruo y dirigiéndome una última mirada impregnada de irónica maldad. Todo aquello me horrorizó, pero apenas me sorprendió, pues ya me había mentalizado para ver algo así. Pero hubo algo que sí me sorprendió: la muchacha muerta era María y su asesina había sido Elvira, la dulce criatura a la cual yo tanto amaba… y que aquella noche, por primera vez desde su infancia, se había despojado de su bendito crucifijo, el cual hasta entonces había contenido su sed de sangre.

Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.


Entrada destacada

Sara Lena Tenorio

Mi nombre es Sara Lena, nací un día de primavera en la ciudad de México, soy autora de dos libros que forman una saga que, aunque ya está p...