AMIGOS (CUENTO)


Texto: Francisco Javier Fontenla García. Fuente de imagen: Pixabay.

Hace muchos años apareció en un pueblo de Rusia una misteriosa niña, que tocaba su flauta con mágica dulzura. Los aldeanos, conmovidos por el hechizo de la música, se olvidaron por un momento de sus problemas cotidianos y dejaron volar sus almas hacia el reino de lo ideal. La niña no dejó de tocar hasta que se puso el sol. Entonces sus oyentes se retiraron a sus hogares, no sin antes regalarle a la niña unas cuantas monedas, que ella agradeció con una sonrisa y una graciosa reverencia. Luego se acercó a un mendigo que se hallaba sentado en el portal de la iglesia. Se trataba de un hombre alto, cuyo rostro siempre permanecía oculto por un aparatoso vendaje. No era oriundo del pueblo, sino un vagabundo que nunca pasaba demasiado tiempo en el mismo sitio. Según sus propias palabras, su cara había quedado desfigurada durante la guerra contra Polonia.

Cuando estuvo cerca del mendigo, la muchachita le dijo con una voz tan dulce como su música:

Toma estas monedas.

El hombre la miró extrañado y protestó:

-No puedo aceptarlas, señorita. Ese dinero es suyo, usted se lo ha ganado con su maravillosa música.

Pero tú las necesitas más que yo. Tómalas, por favor.

Tanto insistió la niña que el mendigo terminó aceptándolas. Luego le preguntó:

¿Pero cómo piensas comprar comida si regalas tu dinero?

La niña le guiñó un ojo y sonrió:

Eso no importa, yo me conformo con poco.

De todas formas, deberías comer algo. ¿Por qué no te quedas conmigo y compartimos la cena? Si no te da vergüenza, claro.

Por supuesto que no. Será un honor compartir el pan con un héroe de guerra.

Bueno, en realidad yo no soy ningún héroe. Ni siquiera he luchado en la guerra. Lo de mi cara… es algo de lo que no me gusta hablar.

No te preocupes. Yo también tengo mis secretos.

Pero seguro que los tuyos no son tan terribles como los míos. He cometido tantos pecados que quizás debería haberme suicidado. Pero no quiero morir sin antes haber redimido mis culpas con buenas acciones.

Eso está bien. Además, no es necesario buscar la muerte. Generalmente, es ella la que te encuentra a ti cuando llega el momento.

Un grito de terror rompió la paz del crepúsculo. Unos niños que jugaban en las afueras del pueblo habían sido acorralados por una manada de lobos. Entonces la niña de la flauta empezó a tocar su instrumento y los lobos huyeron al bosque. Pero los aldeanos, en vez de darle las gracias, le dijeron:

­¿Quién eres tú? ¿Acaso eres una bruja?

Ella no mostró ningún miedo y respondió tranquilamente:

Si fuera una bruja, no habría salvado a vuestros hijos.

Las palabras de la niña solo sirvieron para enardecer los ánimos. Rápidamente se formó un coro de voces enfurecidas:

¡Claro que eres una bruja! Nos has hechizado a todos con tu música para robarnos el alma.

¡Por supuesto! Si fueras una niña normal, no le habrías regalado las monedas al mendigo. Lo que pasa es que tú no necesitas el dinero, porque te alimentas de sangre humana.

¡Cierto! Esta noche matarás a nuestros hijos. Por eso no podías permitir que los lobos se los llevaran.

Los campesinos, tan enfurecidos como asustados, agarraron piedras para lapidar a la niña, que se limitó a contemplarlos en silencio y con cara triste. Pero entonces el mendigo se interpuso y les dijo, amenazándolos con su bastón:

¡Le romperé la cabeza a quien ose tocar a esta niña!

Los aldeanos recularon asustados por la ira del mendigo, pero uno de ellos disparó sobre él, matándolo en el acto. La niña lo miró con tristeza y le retiró las vendas del rostro, que era demasiado monstruoso para ser humano. Sin embargo, ella no mostró ninguna repugnancia, sino que le dijo en voz baja:

Lo sabía, tú eras la criatura del doctor Frankenstein. Durante más de un siglo has vagado solo por el mundo, escondiéndote de los hombres. Desde esta noche vagarás conmigo para siempre.

Dicho esto, aquella niña sacó su flauta y la tocó con mayor dulzura que nunca. Entonces aparecieron doce luciérnagas, que empezaron a trazar círculos de luz en el gélido aire nocturno. Una pared de fuego surgió entre la niña y los campesinos, que huyeron a sus casas, completamente aterrorizados y definitivamente convencidos de que aquella muchacha era una bruja (o quizás la Muerte en persona). Cuando todos se fueron, aquella misteriosa niña se marchó de allí acompañada por las luciérnagas, que no dejaban de danzar en torno a ella. Pero estas ya no eran doce, sino trece.

(Un cariñoso recuerdo para Mary Shelley, creadora del doctor Frankenstein y de su inmortal aunque aquí muera criatura sin nombre.)


LOS PATOS SALVAJES (LEYENDA JAPONESA)

Leyenda japonesa recogida por Lafcadio Hearn en su antología Kwaidan. Versión de Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pexels.

A finales del siglo XIX vivía en Japón un cazador llamado Sonjo, que una tarde se internó en el bosque y se ocultó entre los arbustos que crecían a la vera del río Akanuma, con la esperanza de cazar algunas aves silvestres antes de que cayera la noche. Entonces pasó por allí una hermosa pareja de oshidoris o patos de los mandarines. En la cultura japonesa esas aves simbolizan el amor y la fidelidad conyugal, pero eso significaba muy poco para Sonjo, quien no dudó en dispararle una flecha al macho, matándolo en el acto. En cambio, no pudo capturar a la hembra, que consiguió esconderse entre los juncos.

Aquella noche Sonjo tuvo un extraño sueño. Creyó ver que aparecía a su lado una hermosa mujer con lágrimas en los ojos. Aquella misteriosa dama entonó con voz llorosa la letra de una triste canción: “Bajo la luz del crepúsculo lo invité a reunirse conmigo. Pero ahora su alma duerme sola en las tenebrosas orillas del río Akanuma. ¡Ay, no puedo expresar tanto dolor!”

Tras terminar su cántico, la mujer se dirigió a Sonjo y le dijo con voz preñada de amargura: “Tú no sabes, ni puedes saber, cuánto mal me has hecho. Pero mañana, cuando te acerques a las orillas del Akanuma, lo sabrás. ¡Te aseguro que lo sabrás!” Dicho esto, la dama se sumió en un llanto desgarrador y su cuerpo se desvaneció en la nada. 

Aquel extraño sueño seguía presente en el ánimo de Sonjo cuando se despertó a la mañana siguiente. Recordando las misteriosas frases pronunciadas por la mujer del sueño, decidió acercarse a las orillas del río Akanuma, pues deseaba saber qué significaban exactamente sus palabras. Cuando llegó allí, vio a la hembra oshidori nadando sola sobre la superficie del río. Cuando ella vio al cazador, en vez de escapar como había hecho la tarde anterior, miró a Sonjo de una forma muy extraña. Luego se clavó el pico en su propio pecho, hasta desgarrarse la carne, y murió desangrada ante la estupefacta mirada de Sonjo. Cuando este se hubo recuperado de la impresión, sacó su cuchillo y se afeitó la cabeza usando las aguas del río como espejo. Luego fue al pueblo, vendió sus armas y compró una túnica de monje. Pasó el resto de su vida predicando el amor y la compasión hacia todo ser vivo.

 



UN POEMA DE BÉCQUER

Poema: Gustavo Adolfo Bécquer, poeta romántico español nacido el 17 de febrero de 1836. Imagen: Carlos Miranda. Presentación: Javier Fontenla.

El fin de la semana del amor coincide con el aniversario del nacimiento de Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, más conocido como Gustavo Adolfo Bécquer, el principal poeta romántico español. Aunque su vida fue breve y su obra poética escasa, Bécquer inauguró la lírica española moderna tratando temas relacionados con su propia experiencia vital, entre los cuales destacan los siguientes: la esencia de la poesía (la cual, antes de ser traducida al lenguaje humano, es una fuerza enigmática que reside en la belleza y en el misterio de las cosas), la pasión amorosa ("Hoy la tierra y los cielos me sonríen, / hoy llega al fondo de mi alma el sol, / hoy la he visto, la he visto y me ha mirado... / ¡hoy creo en Dios!"), el fracaso amoroso ("Pero mudo y absorto y de rodillas, / como se adora a Dios ante su altar, / como yo te he querido...; desengáñate, / así... ¡no te querrán!": o sea, "cambiaste un Rolex por un Casio" en versión siglo XIX), la tristeza ("En donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el olvido, / allí estará mi tumba.") y el extraño mundo de los sueños ("Yo no sé si este mundo de visiones / vive fuera o va dentro de nosotros, / pero sé que conozco a muchas gentes / a quienes no conozco").


No digáis que agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.

Mientras las ondas de la luz al beso
palpiten encendidas;
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista;

mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías;
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!

Mientras la ciencia a descubrir no alcance
las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
que al cálculo resista;

mientras la humanidad, siempre avanzando
no sepa a do camina;
mientras haya un misterio para el hombre,
¡habrá poesía!

Mientras sintamos que se alegra el alma,
sin que los labios rían;
mientras se llore sin que el llanto acuda
a nublar la pupila;

mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan;
mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá poesía!

Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran;
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira;

mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas;
mientras exista una mujer hermosa
¡habrá poesía!

EL ENANITO FIEL

 

Texto: Javier Fontenla. Imagen: cuadro de Sophie Anderson en dominio público (fuente: Wikimedia Commons).

Muerta Blancanieves, el cuervo de la madrastra se posó sobre su cuerpecillo exánime y les dijo así a los ocho enanitos (sí, ocho, han leído bien):

-Nunca, nunca más la veréis/ y por su causa sufriréis.

Siete de los ocho enanitos, mudos y cabizbajos, se pusieron a llorar en silencio, pero el octavo enanito, que siempre había querido a Blancanieves con un amor profundo y sincero (aunque no completamente platónico), le dijo al cuervo en medio de sus sollozos:

-Nunca, nunca más la veremos/ ¡pero jamás la olvidaremos!

El cuervo se burló de él con un graznido y se fue con su malvada dueña.

Un año después volvió al lugar donde el cuerpo incorrupto de Blancanieves yacía dentro de un sarcófago de cristal. Siete de los ocho enanitos nunca pasaban por allí, no porque hubieran olvidado a su amiga, sino porque no querían reavivar sus penas atormentándose sin sentido. Pero el octavo enanito pasaba allí todo el tiempo que le permitían sus quehaceres, velando día y noche el cuerpo de su amada, siempre triste y lloroso como el primer día. El cuervo se fijó en él y le dijo:

-Nunca, nunca más la verás/ y por su causa sufrirás.

Sin dejar de sollozar, el enanito le respondió:

-Nunca, nunca más la veré/ ¡pero siempre la recordaré!

El cuervo se burló de él con un graznido y se fue.

Pasó otro año y el ave de mal agüero visitó una vez más el sarcófago de Blancanieves. Vio que el enanito fiel seguía allí y le dijo:

-Nunca, nunca más la verás/ y por su causa sufrirás.

El enanito, aunque tenía lágrimas en los ojos, le dedicó al cuervo una triste sonrisa y le dijo:

-Nunca, nunca más la veré/ ¡pero para siempre la amaré!

Tan profundo y poderoso era el amor reflejado por aquellas palabras que incluso el endurecido corazón del cuervo sintió un estremecimiento al oírlas. En vez de burlarse del enanito y marcharse, como había hecho en otras ocasiones, se quedó inmóvil y empezó a llorar, más conmovido por la abnegación del enanito que por el triste destino de Blancanieves.

Entonces apareció el hada buena del bosque y le dijo al enanito:

-Buen enanito, tu amor es tan grande y puro que en verdad no puede quedar sin premio. Así pues, te concedo el don de despertar a Blancanieves.

Apenas hubo pronunciado el hada estas palabras, el enanito enamorado despertó a Blancanieves con la fuerza de su amor (hoy se dice que los enanitos solo eran siete porque uno de ellos cuenta como príncipe). A continuación, el hada le dijo al cuervo:

-Pájaro sarcástico y agorero, tu malvada dueña ha muerto y, como castigo por haberte burlado dos veces del enanito, estarás doblemente condenado. En primer lugar, a partir de hoy vagarás sin rumbo por toda la eternidad. Y, en segundo lugar, para que nadie te vea más que como pájaro de mal agüero y emisario del Averno, solo podrás pronunciar las palabras tristes con las cuales intentaste minar el amor del enanito. Pero, como hoy has llorado por él, te concedo una gracia que aliviará en parte tu condena: algún día te encontrarás con un gran poeta de un país lejano, que te hará inmortal en sus versos, para que tu recuerdo no sea olvidado NUNCA MÁS.

 


EL LAGO DE LA PESADILLA (H. P. LOVECRAFT)

 

Adaptación: Javier Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.

Hay un lago en el remoto Zan, allende las tierras de los hombres, donde se consume en horrible soledad un espíritu anciano y desolado, un espíritu viejo e impío, cargado con el peso de una pavorosa melancolía, mientras respira los vapores pestilentes que emanan de las aguas densas y estancadas. Sobre las orillas arcillosas se deslizan criaturas decadentes y repulsivas, bajo el vuelo de extrañas aves que nunca han sido vistas por ojos mortales. Durante el día brilla un sol crepuscular sobre aguas cristalinas que nadie ha contemplado, pero por la noche los lívidos rayos lunares se sumergen en los abismos que bostezan en su sima. Solo las pesadillas han revelado qué escenas iluminan esos rayos; qué escenas, demasiado viejas para los ojos humanos, yacen sumergidas en una noche eterna, pues allí solo reposan las sombras de una raza silenciosa. Una medianoche, emponzoñada por hedores malsanos, vi en mis sueños aquel lago, mientras en el cielo púrpura brillaba una luna gibosa. Pude ver sus orillas pantanosas y las criaturas venenosas que se ocultan en ellas: lagartos y serpientes retorciéndose agonizantes, cadáveres putrefactos de cuervos y murciélagos, así como necrófagos que se alimentaban de sus despojos. Y mientras la siniestra luna relucía en las alturas, ahuyentando del cielo a las estrellas, vi iluminarse las espesas aguas del lago y emerger las cosas que custodia el abismo. En las profundidades se veían las torres de una ciudad olvidada, con sus oscuras cúpulas y sus paredes cubiertas de musgo, torres tapizadas de algas y salones vacíos, templos abandonados y bóvedas terroríficas, así como calles de oro sin brillo, de las cuales vi cómo surgía una horda de sombras informes, una espantosa horda que parecía agitarse en una danza siniestra, alrededor de sepulcros que yacían a la vera de caminos nunca hollados. Un remolino se alzó de aquellas tumbas y rompió la espesa quietud de las aguas, mientras las letales sombras de la superficie aullaban bajo la sardónica faz de la luna. Entonces el lago se hundió en su propio lecho, absorbido por las simas de la muerte, mientras de la tierra limosa recién emergida se elevaban vapores hediondos de malsano origen. Sobre la ciudad se movían las monstruosas sombras danzantes, cuando, de repente, se abrieron ruidosamente las lápidas de los sepulcros. Ningún oído podría escuchar ni ninguna lengua contar qué horror enloquecedor sobrevino a continuación. Veo ese lago, esa luna sinuosa, esa ciudad y las criaturas que la habitan. Cuando estoy despierto, rezo para que esa orilla no vuelva a sumergirse nunca más en el lago de las pesadillas.




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