EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD (EDGAR ALLAN POE)

 


Texto: Edgar Allan Poe, traducido por Francisco Javier Fontenla. 
Imagen: Carlos Miranda.

Es imposible que cualquier otro plan hubiera sido calculado de una forma más cuidadosa. Llevaba semanas e incluso meses planeando todos los detalles del asesinato. Había rechazado un millar de posibles métodos porque todos ellos acarreaban una posibilidad de ser descubiertos. Al final, mientras leía un libro de memorias francés, supe que una tal Madame Pilau había sufrido una indisposición casi mortal, a causa de una vela accidentalmente envenenada. Aquella idea empezó a agitar mi imaginación. Mi víctima solía leer en la cama y su dormitorio estaba pobremente ventilado. Pero no tengo por qué importunaros con detalles superfluos ni tampoco necesito explicaros con qué facilidad sustituí la vela de su habitación por otra que yo mismo había fabricado. A la mañana siguiente él fue hallado muerto en su propia cama y el forense dictaminó que su óbito se había debido a la “voluntad de Dios”.

Yo heredé sus bienes y todo transcurrió adecuadamente durante varios años. La idea de ser descubierto no me preocupaba en absoluto. Me había ocupado de destruir todos los indicios del crimen. No había ningún hilo por el cual pudieran declararme culpable, ni siquiera tenían motivos para sospechar de mí. Me sentía sumamente satisfecho con mi propia sensación de absoluta seguridad. Durante un largo de tiempo me acostumbré a vivir con ese sentimiento, el cual me procuraba más satisfacciones que las ganancias materiales brindadas por mi delito. Pero llegó una época en la cual esa agradable sensación se convirtió gradualmente en un pensamiento obsesivo, del que no podía librarme ni siquiera por un instante. Es bastante frecuente que atormente nuestros oídos y nuestra memoria el recuerdo de alguna canción cualquiera o de los más ramplones acordes de cualquier ópera. El malestar no sería menor si la canción o la ópera fueran meritorias. Del mismo modo, yo siempre estaba dándole vueltas a la misma idea en mi mente, repitiéndome a mí mismo “estoy a salvo”.

Un día, mientras deambulaba por las calles, me sorprendí a mí mismo murmurando a media voz aquella frase obsesiva. En un arranque de petulancia, la remodelé en los siguientes términos: “estoy a salvo, sí… siempre y cuando no cometa la necedad de confesar abiertamente”.

Inmediatamente después de haber mascullado aquellas palabras, sentí cómo un gélido escalofrío se apoderaba de mi corazón. Yo ya había tenido alguna experiencia con aquellos ataques de “perversidad”, cuya naturaleza no me resulta fácil explicar, y entonces recordé que nunca había sido capaz de resistir con éxito semejantes ataques. En aquel preciso momento empezó a atormentarme mi casual autosugestión de que quizás pudiera ser tan necio como para confesar mi crimen, tal como si dicho pensamiento fuera el fantasma de mi víctima, dispuesto a arrastrarme hacia el Infierno.

Al principio hice un esfuerzo para desembarazar mi alma de aquel pensamiento de pesadilla. Caminé con ímpetu y creciente rapidez por las calles, hasta que finalmente empecé a correr. Sentí un enloquecedor deseo de gritar. Cada nuevo pensamiento no servía más que para envolverme en un nuevo terror, hasta que comprendí que, si seguía pensando en mi situación, estaría perdido. Aún entonces intenté buscar algo de paz. Empecé a saltar como un loco por las calles atestadas de gente. Al final llamé la atención del populacho, que empezó a perseguirme. Entonces supe que el destino se cernía sobre mí. Si hubiera podido, me habría arrancado la lengua, pero entonces una voz ruda resonó en mis oídos, mientras una mano aún más ruda me agarraba por los hombros. Me giré, mientras boqueaba intentando respirar. Durante un momento sentí los tormentos de la asfixia, era como si además hubiera perdido la vista, el oído e incluso el raciocinio. Luego, según creo, algún demonio invisible debió de golpear mi espalda con su poderosa zarpa, obligándome a revelar el secreto que durante tanto tiempo había ocultado en el fondo de mi alma.

Dicen que hablé con voz clara, pero con marcado énfasis y apasionada celeridad, como si tuviera miedo de que alguien me interrumpiera antes de que hubiera podido pronunciar aquellas frases, breves pero explícitas, que me condenaban al patíbulo y al Infierno.

Tras haber dicho todo lo que hacía falta para condenarme, me desplomé sin sentido.

¿Para qué decir más? Hoy llevo encima estas cadenas y estoy aquí. Mañana seré libre… ¿pero dónde?


VAMPIROS REALES

Texto: Sabine Baring-Gould, traducido por Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Michael Wagener relata una horrible historia acaecida en Hungría, suprimiendo el apellido de su protagonista, al tratarse de una persona ligada a cierta familia que aún goza de gran influencia en el país húngaro. Esta historia demuestra cómo un hecho trivial puede dar lugar a una pasión terrible y desproporcionada.

Elizabeth era amiga de vestirse bien para mayor deleite de su esposo e invertía la mitad de día en sus arreglos de tocador. En cierta ocasión, una de sus doncellas le dijo que había algo incorrecto en su atuendo y, como recompensa por esa observación, su ama, poco amiga de recibir semejantes críticas, le propinó una buena paliza. La sangre saltó de la nariz de la doncella y salpicó el rostro de la dama. Cuando se hubo limpiado las manchas de sangre, Elizabeth vio que su cutis se había vuelto mucho más blanco, transparente y hermoso en los puntos donde había recibido las salpicaduras.

Entonces Elizabeth tomó la determinación de bañarse en sangre humana para prolongar su belleza. Dos ancianas y un tal Fitzko la asistieron en su propósito. Este monstruo solía matar a sus desafortunadas víctimas, mientras las ancianas se ocupaban de recoger su sangre, en la cual Elizabeth se bañaba hasta las cuatro de la madrugada. Después de sus abluciones parecía más hermosa que antes.

Ella continuó con este hábito tras la muerte de su marido en el año 1604, con el fin de ganar nuevos pretendientes. Las desdichadas muchachas que eran atraídas al castillo con promesas de una buena colocación, eran encerradas en una celda, donde sus cuerpos eran golpeados hasta que se hinchaban. Con frecuencia Elizabeth torturaba ella misma a sus víctimas, a veces les cambiaba sus ropas cuando estaban empapadas de sangre y luego reanudaba sus crueldades. Los cuerpos hinchados eran posteriormente cortados con navajas. En ocasiones las chicas eran quemadas y luego descuartizadas, pero casi todas eran golpeadas hasta la muerte. Al final la crueldad de Elizabeth se hizo tan obsesiva que se dedicaba a clavarles agujas a quienes se sentaban a su lado en los carruajes, especialmente si eran personas de su mismo sexo. Una de sus sirvientas fue desnudada completamente, untada con miel y expulsada de su mansión. Cuando ella estaba enferma, no podía olvidar su sadismo y mordía a quienes se acercaban a su lecho de enferma, como si se hubiera convertido en una bestia salvaje.

Causó la muerte de un total de 650 muchachas, algunas de las cuales fueron asesinadas en el territorio neutral de Tscheita, donde ella había hecho construir una celda con ese propósito. Otras murieron en diferentes localidades. La muerte y la sed de sangre se habían convertido en verdaderas necesidades para ella.

Cuando finalmente los padres de las niñas desaparecidas ya no pudieron ser engatusados más tiempo, el castillo fue registrado y los indicios de los crímenes no tardaron en ser descubiertos. Sus cómplices fueron ejecutados y a ella la encerraron durante el resto de su vida*.

Otro caso igualmente llamativo es el del Mariscal de Retz. Se trataba de un hombre educado, erudito, cortesano y buen comandante militar. Pero repentinamente se apoderó de él un deseo de matar y destruir, mientras leía a Suetonio en su biblioteca. Se dejó llevar por el impulso, convirtiéndose en uno de los mayores monstruos de crueldad que el mundo haya engendrado**.

*Wagener y Baring-Gould creen ingenuamente que así terminó la historia de Elizabeth, pero Sara Lena y sus lectores sabemos que no fue exactamente así.

**Mientras que Elizabeth Báthory fue, junto con Vlad Tepes, la principal inspiración del mito de Drácula, Gilles de Retz, más pederasta e infanticida que vampiro, dio lugar a la leyenda del malvado Barbazul.

CUENTO ORIENTAL DE VAMPIROS

Texto: Leyenda oriental recogida por Sabine Baring-Gould. Traducción: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

A principios del siglo XV vivía en Bagdad un anciano mercader, cuyos negocios le habían producido una gran fortuna y que tenía un único hijo, al cual amaba tiernamente. Resolvió casar a su vástago con la hija de otro mercader: una muchacha de considerable fortuna, pero carente de todo atractivo personal. Abul-Hassan, el hijo del mercader, vio un retrato de la dama y le pidió a su padre que aplazara la boda, pues necesitaba tiempo para hacerse a la idea. Pero lo que hizo fue enamorarse de otra muchacha, que era hija de un erudito, y no dejó en paz a su padre hasta que este le permitió casarse con su amada. El viejo mercader se resistió todo lo que pudo, pero, viendo que su hijo estaba resuelto a casarse con la hermosa Nadilla y que había rechazado completamente a la fea hija del mercader, hizo lo que suelen hacer los padres en semejantes circunstancias: dio su brazo a torcer.

La boda se celebró con gran esplendor y después vino una feliz luna de miel, que hubiera sido aún más dichosa de no ser por un pequeño detalle, que acabaría teniendo graves consecuencias. Abul-Hassan se percató de que su esposa abandonaba el lecho nupcial cuando pensaba que su esposo estaba dormido y no volvía hasta una hora antes del alba. Impelido por la curiosidad, una noche Hassan se hizo el dormido y vio cómo su esposa se levantaba para salir de la habitación, como hacía habitualmente. La siguió discretamente y vio cómo entraba en un cementerio. La luz lunar le mostró cómo se introducía en un sepulcro y decidió seguirla. Una vez dentro, se encontró con una escena espeluznante. Una horda de vampiros se había reunido con los despojos de las tumbas que habían violado y se estaban dando un festín con la carne de cadáveres largo tiempo enterrados*. Su propia esposa, que nunca cenaba en casa, estaba participando en el horrible banquete. Cuando pudo huir sin llamar la atención, Abul-Hassan volvió a su habitación.

No le dijo nada a su esposa hasta que a la noche siguiente llegó la hora de la cena. Ella se resistió a probarla y entonces él exclamó lleno de ira:

¡Claro, reservas tu apetito para tus banquetes con los vampiros!

Nadilla se quedó callada, palideció y tembló. Luego se dirigió a su alcoba sin pronunciar una sola palabra. A medianoche se levantó para atacar a su esposo con uñas y dientes. Lo hirió en la garganta y, tras abrirle una vena, intentó sorber su sangre, pero Abul-Hassan se levantó de un salto, la derribó y la mató de un golpe. La enterraron al día siguiente, pero tres días después, a medianoche, reapareció y atacó nuevamente a su esposo, en un segundo intento de chuparle la sangre. Él consiguió zafarse de ella y a la mañana siguiente abrió su tumba, quemó su cadáver y arrojó las cenizas al río Tigris**.

*El ghoul o vampiro de las leyendas árabes, además de beber sangre, es aficionado a comer restos de cadáveres humanos.

**Ecos de esta leyenda pueden apreciarse en el cuento "Vampirismus" del célebre autor alemán E. T. A. Hoffmann, quien en su versión elimina o reduce los elementos más fantásticos de la historia.

FALSAS CREENCIAS SOBRE LA MITOLOGÍA CLÁSICA

 

Texto: Javier Fontenla. Fuente de imagen: Pixabay.

Mito 1: Las sirenas eran hermosas mujeres submarinas con cola de pez.

En realidad, la imagen de las sirenas que todos conocemos -hermosa mujer con cola de pez- es relativamente moderna, pues en la mitología griega se describen como aves con cabeza de mujer (y, por supuesto, no viven en el fondo del mar, donde sus alas les resultarían inútiles, sino en las rocas de ciertas islas salvajes). La sirena pisciforme probablemente surgió tras el encuentro entre un manatí y un marinero con demasiada imaginación. Para que luego hablen de Disney…

Mito 2: Aquiles era invulnerable.

Se suele creer que el gran guerrero Aquiles era prácticamente indestructible, pues siendo niño su madre, la diosa Tetis, lo había sumergido en las aguas sagradas de la Estigia (desgraciadamente, lo había sujetado por el talón, de modo que esa parte de su anatomía siguió siendo vulnerable). Pero, en realidad, esa leyenda surgió en los últimos tiempos de la Antigüedad y es muy posterior a los poemas homéricos. En la Ilíada se dice que Aquiles es el más fuerte, rápido y valiente de los guerreros griegos, pero en ningún momento se menciona esa presunta invulnerabilidad, que, por otra parte, contradice la visión clásica del héroe como alguien que no teme desafiar a la Muerte (si el héroe fuera inmortal o invulnerable, ese desafío no existiría y, por tanto, sus hazañas carecerían de mérito). Por otra parte, tal como dice el propio Aquiles -o sea, Brad Pitt- en la película Troya, "si eso (que soy invulnerable) fuera cierto, no necesitaría armadura".

Mito 3: La historia de Ulises tiene un final feliz.

Ciertamente la parte de su historia que conocemos a través de la Odisea termina con un feliz reencuentro familiar, pero Homero no nos cuenta qué le pasa después. Según ciertas tradiciones, fue desterrado de Ítaca, como castigo por haber masacrado a los pretendientes de su esposa Penélope, y murió lejos de su querida isla natal. Dante también le atribuye un final trágico al héroe: según la Divina Comedia, naufragó mientras intentaba explorar el Atlántico y, para colmo de males, fue al Infierno como castigo por todos sus embustes. Tampoco faltan quienes dicen que Ulises acabó repudiando o incluso asesinando a la propia Penélope, como castigo por no haberle sido tan fiel como suele creerse. Según otra tradición, Teógono, hijo natural de Ulises y de la hechicera Circe, llegó a Ítaca en su busca, pero al encontrarlo lo mató por error. Posteriormente Teógono se casó con Penélope, su madrastra política, mientras que Telémaco, el hijo legítimo de Ulises y Penélope, se casó con Circe, madre de su hermanastro (para que luego hablen de las telenovelas...). 

Mito 4: La historia de Jasón y Medea tiene un final feliz.

Después de un largo y peligroso viaje, Jasón consiguió robar el Vellocino de Oro con la ayuda de su amante, la hechicera Medea. Una vez obtenida aquella valiosa reliquia, volvió a Grecia, para recuperar el trono que su malvado tío Pelías le había arrebatado siendo niño (una vez más intervino Medea, quien acabó con el usurpador haciendo que sus propias hijas lo descuartizaran). Pero la cosa no terminó ahí: Jasón y Medea habían tenido dos hijos, pero, cuando ella dejó de resultarle útil, él decidió repudiarla para casarse con la princesa Creúsa, quien le proporcionaría un matrimonio mucho más ventajoso. Entonces Medea, furiosa a causa de los celos, asesinó a Creúsa con una túnica envenenada y mató a sus propios hijos, para luego huir en un carruaje arrastrado por serpientes voladoras, dejando a Jasón hundido en la desesperación.

Mito 5: La historia de Hércules tiene un final feliz.

Hércules consiguió superar exitosamente las doce pruebas que le había encomendado Euristeo como medio para expiar sus pecados. Pero la cosa no termina ahí: una vez realizadas sus hazañas, Hércules se enamoró de la princesa Deyanira, pero el centauro Neso también se fijó en ella e intentó raptarla para violarla. Entonces Hércules mató al centauro, usando como arma una flecha envenenada con la sangre de la Hidra de Lerna. El moribundo Neso le dijo a Deyanira que guardara algo de su propia sangre y que se la suministrara a Hércules como ungüento amoroso. Pasado el tiempo, Deyanira pensó que Hércules ya no la amaba tanto como antes y, para evitar que la abandonara, le regaló una túnica teñida con la sangre de Neso. Pero esta se había vuelto tan venenosa como la de la Hidra y abrasó el cuerpo de Hércules, proporcionándole al héroe una muerte lenta y dolorosa, así como una venganza póstuma al astuto Neso.

VAMPIRO (EMILIA PARDO BAZÁN)

 


Texto: Emilia Pardo Bazán (España, 1851-1921). Imagen: Pixabay. La escritora gallega Emilia Pardo Bazán nos ofrece un cuento aparentemente desenfadado y costumbrista, que sin embargo esconde un siniestro desenlace.

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince? Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que…. ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.

Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.

-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.

Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablose de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.

Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.

Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.

¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.

Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:

-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.

El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.

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