Aquel seis de enero me acerqué al parque
donde me esperaban mi esposa y mi hija Eva. Cuando llegué vi que la niña estaba
sentada en un banco, hojeando tranquilamente un libro (aunque solo tiene diez
años, es muy aficionada a la lectura e incluso le llaman la atención los libros
para mayores). Nada más verme, mi esposa, que parecía bastante nerviosa, me
dijo en voz baja:
-Fíjate en el hombre de la esquina, ese
que lleva un móvil en la mano. Se ha pasado toda la tarde haciéndole fotos a
Eva.
Me acerqué a aquel individuo para
llamarle la atención. Entonces, para mi sorpresa, se asustó y empezó a correr
como un loco. Ya había salido del parque cuando conseguí agarrarlo y entonces
le pregunté por qué había huido al verme. Él me respondió con voz trémula:
-No estaba escapando de ti, sino de
ella.
Pensé que estaba loco y dejé que se las
entendiera con unos agentes de policía (que lo conocían bien por ser un
pedófilo reincidente). Cuando volví al parque, encontré a mi esposa y a mi hija
discutiendo agriamente. Sonia me dijo que la niña era una mentirosa, porque
había recogido un libro que alguien se había dejado en el banco y, en vez de
admitirlo, aseguraba que se lo había regalado “una chica muy guapa”, a la cual
aparentemente solo había visto ella. Picada en su orgullo, Eva me entregó el
libro (una novela de Agatha Christie titulada Un gato en el palomar) y me dijo que lo abriera en la primera
página. Allí se leían estas palabras escritas a mano: “El primer amor termina,
pero jamás se olvida. Con cariño, Ana.” Sonia dijo:
-Esa dedicatoria no demuestra nada, podría
estar dirigida a cualquiera. Y ese libro no es para niñas.
Yo hubiera querido darle la razón a mi esposa, pero aquel libro y aquella dedicatoria removieron en mi mente viejos recuerdos.
Siendo niño nunca pasaba mucho tiempo en
el mismo lugar, pues mis padres y yo teníamos que mudarnos con bastante frecuencia.
Cuando tenía quince años empecé el curso en el instituto de cierta localidad
gallega. Un día, mientras caminaba por el pasillo del instituto durante el
recreo, oí que alguien estaba tocando la flauta en el aula de música. Como me
gustó mucho la melodía, me acerqué a la puerta para escucharla mejor. La
flautista era una chica muy guapa, que estaba tocando completamente sola.
Cuando terminó entré en el aula para felicitarla y ella al principio me miró
con desconfianza, pero luego me dio las gracias y me dedicó una sonrisa muy
dulce. Yo le pregunté por qué estaba tan sola y ella me dijo:
-Porque así nadie me mira con cara de
asco.
Intenté hacerme el duro y le dije con
tono despreocupado:
-Yo tampoco tengo muchos amigos, pero me
da igual, porque pronto me marcharé del pueblo.
Ella suspiró y dijo, con una voz muy
triste:
-Yo, en cambio, no podré marcharme nunca.
Empezamos a hablar y fue así como nos
hicimos amigos. Ana (así se llamaba) era una chica realmente mágica. Pasábamos
juntos todos los recreos y también nos veíamos por las tardes, cuando ella
salía a pasear con su retriever. Mucha gente nos miraba mal, pues la familia de
Ana gozaba de pocas simpatías en el pueblo, pero eso a mí no me importaba.
Desgraciadamente, nuestra felicidad
compartida terminó cuando empezaron las vacaciones navideñas. Entonces Ana dejó
de salir y de contestar a mis llamadas. Pero yo necesitaba verla al menos una
vez más, porque en enero me mudaría a la ciudad y no quería irme del pueblo sin
despedirme de ella. Fui a su casa varias veces, pero nadie me abrió la puerta.
Una noche me harté de llamar y decidí entrar saltando la valla. Por suerte, el
perro de Ana me conocía bien y no ladró al verme. Me escondí entre unos
arbustos y esperé a que ella saliera para darle de comer al perro.
Cuando me vio, se asustó mucho y me dijo
en voz baja:
-¡Por favor, debes irte ahora mismo! Mi
padre se ha enterado de que somos amigos y me ha dicho que, si volvemos a
vernos, te pegará un tiro.
Yo recordé los rumores que corrían sobre
el padre de Ana, un guardia civil cuya siniestra reputación había salpicado a
todos los miembros de su familia. Incluso se decía de él que estaba obsesionado
con sus hijas. A pesar de todo, no quise marcharme hasta que Ana aceptó quedar
conmigo el día de Reyes, mientras sus padres estaban en misa. Pero entonces el
dueño de la casa, extrañado de que su hija tardara tanto en volver, salió al
jardín con su pistola en la mano. Adivinando quién era y por qué estaba allí,
se volvió loco de ira e intentó matarme. Ana se interpuso entre nosotros y una
bala le atravesó el corazón. Al ver lo que había hecho, su padre emitió un
grito terrible y se voló la tapa de los sesos.
Yo sufrí una crisis nerviosa cuando la vi morir y tuvieron que ingresarme en estado de shock.
Mucho tiempo después supe que Ana había
comprado un libro pocos días antes de su muerte, con la intención de
regalármelo el día de Reyes. Su hermana Laura lo encontró y, adivinando que era
para mí, se lo ofreció a mis padres mientras yo estaba hospitalizado. Ellos lo
aceptaron por cortesía, pero finalmente decidieron tirarlo a la basura, pensando
que podría traerme malos recuerdos. Esto lo supe porque un día me encontré con
Laura y ella me lo contó, especificando que aquel libro era una novela de
Agatha Christie titulada Un gato en el
palomar.
3 comentarios:
¡Atrapante trama! Nadie se marcha de esta dimensión mientras mantengamos viva su presencia en nuestra mente y nuestro corazón. ¡FELICIDADES por su creatividad y fluidez narrativa, Maestro!
¡Muchas gracias! :)
¡Increible!realmente crea incertidumbre y ansiedad de saber que ocurre de principio a fin.
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