Cuando terminé la
carrera de Magisterio, me fui a trabajar como maestro rural a una pequeña villa
de las montañas. Durante mi estancia en el pueblo, donde no era fácil encontrar
alojamiento, me hospedé en la casa de
doña Socorro, una viuda de buena familia que, a causa de ciertos reveses
económicos, se había visto obligada a convertir su vieja mansión en una casa de
huéspedes. Con nosotros vivían Elvira, la única hija de doña Socorro, y una
criada llamada Benita. Después de
tantos años aún tengo grabada
en el corazón la belleza de
Elvira, que era una hermosísima muchacha de tez pálida, cabellos oscuros
y ojos azules. Yo la amaba en silencio con todo el romanticismo de las pasiones
juveniles y, aunque era demasiado tímido (y también demasiado pobre) para
declararle claramente mis sentimientos, aprovechaba cualquier oportunidad para
dedicarle mis atenciones. No es que ella me hiciera mucho caso, pero tampoco me
rechazaba abiertamente y, en todo caso, siempre se mostraba muy amable conmigo.
Al igual que su madre, era muy devota y siempre llevaba ceñido a su cuello un bonito
crucifijo de plata.
La paz que reinaba en el
lugar se rompió por culpa un lobo solitario, negro como la noche y
extraordinariamente agresivo. Los campesinos creían que aquel animal tan feroz
no podía ser un lobo normal, sino un espíritu maligno. Pero yo, que en aquella
época era bastante escéptico, no temía al lobo ni renunciaba a dar un paseo por
el monte antes de cenar. A fin de cuentas, aquella bestia nunca se había
acercado al pueblo en pleno día y yo procuraba volver al pueblo antes del
anochecer.
Una tarde, mientras
paseaba por el páramo, me sorprendió un fuerte aguacero, por lo que tuve que
buscar refugio en una casa abandonada, donde se decía que había duendes. Una
vez dentro, oí unos sollozos procedentes de un cuarto próximo al vestíbulo. Fui
a echar un vistazo y me encontré con una chica de unos catorce o quince años.
Aunque estaba muy pálida y tenía la ropa hecha jirones, me pareció casi tan
guapa como mi amada Elvira. La muchacha se asustó al verme, pero conseguí que
se calmara, tras asegurarle que no pretendía hacerle ningún daño y que solo
había entrado allí para refugiarme de la tormenta. Cuando me hube ganado su
confianza, me contó su triste historia:
—Me llamo María y vivía en una granja al otro lado de la sierra. Mis padres murieron y mi padrastro no dejaba de maltratarme, así que decidí escaparme de casa. Pero me sorprendió la tormenta y tuve que entrar aquí para refugiarme.
Compadecido, le dije que viniera conmigo y, como ella no tenía dinero, me ofrecí a pagarle el hospedaje en casa de doña Socorro. María me agradeció mi ayuda con numerosas muestras de gratitud y, como ya había escampado, nos fuimos juntos a la villa, adonde llegamos poco antes del anochecer. Lo primero que hice fue contarle la historia de María a doña Socorro, quien, conmovida, acogió a la huérfana con suma amabilidad y se negó a cobrar nada por su alojamiento.
Cuando nos sentamos para cenar, oímos unos sonidos horribles procedentes del patio. Abrimos la ventana para ver qué sucedía y la luz de la luna nos mostró una escena escalofriante: el lobo negro estaba allí y acababa de matar al perro de doña Socorro. Al principio me asusté, pero luego pensé que no podía quedar como un cobarde delante de mi adorada Elvira, así que agarré una escopeta de caza y me dispuse a salir para enfrentarme a la bestia. Entonces Elvira se quitó, por primera vez en muchos años, su crucifijo y me rogó que me lo pusiera, para que me protegiera del Mal. No pude hacer otra cosa que aceptar su regalo y salí con él colgado del cuello. Sin embargo, no me sirvió de mucho, pues el gatillo de la escopeta se encasquilló y el lobo, en vez de huir, se arrojó sobre mí, haciéndome caer al suelo. Aquella bestia me desgarró los brazos con sus dientes y estuvo a punto de matarme, pero entonces apareció un vecino, que mató al lobo de un tiro.
Sin embargo, los
horrores de aquella infausta noche no habían hecho nada más que empezar. Yo aún
seguía en el suelo cuando oí gritos de terror procedentes de la casa de doña
Socorro. Pensando que Elvira podía estar en peligro, me levanté rápidamente y
entré a toda prisa en la casa. Mientras corría, una terrible intuición asaltó
mi espíritu. El lobo negro no era más que una bestia sedienta de sangre, pero
se me ocurrió que el verdadero monstruo podía ser alguien a quien yo mismo
había introducido en la casa: aquella misteriosa niña que decía llamarse María,
a la que no conocíamos de nada y que había aparecido de repente en una casa supuestamente
maldita. Mientras esas sospechas torturaban mi mente, abrí la puerta del
comedor y me encontré con una escena dantesca. Doña Socorro (que fallecería de
un ataque cardíaco aquella misma noche) y la criada se habían desmayado de puro
terror, una hermosa e inocente muchacha yacía muerta sobre su propia sangre… y
otra muchacha desaparecía para siempre entre las tinieblas de la noche, riendo
como un monstruo y dirigiéndome una última mirada impregnada de irónica maldad.
Todo aquello me horrorizó, pero apenas me sorprendió, pues ya me había
mentalizado para ver algo así. Pero hubo algo que sí me sorprendió: la muchacha
muerta era María y su asesina había sido Elvira, la dulce criatura a la cual yo
tanto amaba… y que aquella noche, por primera vez desde su infancia, se había
despojado de su bendito crucifijo, el cual hasta entonces había contenido su
sed de sangre.
Texto: Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.
3 comentarios:
Desde hace un tiempo que no leía un cuento que me atrapara tanto. Maestro Fontela, me quedo sin palabras. Buenísimo, una trama y final sorprendente. No podía esperar menos, siempre me ocurre con sus escritos que me mantienen atenta hasta la última letra.������
Hola buenos días 😊.
Me encantó el cuento. Buena trama y un final sorprendente 👍.
Felicidades 👏
Muchas gracias, Elba y Marisela, palabras como las vuestras siempre me motivan a seguir escribiendo. :)
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