Puentes amarillos

  

Texto de Iván Bathysta, Imagen de Pinterest. Este cuento fue seleccionado para participar en el concurso "cuentos y poemas de amor oscuro".


 Van casi ocho meses desde la muerte de mi novia, Lucia. Aún recuerdo su voz y la fuerza con la que pisaba. Tengo en la mente un recuerdo perfecto sobre cada uno de sus gestos. Sé lo que intentaban decir los movimientos de sus manos y lo que significaban cada una de las diez miradas que tenía. Podría describir la diferencia entre su risa nerviosa y la que surge tras recordar algo de hace mucho tiempo. Sé la cantidad de veces que puede apretar los labios antes de abandonar una conversación que no le gusta. La conozco de memoria. Siempre traté de ver en ella aquellos matices que nadie más quiso descubrir: era una de esas chicas que intentan recomponer corazones porque tienen el suyo hecho trizas. De las que tienen cada día una sonrisa radiante y que por las noches se van a dormir tristes. De esas que intentan ser agradables con todos porque se sienten solas. De esas que guardan silencio en clase, pero sus ideas son las mejores. De las que nunca dicen lo que sienten, pero sienten demasiado. De esas que nunca anotan nada porque nunca olvidan. De esas que siempre dicen que no les gusta leer, pero siempre tienen un libro nuevo en su mesita de luz. De esas por las que darías la vida con tal de ver una sonrisa sincera en su rostro. De esas que odian los abrazos y que tú harías cualquier cosa para que al verte abra los brazos en tu dirección.

 Ella era una sinfonía perfecta sonando a todo volumen en un mundo completamente sordo. Nos enamoramos, nos perdimos y el telón bajó junto con ella tras saltar de un puente. 

 Hace unos días, a pesar de mi terror a las alturas, visité el puente desde el que ella saltó. Todo el lugar tiene una capa de pintura amarilla. Se siente todo el tiempo una extraña atmósfera que oscila entre la angustia y la nostalgia. Mientras caminaba tratando de no arrastrar los pies y la neblina ocultaba el inicio y final del puente, una extraña sensación de liviandad invadió mi cuerpo. Era como si mis pies de pronto ya no tuvieran el peso de una existencia llena de dolor sobre ellos. Mis manos ya no temblaban y con cada respiración me relajaba más y más. Era como si todo el vacío de una pérdida y el vértigo lentamente se disiparan con cada exhalación. 

 Llegué tranquilamente hasta el borde del puente. Había una baranda que llegaba hasta mi estómago y por más que intentaba no podía ver la superficie del agua. No sentía ningún tipo de miedo, hasta sentía que si llegaba a caer me deslizaría como una pluma hasta el agua donde me disolvería como un puñado de azúcar. Contuve la respiración, cerré los ojos, apreté los dientes y conté hasta diez. Deseaba con todas mis fuerzas volver a la normalidad, no esa normalidad amarga y pesada que me da razones para visitar con angustia un puente amarillo, sino la realidad previa al salto de Lucia.

 La neblina se hizo menos densa y noté que a unos diez metros había alguien más, tenía su mano izquierda débilmente agarrada a la baranda y un delicado cubretodo rojo. Era una chica, estaba de espaldas a mí y no parecía real. Su figura parecía estar constituida de una materia más fina y liviana que el aire. Incluso la frontera entre su cuerpo y la niebla era difícil de definir. Volteó lentamente hacia mí y la reconocí. Era lucía, quizás su espíritu o una alucinación mía. Quería acercarme a ella, pero mis pies no respondieron. Quise gritarle, pero mis pulmones parecían estar rellenos de arena. Solo una delicada brisa que atravesaba su cuerpo y me golpeaba en la mejilla nos unía nuevamente. Ella retrocedió unos pasos y fue como si sus pies no tocaran el suelo. Sus manos estaban a los lados, completamente inmóviles y relajadas. Pero había algo más. Su mirada era completamente nueva para mí, ya no había cansancio, ya no había culpa, solo un alma desnuda asomando su inocencia a través de una mirada. 

  Pasaron menos de dos minutos, la escena era tranquila y reconfortante. Pude verla partir, primero se quitó su cubretodo y lo arrojó al agua. Luego cruzó la baranda, su cuerpo atravesó los hierros como si estuviera hecho de ese humo denso que desprenden los cigarrillos. Se veía tan tranquila, tan dulce. Con una sonrisa entusiasmada extendió sus brazos hacia el frente dejándose caer de espalda desde el borde. Su figura lentamente se fue fusionando con la niebla hasta ser indiferenciables.

 Desde aquel día, tengo en la garganta el peso de no haber podido gritar que ella era para mí no solo más importante de lo que imaginaba, sino más importante de lo que podría llegar a imaginar. Y no hay nada que hacer, no hay estrellas fugaces de agosto a quien pedir alivio. Este dolor es de esos que no puedes cambiar, es un garabato oscuro hecho con rotulador permanente en las paredes de un corazón cansado. Y no te engañes, no es que un corazón cansado no sienta, sino que es consciente de que nunca volverá a sentir lo mismo. Porque claro que siente, siente demasiado y durante mucho tiempo… la ausencia. Sabe a la perfección que la misma voz nunca lo hará sonreír otra vez, que tiene incorporado un lenguaje de miradas que ya no puede usar con nadie, que está recubierto de una piel que ya no se erizará con los mismos susurros y que hay un millón de sensaciones mágicas que descansan tiernamente ancladas en el pasado. 

 Y estoy aquí, en el puente, observando el lugar desde el que ella saltó. Maldiciendo el momento en que cruzó sonriendo la baranda, como si no supiera que siempre la seguiré. A veces olvido tomar mis medicinas, pero todos olvidan que también a veces la mejor medicina es un simple abrazo. Y los suyos eran los mejores. El próximo paso no es paso, sino salto…


 

2 comentarios:

Marisela dijo...

Excelente relato, me llamo mucho a atención como describió a Lucía y sobre todo como transmitió el amor que hubo entre ellos. ¡Felicidades!

Mariangel dijo...

¡Excelente relato! Me ha fascinado el estilo, la manera tan sublime de describir a Lucía y el sentimiento por ella. Mis felicitaciones al autor

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