LOS VAMPIROS (MARÍA EUGENIA VAZ FERREIRA)


Al igual que Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924) fue una importante poetisa uruguaya de la época postmodernista, en cuyos versos también aparece el tema vampírico. Imagen: Pixabay.

Dos nidos con mis cabellos
tejí en mis sienes y en ellos
se vino a posar un día
de tu boca el ave roja,
pérfida madre alegría
de mi incurable congoja,

Y en vano olvidar quisiera
lo que fue mi vida entera...
que tus besos maldecidos
como vampiros sedientos,
a mis sienes suspendidos
me chupan los pensamientos.

EL VAMPIRO (DELMIRA AGUSTINI)

Un poema vampírico de la gran escritora uruguaya Delmira Agustini (1886-1914). Imagen: Pixabay,

En el regazo de la tarde triste
yo invoqué tu dolor… Sentirlo era
¡Sentirte el corazón! Palideciste
hasta la voz, tus párpados de cera.

Bajaron… y callaste… Pareciste
oír pasar la muerte… Yo que abriera
tu herida mordí en ella -¿Me sentiste?-
¡Como en el oro de un panal mordiera!

Y exprimí más, traidora, dulcemente
tu corazón herido mortalmente;
por la cruel daga rara y exquisita
de un mal sin nombre, ¡Hasta sangrarlo en llanto!
y las mil bocas de mi sed maldita
tendí a esa fuente abierta en tu quebranto

¿Por qué fui tu vampiro de amargura?
¿Soy flor o estirpe de una especie oscura
que come llagas y que bebe el llanto?

LA BELLEZA DEL CUERPO (DANTE GABRIEL ROSSETTI)

 

Este poema del pintor y escritor británico D. G. Rossetti (1828-1882) canta la inmortal belleza de Lilith, el vampiro primigenio de la mitología hebrea. Curiosamente, Rossetti era sobrino de J. W. Polidori, padre de los vampiros literarios. Adaptación: Francisco Javier Fontenla. Imagen: Pixabay.

Se dice de Lilith, la primera esposa de Adán (la bruja a la que amó antes de recibir el regalo de Eva), que su lengua podía engañar antes que la de la serpiente y que su mágica cabellera fue el primer oro. Y permanece sentada, joven mientras el mundo envejece, mientras se contempla delicadamente a sí misma y teje una red con la cual atrapa a los hombres, hasta que se apodera de sus corazones, cuerpos y vidas. 

Sus flores son la rosa y la amapola; ¿dónde, Lilith, encontraremos a aquel que pueda resistir tu fragancia, tus suaves besos y tu dulce sueño? Cuando los ojos del muchacho se reflejan en los tuyos, tu embrujo lo penetró, quebró la rectitud de su cuello y apresó su corazón con uno solo de tus dorados cabellos.

Texto original:

Of Adam's first wife, Lilith, it is told
(The witch he loved before the gift of Eve,)
That, ere the snake's, her sweet tongue could deceive,
And her enchanted hair was the first gold.
And still she sits, young while the earth is old,
And, subtly of herself contemplative,
Draws men to watch the bright web she can weave,
Till heart and body and life are in its hold.

The rose and poppy are her flowers; for where
Is he not found, O Lilith, whom shed scent
And soft-shed kisses and soft sleep shall snare?
Lo! as that youth's eyes burned at thine, so went
Thy spell through him, and left his straight neck bent
And round his heart one strangling golden hair.

MUJINA (LEYENDA JAPONESA)

 


Texto: Leyenda recopilada por Lafcadio Hearn en su obra “Kwaidan”. Adaptación: Francisco Javier Fontenla. Fuente de imagen: Pexels.

En el Camino de Akasaka, cerca de Tokyo, hay una colina situada entre un profundo foso y las paredes de un palacio. Antes de que se inventaran las linternas modernas, por las noches aquella colina era un lugar muy oscuro y solitario, al que pocos caminantes osaban acercarse después del atardecer, pues se decía que por allí rondaba un Mujina o mapache fantasma, capaz de adoptar forma humana para asustar a los incautos. El último hombre que dijo haber visto al Mujina fue un viejo mercader de Kyobashi, fallecido hace ya bastantes años. Esta es su historia, tal como la contó él mismo.

Una noche, siendo ya muy tarde, aquel hombre caminaba por la colina cuando vio a una mujer que estaba allí completamente sola, llorando amargamente. Temiendo que estuviera a punto de suicidarse arrojándose al foso, el mercader se acercó a ella para intentar consolarla. Parecía una mujer de aspecto agraciado e iba vestida como las muchachas de buena familia. El mercader, que era un hombre realmente bueno, le dijo:

-Señorita, le ruego que deje de llorar y que me diga cuál es su problema. Me sentiría muy honrado si pudiera ayudarla de alguna forma.

Pero la mujer siguió llorando y cubriendo su rostro con las largas mangas de su vestido. El mercader insistió:

-¡Por favor, señorita, escúcheme! Una dama como usted no debería estar sola a estas horas de la noche. Se lo ruego, deje de llorar y dígame cómo puedo ayudarla.

Entonces la dama se irguió, se volvió hacia el mercader y le mostró su rostro, que hasta entonces había permanecido oculto tras las mangas del vestido. El mercader dio un grito y huyó aterrorizado, al ver que aquella mujer no tenía ojos, nariz ni boca.

Corrió y corrió, en medio de la soledad y de la noche, sin atreverse a mirar atrás. Finalmente distinguió el resplandor de una linterna y se dirigió hacia aquella luz, tan decidido como si fuera una polilla. Aquella linterna pertenecía a un buhonero, que había colocado su puesto al lado del camino. El mercader se acercó a él dando gritos de terror y entonces el buhonero le preguntó:

-¿Qué le pasa? ¿Acaso alguien le ha hecho daño?

-No, nadie me ha hecho daño, pero...

-¿Lo han asustado? ¿Se ha encontrado con ladrones?

-No, nada de ladrones. Pero es que he visto a una mujer, que era... ¡Ay, no puedo decir cómo era!

-¿No sería así?

Dicho esto, el buhonero le mostró su cara, que era semejante a un huevo. Entonces la luz de la linterna se apagó y el Mujima desapareció en las tinieblas, dejando al pobre mercader aterrorizado para el resto de su vida.

LA LARVA (RUBÉN DARÍO)

Este es seguramente el cuento más turbador del gran poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916). Fuente de imagen: Pixabay.

Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su Vida, de haber visto una vez una salamandra*, Isaac Codomano dijo:

-No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una larva o una ampusa**.

Os contaré el caso en pocas palabras.

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.

En aquella ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos los vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles quedaban solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas en los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores.

Quien saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía que ir por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a penas por los faroles a petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos postes.

Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa y un piano, que tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de la dama de sus deseos.

Yo tenía quince años, una ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero ¿cómo hacerlo?

La tía abuela que me cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela -entre ellas un cura y dos licenciados- que llegaban a conversar de política o a jugar el tute o al tresillo, y una vez rezada las oraciones y todo el mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una llave a la venerable señora.

Pasadas como tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además, dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por la melodía, llegue pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego Recuerdas cuando la aurora… Entro en tanto detalles para que veáis cómo se me ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de otras. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces…He dicho que tenía quince años, era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia…

Y en la prisión de mi casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con aquellas costumbres primitivas… Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve.

¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación, de la aventurera anhelada.

Los de la serenata se alejaban.

La claridad de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que con palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta, me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda la victoria, aquella figura se volvió hacia mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella cara estaba viscosa y deshecha; un ojo colgaba sobre la mejilla huesona y saniosa; llegó a mí como un relente de putrefacción. De la boca horrible salió como una risa ronca; y luego aquella «cosa», haciendo la más macabra de las muecas, produjo un ruido que se podría indicar así:

-¡Kgggggg!…

Con el cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé.

Cuando llegaron algunos de la serenata, la «cosa» había desaparecido.

Os doy mi palabra de honor, concluyó Isaac Codomano, que lo que os he contado es completamente cierto.

*Salamandra: No se refiere aquí al anfibio homónimo, sino a un espíritu elemental del fuego. El orfebre renacentista Benvenuto Cellini asegura en su autobiografía que, cuando tenía cinco años, vio uno de esos espíritus. Entonces su padre le dio una bofetada "para que nunca olvidara aquel momento".

**Larva: No se refiere aquí a un insecto, sino a un fantasma maléfico de la mitología romana. Ampusa o empusa: Vampiro femenino de la mitología grecorromana.

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