Bloody


Texto de Valeria Verona. Imagen de Pixabay. Este cuento fue seleccionado para participar en el concurso "cuentos y poemas de amor oscuro".


Cada vez que se encontraban era un reguero de sangre: él por la gran cascarita que tenía en el brazo; ella por el útero, como todas las mujeres. Solo que ella no dejaba de sangrar nunca.

Si iban a un restorán, él manchaba la mesa y ella, la silla. Los dos llevaban costras secas bajo la ropa y hedían a sangre seca, cosa que a ellos les divertía y los hacía olisquearse como perritos huérfanos. Cuando se bañaban juntos, el agua corría con un tono rojo. Ellos miraban, alborozados, y reían como niños. Si hacían el amor, se embadurnaban mutuamente con el líquido viscoso, se lo lamían y acababan como monstruos de frutilla, exhaustos en la cama empapada y tibia. Todo lo teñían de carmesí. Les encantaba.

Hasta que un día, ella empezó a dejar de sangrar de forma permanente y comenzó a ser solo en intervalos. Y a él empezó a cicatrizársele el gran raspón del codo y ya no se le arrancaba tan fácil la cascarita. Y ahí dejaron de sonreír. Hacer el amor en seco, sin sangre, les resultaba extraño e incluso un poco melancólico. Buscaban rastros, huellas, impresiones en los lugares a los que iban, intentaban sentir el aroma inconfundible del plasma, añoraban el placer orgánico de manchar todo, de chorrear, de impregnar de rojo… pero nada. Nada volvió a ser como antes. Ellos, tampoco y se sumieron en una lejanía poco familiar. Fueron distanciándose con el entorno, volviéndose taciturnos con el placer, desapegados con la alegría de vivir. Sus ojos se apagaron, sus voces se volvieron graves, sus cuerpos, pesados. No gozaban como antes, no reían como antes, no se buscaban.

La idea se le ocurrió a ella. Él la miró perplejo. ¿No sería ir muy lejos? No tenían nada más que perder. Ella parecía segura. A él eso le fascinaba. En rigor, ella los fascinaba y la seguiría por cualquier camino que ella tomase. Accedió. Ella sonrió, entre juguetona y triunfante. Se levantó y se escabulló al baño. Volvió con un estuche y sacó una hoja de afeitar y un bisturí viejo de su abuelo, que había sido cirujano. Dispuso ambos sobre la mesa y lo miró, divertida, casi exultante. Él echó un vistazo a la hojita de afeitar y luego el bisturí. Se decidió por el bisturí. Parecía más cómodo. “Empezá vos”, le dijo ella. Y él volvió a dejar el bisturí sobre la mesa, moviendo la cabeza de lado a lado. A ella se le borró la sonrisa y decidió tomarlo ella, con suavidad, como admirando un instrumento sofisticado. Se levantó, se acercó a él, estiró la mano con un ademán brusco y le cortó el hombro. Fue un corte impreciso, casi temeroso. Pero brotó la sangre de inmediato.

Estaban desnudos. Él se miró el hombro y esbozó una sonrisa. Se levantó, se puso frente a ella y le sacó el bisturí de la mano. No dejaban de mirarse a los ojos en ningún momento. Envalentonado, le cortó el pecho, sobre el esternón. Ambos sonrieron plenamente, como muestra de avidez. Ella estiró la mano y tomó la hoja de afeitar. Blandiéndola como un trofeo, sonriendo traviesa, se acercó a él, le dijo: “Ah, ¿sí? Ahora vas a ver…” y le cortó el brazo, con un tajo largo y exacto. De inmediato, él le devolvió la gentileza haciéndole un garabato en el vientre. Ambos quedaron hipnotizados por los chorros de sangre fresca, que dibujaban arabescos en la piel cercana al ombligo. Él se tentó, estiró la mano y empezó a esparcirle el flujo rojo por las costillas, por la cintura. Cuando iba a bajar al pubis, ella le hizo varios cortes en el dorso de la mano y se alejó de un saltito. Soltó al aire una carcajada y se echó a correr hacia el dormitorio. Él la observó embelesado. Ambos admiraron el sendero de sangre que habían trazado hasta la cama, las salpicaduras, los pisotones.

Se arrojaron sobre la cama como si fuera una pileta, se abrazaron, se pasaron la lengua y fueron por más. Entre beso y beso, se hacían un tajito aquí, otro allí. Retozaban como animales despreocupados sobre las sábanas, que ya estaban embebidas del líquido, al igual que sus cuerpos. Era todo éxtasis. Y entonces él cruzó la línea. No fue necesario que dijera nada: simplemente, se arrodilló en la cama, le tomó una mano y la miró a los ojos. Ella enseguida comprendió.

Entonces, extendió ambos brazos con las palmas hacia arriba. “No, así no. Uno cada uno”. Cómo amaba a ese hombre. Tomó la hoja de afeitar, tomó la muñeca de él y le abrió las venas sin dudarlo, con un corte profundo. Él mostró sus dientes en una mueca ambigua, entre el dolor y la sonrisa. Actuó rápido: tomó la muñeca de ella y le insertó el bisturí tan adentro que pudo sentir la resistencia de los tendones. “Te amo”, le dijo. Se acostaron, se abrazaron y se dedicaron a mirar los borbotones.


Elige tu texto favorito de entre los concursantes, entra a este enlace para consultarlos todos. Al final encontrarás la liga para dejar tu voto.

2 comentarios:

valeverona dijo...

Gracias por la publicación.

Oscar Rivera-Kcriss dijo...

Vaya sed de plasma rojo carmesí te invade, mi querida Valeria. Me ha entretenido mucho la lectura fluida y amena. Tanto, que me he visto en la ducha con ellos. 😂😂😂. Lo único rojo que me gusta ver en mi cama, es la sobrecama y a mi amada esposita. Felicitaciones. 👏👏👏

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