Texto: M. R. James. Adaptación: Fontenla. Imagen: Carlos Miranda.
Había una vez un hombre que vivía junto
a un cementerio. Su casa, hecha de piedra y de ladrillo, daba por un lado a la
calle y por el otro al cementerio. Antes había pertenecido al párroco, pero
cuando este contrajo matrimonio decidió mudarse a otro edificio más espacioso,
pues a su esposa no le agradaba ver las tumbas desde la ventana de su
dormitorio. Tras la mudanza del clérigo se había establecido allí John Poole,
un viudo de edad avanzada, que tenía fama de avaro. También tenía reputación de
morboso, porque le gustaba contemplar los entierros desde su casa.
En aquella época (esto sucedió en los
tiempos de la reina Isabel Tudor) era frecuente inhumar a los difuntos en plena
noche, bajo la luz de las antorchas. En cierta ocasión enterraron allí a una
anciana que gozaba de pocas simpatías en la villa. Se decía de ella que era una
bruja y que se ausentaba de su hogar en ciertas noches señaladas, como la de
San Juan o la de Difuntos. Tenía los ojos rojizos y presentaba un aspecto tan
repulsivo que incluso los mendigos temían acercarse a su casa. Sin embargo,
había donado una generosa cantidad de dinero a la parroquia. Fue enterrada
envuelta en un sudario, sin ningún ataúd, y solo asistieron a su funeral unas
pocas personas (sin contar a John Poole, que observaba la ceremonia desde su
casa). Antes de que los sepultureros la cubrieran de tierra, el párroco arrojó
algo metálico a su tumba y murmuró: “que tu dinero te acompañe al Infierno”. A
la mañana siguiente los feligreses de la parroquia se sorprendieron de lo mal
que habían trabajado los sepultureros, pues la tierra que cubría la tumba
parecía revuelta.
Durante los días siguientes John Poole
ofreció un aspecto bastante peculiar, pues parecía al mismo tiempo satisfecho y
preocupado. Olvidando su vieja avaricia, empezó a frecuentar la taberna por las
tardes. Algunos parroquianos le oyeron decir que había heredado algún dinero y
que pensaba mudarse a otra casa. El herrero le dijo:
—No me extraña que
usted quiera irse de esa casa. Yo, en su lugar, me pasaría toda la noche
imaginando cosas extrañas. Por ejemplo, que la vieja bruja Wilkins salía de su
tumba y entraba en la casa por la ventana. Aunque supongo que usted ya está
acostumbrado a ese ambiente, señor Poole. ¿Alguna vez ha visto en el cementerio
algo extraño, como esos fuegos fatuos que decía ver la esposa del clérigo?
—No, nunca he visto
esas luces.
Tras dar esa desganada respuesta, el
señor Poole pidió otra bebida y se retiró a su hogar cuando la tarde ya estaba
muy avanzada.
Aquella noche empezó a soplar en torno a
su casa un viento fuerte, cuyo aullido le impidió conciliar el sueño. Se irguió
de su lecho y se acercó a una alacena situada en un extremo del dormitorio.
Agarró un objeto metálico y lo introdujo en un bolsillo de su camisón. Luego se
acercó a la ventana para echarle un vistazo al cementerio.
Vio que algo con forma humana emergía de
la tierra, en un punto del cementerio que John Poole conocía bastante bien.
Nada más ver aquello, Poole buscó refugio entre las ropas de su cama.
Oyó que algo rozaba el alféizar de su
ventana y, venciendo su miedo, dirigió su mirada hacia allí. ¡Ay! Una cabeza
putrefacta se interponía entre sus ojos y la luz de la luna. Había algo dentro
de su habitación. Fragmentos de tierra seca se desprendieron sobre el pavimento.
Una voz desagradable murmuró: “¿Dónde está?” Luego empezaron a oírse pasos
vacilantes, como los que daría alguien que caminara con dificultad. Aquel ser
rebuscaba por los rincones, debajo de las sillas y en el hueco de la alacena,
cuya madera chirrió al sufrir el arañazo de sus largas uñas. La figura se
acercó a la cama, alzó los brazos y chilló de forma horrible:
—¡TÚ ME LO HAS ROBADO!
(M. R. James no quiso contarnos lo que
pasó a continuación entre John Poole y el fantasma de la bruja, pero resulta
fácil imaginárselo.)